Los músicos - Gloria Losada

                                           

 Relato inspirado en la fotografía

 

La vieja foto que encontré revolviendo en el desván entre los recuerdos de mi vida me devolvió a un pasado tan lejano que ni siquiera creí todavía se guardara en mi memoria. Sin embargo, el momento que se inmortalizó en aquel trozo de papel ajado, regresó a mi cerebro como si hubiera ocurrido ayer mismo y con él, volvieron también las existencias de aquellos tres muchachos que ni siquiera fueron demasiado amigos.

Era mi primer día de colegio en una institución que, recién terminada una guerra que nos dejó maltrechos, se dedicaba a acoger a niños con escasos recursos para darles una educación. Supongo que esas serían las intenciones cara a la galería, porque las monjas que regentaban el colegio eran malas como el demonio, y su manera de educar se basaba en palos injustificados y en castigos absurdos, salvo la hermana Dolores, una muchacha joven y piadosa, que fue la que inmortalizó el momento y que, después de ello, organizó un coro, coro que fue la válvula de escape de muchos de nosotros durante el tiempo que permanecimos allí y que incluso a alguno, como a mí mismo, le sirvió para encauzar su camino.

Yo soy el que sale en la foto cantando. Me uní a aquellos otros niños que tocaban sus instrumentos con torpeza y sin ton ni son, de manera espontánea, pretendiendo tal vez con mi voz poner algo de orden en aquella amalgama de notas musicales toscas y sin sentido. Por eso me miraban con asombro. A la hermana Dolores, que en aquellos momentos intentaba hacernos entrar con orden en el colegio, le hizo gracia la escena, y corrió dentro para al rato regresar con su cámara de fotos y así inmortalizar la escena. Luego entramos al colegio.

Ya he dicho que nunca fui demasiado amigo de aquellos chicos, pero no sé por qué siempre supe de sus vidas conforme nos fuimos haciendo mayores. El que tocaba el banyo, creo recordar que se llamaba Pablo, falleció aquella misma tarde atropellado por el camión que traía los suministros al colegio. Jugaba en el patio, el vehículo dio marcha atrás y el chaval tuvo una mala caída, golpeando la cabeza contra una piedra de grandes dimensiones. Quedó en el sitio. Nos quedamos sin un músico. Pero la vida continuó y el coro se formó.

Andrés, el que sale en la foto con la flauta, o lo que sea ese instrumento, aprendió a tocar la flauta de verdad y acompañaba nuestras aburridas canciones de iglesia. También Ignacio, el de la guitarra, hacía lo mismo con su propia guitarra. Las voces las poníamos siete u ocho chavales más, elegidos por la hermana Dolores.

Andrés se fue del colegio antes de terminar los estudios primarios. Sus padres decidieron emigrar a las Américas y se asentaron en Venezuela. Se marcharon con lo puesto y los primeros años fueron muy duros, pero trabajando sin descanso consiguieron ahorrar lo suficiente para montar un pequeño negocio, un taller de mecánica del automóvil que al pasar de los años fue prosperando y les permitió vivir holgadamente. Vi a sus padres, ya mayores, en un par de ocasiones por el pueblo. A él no le volví a ver. Me contaron que se casó con una americana y se fue a vivir a Miami. No supe más de él.

Ignacio y yo estuvimos juntos hasta llegar al bachillerato elemental, momento en que tuvimos que abandonar el colegio. Durante el tiempo que permanecimos en él fuimos los únicos que no dejamos el coro, que se renovaba con frecuencia con la entrada y salida de componentes. Le gustaba la música tanto como a mí, pero no tenía mis mismas aspiraciones. Yo quería dedicarme a ello, pero él, que seguramente tenía apoyados los pies en la tierra con más firmeza que yo, me decía que vivir de algo artístico sin alguien importante que te apadrine era muy difícil, por no decir imposible, que seguramente seguiría tocando la guitarra en sus ratos libres, pero que había decidido preparar unas oposiciones a correos y hacerse cartero. Las aprobó y fue el cartero de mi barrio. Nunca más le vi tocar la guitarra.

Yo fui el único de la foto que me dediqué a la música. Mis padres opinaban como Ignacio, decían que era mejor que estudiara un oficio, o si acaso una carrera, que ellos harían los sacrificios que fueran necesarios. Al principio les dije que ni hablar, pero durante el último curso de bachillerato pensé que quizá tuvieran razón. Me gustaba la Historia y tal vez pudiera compaginar mi paso por la Universidad con algún trabajo que me permitiera desahogar a mis padres de los gastos que conllevarían mis estudios. Ya estaba casi decidido cuando conocía a Manuela, la que con el tiempo se convertiría en mi esposa y compañera de viaje. Ella me enseñó que nunca debemos dejar de luchar por los sueños, por muy imposibles que nos parezcan. Así fue que me matriculé en el conservatorio, estudié piano y canto coral y años después me convertí en profesor del mismo lugar en el que había estudiado. No llegué a ser lo famoso que soñaba cuando era niño, tampoco lo necesité, con mis clases y unos cuantos conciertos que di a lo largo de mi existencia fue suficiente para ser feliz y saber que no me había equivocado.

Ya soy muy mayor. Por mucha vida que me quede no pasará de los cuatro o cinco años. Manuela todavía está conmigo. A ella le debo mi felicidad en todos los ámbitos. Por las tardes me suelo sentar al piano y tocarle alguna canción que escucha con los ojos cerrados o mirando las flores y los árboles que crecen en el jardín. Hoy le enseñé la vieja foto. Al verla me dijo “este fue el primero de muchos momentos entre acordes”. Sonreí y asentí. Acordes que nos seguirán acompañando hasta el último momento.

 

 

 

 

 

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