Martes y trece - Marian Muñoz

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Formo parte de un grupo de escritura en el que me encuentro cómoda entre mis compis, cada tarde de reunión aprendo mucho pues la mayoría tiene un gran nivel literario y la que no, lo suple con una portentosa imaginación. Pero lo que más siento es torturarlas con mis relatos ya que mis capacidades son limitadas. Me divierto tanto que seguro me lo perdonan. Hemos puesto fecha para la siguiente reunión, un martes y que además es trece, fíjate si somos valientes que desafiamos los malos augurios de ese día saliendo de casa para escucharnos. Esa fecha me ha traído antiguos recuerdos que en su momento quise olvidar y por fortuna logré, pudiendo seguir con mi vida.

Es un acontecimiento que nadie conoce, a nadie lo he contado ni siquiera a mi Paco, padre de mis hijos, y eso que tenemos total confianza, pero como he dicho antes, lo tenía olvidado y con esa cita, la memoria, esa que tantas veces traiciona, me lo ha recordado.

Está relacionado con mi primer novio, un novio de infancia y adolescencia amigo de mi hermano y vecino del piso de arriba de mis padres. Ambos cinco años mayores que yo y muy protectores, eran como el primo de zumosol por partida doble y en guapo. Siempre he sido un poco marimacho (que se decía entonces y que nadie se ofenda), lo de hablar de ropa, peinados o actores no me iba mucho. Más divertido sin dudarlo era coger lombrices, grillos o renacuajos y subirme a los árboles o tapias, al ser más pequeña los dos me ayudaban y así llegaba sin nada roto a casa. Al principio Pedrito era como un hermano para mí, pero poco a poco mi imaginación empezó a tontear y a soñarle como novio, por supuesto de una forma infantil y nada romántica, lo que se dice un amor platónico.

Cuando terminaron el instituto mi hermano marchó lejos a estudiar calderería y él entró en un taller de reparación de automóviles a dos manzanas de casa, ese trabajo no fue impedimento para que nos siguiéramos viendo. Íbamos al cine, al parque a comer pipas o dando vueltas por las calles mirando escaparates cuando quería comprar un regalo para su madre, actividades de lo más inocente, teníamos mucha complicidad y nos llevábamos bien. Fue un año más tarde al empezar el verano cuando todo cambió. Bueno lo que cambió fue mi cuerpo, tenía pecho, curvas, una lacia melena y las hormonas algo alteradas. Intentaba tener contacto físico con Pedro, así fue como empecé a llamarle porque ya era un chico mayor. Al principio fue rozarle un brazo, haciendo el tonto le cogía la mano o los hombros intentando siempre un acercamiento sin saber exactamente qué conseguir, tan pesada debí de ponerme que una tarde me pidió ser su novia y tota ufana acepté.

Estaba tan verde como yo en las relaciones así que improvisábamos según lo sentíamos. Nos cogimos de la mano, luego de la cintura, nos atrevimos con el primer beso y caricias en la cara, hasta ser valientes y escondernos en el parque en una zona entre arbustos para darnos placer bajo la ropa, pero sin quitarla. Éramos unos pardillos hablando en plata, pero éramos felices de esa manera. En casa estaban tranquilos al conocerle desde chiquillo y yo toda chula porque no se metían en mis escarceos amorosos. Hasta aquí todo iba bien, no pretendíamos en esa etapa ir más allá. Felices y contentos nos dispusimos a pasar las fiestas del barrio, había caballitos, coches de choque, tiovivo, tómbola, el tren de la bruja, una caseta de tiro donde siempre conseguía el muñeco más grande por su buena puntería. Era un jueves y acababan de abrir las atracciones, dimos una vuelta por todas montándonos en alguna, y terminamos en la caseta de la pitonisa. No creía y no creo en las adivinas, pero a él le picaba la curiosidad y fuimos a consultar. Una mujer entrada en años sentada tras una mesa camilla con tela brillante y una bola de cristal con humo dentro. En la cabeza lucía un pañuelo azul oscuro del que colgaban pequeñas monedas doradas, vestía como una zíngara. A pesar de sus múltiples arrugas sus ojos eran amistosos y su sonrisa franca, invitaba a confiar y por supuesto a creer lo que ella dijera, esa era mi opinión, pero no la de Pedro.

