Mejillones - Marian Muñoz

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Que espesa siento mi mente, estoy totalmente abotargado por culpa de esas pastillas que me están dejando cao. Mientras esté Rubén vigilando la sala no las puedo escupir, pero con las chicas es otra cosa, se ponen a hablar y no se fijan siquiera en que las echo fuera y se las paso a Miguel, quien a pesar de estar chupadas no le dan asco y se las traga, dice que entre las suyas y las mías se coloca y logra evadirse de este encierro por unas horas. Su efecto es tan fuerte que no puedo siquiera girar la cabeza para mirar alrededor, siempre de frente, tienen que ayudar a sentarme pues mis piernas quedan tan relajadas que olvidan obedecerme, verdaderamente no me quejo al haber elegido esta situación, pero hace tanto que estoy aquí que he dejado de contar los días y muchos menos las semanas, así que los meses están pasando sin enterarme.

Hoy debe ser miércoles porque Cristina viene a buscarme para ir a terapia. Me agarra del brazo y me lleva despacito hasta el despacho del doctor Cerro, donde me coloca delante del sillón y me dejo caer como un fardo debido a que mis músculos no consiguen sostener mi cuerpo. Menos mal que el asiento tiene un respaldo alto soportando mi cabeza en tal postura que miro de frente al doctor. Un hombre relativamente joven, canoso, de anteojos metálicos vistiendo una bata blanca en cuyo bolsillo superior izquierdo tiene bordado su nombre. He dejado de contar las veces que nos hemos visto pero han sido tantas que me sé de memoria como va a discurrir la sesión. Primero me enseñará unas fotos y tendré que decir qué palabras me sugieren, siempre son las mismas tanto las fotos como mis respuestas, hoy por primera vez me parece un juego estúpido pero si quiero salir de aquí algún día he de hacer lo que se espera de mí. Luego me enseñará unas cartulinas con números bien grandes que he de reconocer, nunca le respondo con el correcto y él se desespera. Más tarde dirá seis palabras, cada sesión son diferentes pero le respondo con las mismas seis cada semana, es divertido porque en sus ojos noto como se angustia y no entiende el motivo de que mi terapia no funcione.

Primera foto un jarrón o dos caras: “jarrón”.

Segunda foto un borrón negro en mitad de una cartulina blanca: “sangre”.

Tercera foto un cielo azul claro con nubes muy blancas: “paja”. Cuarta foto un colibrí en vuelo ante una flor: “libertad”.

Guarda las fotos en su carpeta y seguido me enseña los números como si tuviera prisa sabiendo de antemano el resultado de la sesión.

Tres: “siete”.

Cinco: “ocho”.

Cuatro: “dos”.

Cero:”uno”.

Interiormente me siento bien al engañarle, mi cara no refleja ninguna expresión al estar atontado por la medicación, a pesar de ello observo en sus ojos decepción y contrariedad confiando en que decida bajarme las dosis. Estoy expectante por escuchar las palabras de esta semana, siempre me sorprende y me resulta difícil no responder correctamente.


Arquitectura: “letrina”.

Ornitorrinco: “boñiga”.

Horno: “cagarruta”.

Cadáver: “escoba”.

Flauta: “pirulí”.

Contrabando: Repentinamente comienzo a pensar, en mi cabeza empieza a sonar la palabra contrabando, recuerdo imágenes de una nave, recuerdo el frío en ella. Contrabando, contrabando, claro que me suena, me veo subido a una carretilla elevadora, veo como engancho un palé.


Contrabando, repite el doctor algo impaciente: Encima del palé hay un contenedor de obra muy grande que está hasta arriba de mejillones. Al engancharlo giro con destreza y conduzco a máxima velocidad fuera de la nave, fuera del recinto. ¡Sí, estoy por fin recordando!

Contrabando, vuelve a decir perdiendo un poco la compostura: Me veo circulando por la carretera sin apenas visión de la misma que me tapa el contenedor y girando con gran pericia me abro paso en el campamento cercano de migrantes. Todos me miran incrédulos tanto por la velocidad a la que voy, por la carga que llevo y porque tras de mí casi me dan alcance cuatro coches patrulla de policía con las sirenas rugiendo. Deposito el palé en el suelo y al ver tan preciado alimento los refugiados corren a sus tiendas a por ollas o cuencos con los que llevarse tan jugoso manjar. Eran gallegos de gran tamaño y aún estaban frescos. No iba a permitir que se pusieran malos cuando tan cerca había personas mal comiendo y pasando hambre. Cuando por fin llegaron los policías la muchedumbre se había abalanzado de tal manera que apenas quedaban unos pocos kilos de moluscos. Me tiraron al suelo, me esposaron y me llevaron a comisaría.

Contrabando, contrabando, repite impaciente el doctor: recuerdo que en el interrogatorio me revelaron el mayor problema de mi acto, los mejillones incautados y en buen estado iban destinados a una fiesta del señor gobernador, y al no disponer de los mismos tuvo que apresuradamente comprarlos a precio de mercado sin tener la misma calidad. No sólo la ley caería sobre mí sino la furia de las instituciones políticas. El policía que me trasladó a la sala antes de sentarme me susurró al oído “hazte el loco, la cárcel es peor que el manicomio”.


¡Contrabando! gritó: “zurullo” respondí como en cada sesión. Aquí dentro no se está tan mal, me dan cuatro comidas al día, me lavan la ropa y me permiten pasear por el jardín. No comparto habitación debido a las restricciones del covid-19, dentro estamos todos a salvo de infectarnos al vivir los empleados con nosotros durante seis meses. Cada vez que nos hacen las PCR damos negativos, estamos más seguros que en la calle, por eso seguiré haciendo el paripé todas las semanas.

Lo malo es que con tanta medicación a veces me olvido de quien soy o el motivo por el que estoy aquí.

 

 

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