Diagnóstico - Gloria Losada




El Doctor Amalio Cantero entró en su consulta con gesto cansado media hora antes de comenzar a atender al público. Se dejó caer en la silla, que basculó peligrosamente hacia un lado, pues estaba medio rota desde hacía tiempo pero la administración no tenía dinero para cambiarla, y encendió el ordenador, operación que a simple vista puede parecer simple pero que todas las mañanas le ocupaba al menos diez minutos. Cuando por fin el aparato arrancó, abrió la lista de los pacientes que aquella mañana requerían de sus servicios, eran unos cuantos, calculó que cincuenta y siete o así. Se fijó en el primero, Agustín Rosales, que venía a buscar el resultado de unas pruebas realizadas unos días antes y que se le habían hecho como consecuencia de una tos persistente y rebelde que a simple vista no presagiaba nada bueno. Abrió el historial y comenzó a leer. El tipo era fumador empedernido y consumidor social del alcohol. Consumidor social, dice, seguro que era un alcohólico declarado. Amalio Cantero se preguntaba por qué la gente era tan reacia a confesar sus malos hábitos, al menos cuando ello era necesario por problemas de salud, pero bueno, estúpidos siempre los hubo y no iba a dejar de haberlos, es más, cada vez iban en aumento.

No estaba de muy bien humor el doctor Cantero aquella mañana. Sus pacientes lo apreciaban puesto que era acertado en el diagnóstico, no era excesivamente amable, pero sí correcto, salvo cuando estaba de mala hostia, porque entonces era capaz de soltar por aquella boca lo que fuera con el propósito de convencer al enfermo de que tenía que cuidar su salud. Aquel era uno de esos días, así que ya podía pillar Dios confesados a los que iban a tener el infortunio de pisar su consulta durante las siguientes horas.

A las nueve de la mañana entró el primer paciente, Agustín Rosales, según la lista,que tenía los pulmones más negros que el carbón y el hígado llevaba camino de convertirse en algo parecido a un corcho. Lo iba a oír, vaya que sí.

–Buenos días, así que venía usted a recoger los resultados de sus pruebas, ¿no es así? Pues déjeme decirle que en el fondo está usted de suerte, y ¿sabe por qué? Pues porque a pesar de todo está vivo. Cuatro paquetes de cigarrillos diarios, a su edad, bueno a cualquier edad, son un seguro de muerte prematura, además yo me pregunto cómo cojones se pueden fumar cuatro paquetes de cigarrillos al día. ¿Qué hace? ¿Enciende uno con el otro? ¿Le da tiempo a hacer otras cosas? No sé, trabajar en algo, entretenerse en algo que no sea echar humo todo el puto día como si fuera una chimenea. ¿Sabes usted? Hace años, muchísimos años, cuando yo era apenas un chaval, estaba en casa con mis padres y los visitaron unos amigos. Él era médico, un prestigioso cardiólogo. Por aquel entonces mi padre fumaba, no demasiado, pero fumaba el muy insensato. Mi madre quería que lo dejara porque era asmática y le hacia mucho daño el humo, pero él nada, todo lo más se retiraba a fumar a la ventana o al balón. Aquella tarde, durante la charla con esa pareja, salió a colación el deplorable hábito de mi padre y el famoso cardiólogo osó decir que fumar era una costumbre muy buena porque calmaba la ansiedad, y los daños que los cigarrillos causaban en los pulmones no eran ni comparables a los que producía la contaminación de los coches. ¡Maldito imbécil! Mi padre confiaba en él y le hizo caso, cada vez fumaba más y años más tarde murió de cáncer de pulmón, que es lo que le pasará a usted si no deja el tabaco ya, pero ya, no mañana, ni pasado, ya. Tiene los pulmones más negros que el carbón, los bronquios medio atascados y las arterias en peligro de atascarse, así que no solo le ronda el cáncer, también lo hace un infarto, fulminante, de esos que no le da tiempo a uno ni a decir hasta luego Lucas. ¿Sabe usted, se ha parado a pensar en algún momento, el dinero que gasta el estado en los malditos fumadores? Ese dinero, el que todos pagamos con nuestros impuestos y que podía ir a parar a causas un poco más nobles que la de curar a gente que se empeña en envenenarse a sí misma, es mucho, muchísimo, tanto como ocho mil millones de euros, sí, sí, no ponga esa cara, ocho mil millones, vaya tela eh. Y no se vaya a creer que aquí va a pasar como en América, que la familia de los fumadores muertos demandan a las tabacaleras y consiguen indemnizaciones millonarias, no, hijo, no, aquí somos estúpidos, pero no tanto. Nadie le pone una pistola en el pecho para que fume. En fin, me temo que le tengo que recetar unas cuantas medicinas que deberá de tomar de por vida, y eso sí, repito, tiene que dejar de fumar, de lo contrario nada de lo que yo le pueda dar le hará efecto, ¿entendido?

El doctor por fin se calló la boca y comenzó a escribir en el ordenador, mirando el reloj, porque ya se había comido un trozo del tiempo que le correspondía al siguiente paciente. El de ahora, que había escuchado estupefacto sin decir ni mu, por fin se percató de que iba a poder hablar y no dejó escapar la oasión.

–Disculpe, doctor –dijo a la vez que carraspeaba en un intento inútil de aclarar una voz que no necesitaba aclaración–, yo es que venía a buscar el resultado de unos análisis que me hago todos los años, me cuido bastante, de hecho, no he fumado un cigarro en mi vida y el alcohol no me gusta, una copa de vino si acaso y muy de vez en cuando.

Amalio Cantero miró al muchacho que tenía en frente y lo observó durante un rato. La verdad es que su aspecto no podía ser más saludable.

–Entonces... ¿no es usted Agustín Rosales?

–No señor, yo soy Ernesto Cifuentes, tenía cita para las 9 y 10, pero me dijo la enfermera que pasara, que el primer paciente había anulado la cita por ingreso en el hospital a consecuencia de un infarto.

Amalio Cantero no sabía dónde meterse, no era la primer vez que aquella bocaza le jugaba una mala pasada.

–Pero hombre, ¿cómo no me lo ha dicho antes?

–Lo intenté en varias ocasiones, pero como usted no callaba...

El médico no dijo nada, abrió el historial del paciente y miró los resultados.

–Está usted como una rosa –le dijo– siga cuidándose así. Buenos días.

Cuando el muchacho marchó a Amalio poco le faltó para salir a fumar un cigarro. En lugar de ello respiró profundamente un par de veces.

–El siguienteeeeee...

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