Platos rotos - Esperanza Tirado

                                          




A Pandora le encantaba su trabajo. Atender a los clientes, verlos felices mientras saboreaban un café, un buen vino o una cerveza bien fría. Disfrutaba yendo de mesa en mesa, escuchando trozos de conversaciones, riéndose con las carcajadas ajenas, sintiendo pena cuando ponían verde a alguien o preparando la mesa para un nuevo cliente.

Pero ahora lo detesta. Porque apenas hay clientes. Y los que hay no se pueden ni acercar a la barra. Y no ve sus caras ni sus sonrisas, ocultas tras mascarillas.

No le gusta secar tazas, ni vasos, ni platos, ni copas. Cuando los saca del friegaplatos industrial siempre acaba rompiendo dos o tres. O alguno más. Su jefe, que apenas para por la cafetería, pero al que casualmente siempre le llega el soplo, le descuenta un tanto por ciento de su sueldo por cada pieza que no vuelve a su sitio en la estantería, detrás de la barra.

Pandora sueña con ser su propia jefa, tener su propio restaurante, una cosa modesta, nada de estrellas Michelín; un sitio tranquilo, acogedor, barato, en el que recrear comidas deliciosas que la gente pueda disfrutar también en casa. Sobre todo sueña no tener que enfadarse con nadie.

Pandora piensa en las cosas malas que podrían ocurrirle a su jefe o a alguna de sus compañeras, que le van con el cuento y no le hacen el favor de cambiarle el turno cuando tiene que ir al médico con su madre.

Cada noche escribe algo en un viejo bloc, de esos en los que se apuntaban las comandas de los clientes:



Ojalá que mañana la pereza te inunde, se te peguen las sábanas, pierdas el bus y no llegues a trabajar.”



Y dobla el papel hasta meterlo en una caja de madera que alguien, un novio del que ya no se acuerda, quizás alguna vez le regaló.

Va a trabajar, soñando un futuro mejor. Jamás le ha deseado nada malo a nadie.

Había mañanas en que algunas clientas la volvían de los nervios.

Ellas se ponían tiquismiquis por tener que pagar treinta céntimos más por el café. Un euro con treinta céntimos por cabeza. Un café por tres horas de cháchara. El precio es barato. Ni un mísero croissant ni unas tostadas pedían. Viejas agarradas.

Por la noche escribía en su bloc:



Que las arrugas y los huesos viejos no te dejen disfrutar para poder ir caminar ni a tomarte un café con tus amigas.”



Y, de nuevo, el papel con la pequeña maldad entraba en la caja.



Pandora las echa de menos. Con esas edades estarán en casa, haciendo punto o jugando solitarios. Alguna saldrá a caminar un rato, media hora si acaso; pero ya no se para a por su café. Ya no tiene sentido. Un café solo, nunca mejor dicho, no sabe bien si no es servido en una mesa, en un rincón acogedor; que fuera hace frío.

Pandora sueña despierta y dormida. Desearía poder viajar, arrullada por una música celestial y vivir aventuras maravillosas, visitar sitios, ser ella la clienta especial a la que todo el mundo le sirviera con una sonrisa bien abierta…

Desearía tener una casa más grande y contratar a una enfermera para que su madre viviera con ella y no en la residencia de ancianos en la que está. Aunque la tratan muy bien; pero últimamente se oyen demasiadas noticias de ancianos fallecidos en sitios como el que está su madre. Y le entra mala conciencia por algo que no es responsabilidad suya.

También desearía poder sacarse el carnet de conducir y comprarse un coche.

Pero el sueldo de camarera es cada vez más miserable. Y con su bonobús le da los buenos días al conductor de cada mañana. Quien también desearía pilotar otro vehículo, que fuera un poco más elegante que un bus urbano, lleno de chicles y escupitajos bajo los asientos.

Pero no puede. Ninguno puede. Hasta las autoescuelas están cerrando. Ellos tampoco pueden renovar la flota de coches para futuros alumnos conductores. Que tampoco pueden costearse su matrícula. Porque sus padres han perdido su trabajo. Y así no se puede.

Les ha tocado una mala época. Desastrosa. Pésima. O alguien ha provocado que lo esté siendo para muchos. Para demasiados. Es un círculo vicioso que ya da demasiadas vueltas.

Pandora hoy no ha madrugado ni le ha dado los buenos días al conductor del autobús de turno. Y es que hoy no se abrirá la cafetería. Por cuestiones sanitarias no se puede. Bajo multa. De muchos miles de euros, que ningún dueño puede pagar.

