En
el
libro
de su destino ya estaba escrito desde antes de que él naciera.
Habría de seguir los pasos de la tradición familiar, en la herrería
que su tatarabuelo construyó con sus propias manos. Dicen las malas
lenguas que con ayuda del mismo Diablo, que vino del Infierno a
traerle las brasas con las que el metal es todavía ablandado para
darle forma.
Aunque entiende el valor que supone el duro trabajo en la herrería, sus pies y su cabeza siempre sueñan con ir más allá, a un lugar más ligero, más amable, donde lograr que sus alas vuelen. Donde su suave piel no se queme y su pelo rubio no se vuelva tizne.
Eso quisiera también su madre, que cuando le acunaba por las noches le cantaba que dio a luz a un ángel; pero que no le entregó unas alas para irse lejos, ya que debería ser fuerte y luchar por ellas.
Cuando el fuego se calienta en la forja y su padre da un nuevo martillazo contra el viejo yunque, su cuerpo menudo se estremece y sus sueños sucumben chamuscados. Y otro trocito de su alma se quema. Junto con sus incipientes alas, que dejan una nueva cicatriz en su espalda.
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