¿Castigo o regalo? - Cristina Muñiz Martín

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Cuando se peleaban, su padre solía castigarlos en su cuarto de donde no podían salir hasta la hora de la comida o de la cena. Para Mauro era la peor de las penitencias, pues no soportaba la soledad. Necesitaba estar rodeado de gente, hablar, chillar, brincar... Dentro de su cuarto se aburría, no sabía a qué jugar si no era con la consola o con el ordenador, requisados por su padre como parte del castigo. Lo había mandado a su cuarto a las seis de la tarde cuando se pegó con Irene, y hasta las nueve, que era la hora de la cena, tenía ante sí un tiempo que le parecía una eternidad. Probó a jugar con los Lego, pero en cuanto se le cayó una pieza, desmoronándose parte de lo construido, les metió una patada dejándolos esparcidos por el suelo. Luego probó a leer un cómic pero no logró pasar de la primera página. Sacó los juegos de mesa, los juguetes del arcón, los secretos de su caja de hojalata, los cromos de futbolistas, los coches de carrera… Desesperado dio un manotazo a las cosas que había dejado sobre la cama y se echó a llorar con desconsuelo hasta quedar dormido. Despertó con la voz de su madre llamándolo para la cena. Miró su cuarto. Mejor bajaba rápido, porque como subiera alguien iba a estar castigado toda la semana. En cuando terminara de comer subiría rápido a recogerlo todo. Odiaba a Irene, la muy bruja, siempre empezaba ella, acababan peleándose y el castigo era para los dos.

Irene se cruzó con su hermano por el pasillo. Cada día era más tonto. Si se dejara no los castigarían y no lo pasaría tan mal. Se notaba que había estado llorando. En cambio ella había disfrutado de una tarde estupenda. Le encantaba la soledad de su cuarto, sentirse en su propio territorio sin que nadie la molestase. Y eso solo lo conseguía si su padre los castigaba. En caso contrario, tenía que soportar que su hermano entrara a chincharla, su padre a hacerle cualquier pregunta estúpida y su madre a ver si estaba bien.

Esa tarde, en cuanto cerró la puerta de su cuarto, cogió el último libro que le habían regalado y, tendida en la cama, se había dejado llevar por una historia maravillosa con la que no sintió el paso de las horas. La voz de su madre la había fastidiado; estaba en lo más interesante. Se portaría bien durante la cena y después volvería a su habitación para continuar leyendo. Se moría por saber lo qué iba a pasar. Gracias a su hermano, que se peleaba por la cosa más tonta, lograba pasar tardes enteras del fin de semana en la más absoluta y placentera soledad.




 

 

 

 

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