Pandora maldice este día y los siguientes. Perderá lo que hubiera ganado entre su trabajo y las propinas. Que, la verdad, no eran gran cosa. Pero a nadie le amarga un dulce.

Así que sale a caminar, hace la compra y después de comer se queda en casa. Hace zapping hasta que se aburre de tantas maldades que últimamente habitan en el mundo televisivo.

Después de cenar una pizza recalentada se da cuenta de que la caja, en la estantería enfrente de la tele, parece que brilla. A su lado, un boli, como inquieto, le habla:

¡Escribe! ¡Escribe! ¡Escribe!’

De su libreta arranca una hoja.



Que tus descendientes te odien, renieguen de tu nombre y de sus orígenes. Que tu idea sea castigada con la locura y termines tus días encerrado en una habitación. Sin poder salir, sin poder hablar, comiendo bazofia, sin un libro que leer...’



Dobla el papel, suspirando. Quizá es demasiado desear tanto daño a alguien, a quien no conoce. Y que puede que ni exista ni sea responsable de este mal que está arruinando el mundo.

Pero el ‘ojo por ojo’ se pasea por su mente con energía asesina. Que se desinfla como un globo pinchado. Una persona sola no es un ejército que pueda combatir a nada ni a nadie. Y se queda dormida en el sofá mientras pesadillas oscuras pasean por su cerebro.

Pandora no madrugará al día siguiente. Tampoco abrirán la persiana de la cafetería.

Toca manifestación del sector hostelero enfrente del Ayuntamiento. A las doce en punto algunos compañeros irán apareciendo. Serios, vestidos de negro. Se identifican y se saludan, casi sin ganas. Faltarán muchos. No sabe si por pereza, cansancio, tristeza, egoísmo… O porque ya piensan que su voz no será escuchada. Como otras veces. La sordera institucional es un mal recurrente en estos tiempos. No solo les afecta a Pandora y a sus colegas de profesión.

Pero Pandora, como todos los que sí están, grita, aplaude, hace sonar bandejas y cucharones. Y sus ecos llenan la plaza de reivindicaciones.

Algunos curiosos se acercarán y enseguida pasarán de largo, moviendo la cabeza. Los gritos no son la solución. Nadie parece tenerla.

Pandora está harta de pagar los platos rotos, de sufrir un mal que no le corresponde. De levantarse cada mañana con una nube negra encima que oculta su futuro. Pero sigue gritando y haciendo sonar bandeja y cucharón con fuerza.

Y termina la asamblea, las campanas del reloj dan la una del mediodía. Todos se van dispersando.

Pandora se aleja, va dando un paseo, alargando el momento de regresar a casa. Allí, a solas, llora su pena, por los males del mundo que parecen no tener curación.

Un día más coge la caja, el bloc y el boli. Pero esta vez no escribe nada.

¿A quién acusar de tanta maldad?

Saca los papeles y los desdobla. Los hace trocitos, enciende una cerilla y la acerca a ellos. Ojalá la maldad del mundo ardiera y se consumiera como esos malos deseos garabateados en la furia del momento.

Pandora deja de soñar y grita. Se ha quemado el dedo. La caja se ha prendido y teme que ocurra una desgracia. Otra más. Quemarse en el fuego eterno de la ira y el dolor no es la solución.

Coge los restos de la caja y los echa en el fregadero. El agua fría del grifo corre, limpiando el desastre, que se aleja tubería abajo. Ojalá fuera tan fácil eliminar la maldad de la Tierra como quemar un papel. Pero no hay remedio para eso. Todavía.

Abre la ventana para que el humo se disperse. El olor tardará un tiempo en desaparecer. Sus vecinos la mirarán raro estos días, sospechando algo cada vez que se crucen con ella en el ascensor.

Pandora madrugará, evitará el ascensor y cogerá las escaleras. Pero no irá a trabajar. De momento su jefe les ha anunciado un cierre temporal. Así que sale a correr, a espantar sus malos humores y su rabia contra los males del mundo.

Pandora ha guardado su caja, medio chamuscada. Por nostalgia, porque le da pena tirar cosas que llevan tiempo con ella. Pero ya no parece servir ni de adorno. La tapa ha perdido una esquina. Quizá un día pueda guardar algún tesoro en ella. Como la noticia de que la vacuna ha funcionado. Que ha eliminado muchos, ojalá que todos, los males. Y que cuenten que el mundo ha vuelto a ponerse en marcha.

 

 

 

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