Después de sonsacarle algunos datos de su vida le vaticinó un aumento de sueldo por una subida de categoría en el taller, una leve enfermedad de su padre y golpe de fortuna en el futbol, repentinamente le cambió la cara, como si viera en su futuro algo catastrófico. Le previno que un martes iba a ocurrirle una desgracia, era mejor que no saliera de casa ese día si quería llegar a viejo. No me reí delante de ella por no faltarle al respeto, pero él se lo tragó enterito. Los siguientes días los pasé entretenida preparando el material del curso que en breve iba a empezar, sólo me quedaba un año para terminar el instituto y luego quizás hablase de boda con él y nos iríamos a vivir juntos, lo estaba deseando.

Pero Pedro chifló, el martes al buscarlo en el taller su jefe me contó que estaba enfermo. No le di importancia y continuamos viéndonos, pero le noté algo cambiado. Al siguiente martes me dijeron nuevamente que volvía a estar enfermo, eso ya me escamó. Terminaron por despedirle al faltar al trabajo un día a la semana. Durante los demás días estaba más serio que de costumbre, desconfiado por la calle. De casualidad descubrí que guardaba en los bolsillos tres estampitas de santos, una pata de conejo, varios dientes de ajo, un trébol de cuatro hojas de cerámica y una cruz de madera. Sí, sí, me asusté, intenté hablar con él y que entrara en razón. No hay videntes sólo era una superchería para ponerle nervioso y que volviera otro día. No lo conseguí, tan raro y esquivo se volvió que decidí dejarle. Me dolió mucho porque estaba muy enamorada, pero ese no era el Pedrito que conocía y al que tanto amaba. Sufrí una pequeña depresión al dolerme que diera más importancia a lo dicho por aquella bruja que mis palabras sensatas. No tenía a quien contárselo y lo pasé sola como pude, finalmente conseguí superarlo y tiré para adelante sin él.

Una tarde diez meses después regresando a casa lo tropecé por la calle, venía de frente a mí. Las aceras estaban levantadas y había pasarelas por donde cruzar los socavones hechos en el terreno, estaba oscuro, por la carretera apenas pasaban coches y en la acera estábamos solos. No sabía cómo reaccionar, me lo puso fácil saludándome con una amplia sonrisa. Sentí un vuelco en el corazón igual que cuando estábamos juntos, fantaseaba con que quizás pudiéramos tener una segunda oportunidad. En ese momento me percaté que era martes y él andaba por la calle. Nos saludamos educadamente, contamos novedades de nuestros respectivos progenitores y al verle mejor le pregunté si ya salía los martes de casa. Me respondió que sí, llevaba tres semanas muy tranquilo desde que había encontrado a la pitonisa en las fiestas de Trasona. Estuvo hablando con ella y le vaticinó que el peligro había pasado completamente al haber cortado con su novia que era quien realmente provocaba su mal augurio. Parecía tan contento cuando lo dijo que la rabia me hizo pegarle un bofetón, tan fuerte y sonoro que le hice perder el equilibrio cayendo a la zanja abierta. Sin mirar para atrás eché a correr muy agitada para casa, en cuanto llegué me puse a ayudar a mi madre en la cocina con la cena. No paraba de hacer aspavientos por la furia que me atenazaba así que puse la radio para relajarme un poco. Estaban con las noticias del mundo y del país, que si la huelga de tractores, que si la subida del petróleo, la guerra de Irak o los políticos ladrones, cuando terminaron dieron una noticia de última hora. Los operarios de la obra en la calle Venteros al ir a tapar una zanja abierta con una plancha metálica descubrieron que en el interior había un cuerpo, llamaron a la policía y a una ambulancia, pero ya no se pudo hacer nada por el hombre, posiblemente debió de caer por un desmayo, golpeándose la nuca con una tubería y perdido mucha sangre.

¡Ay va! Casi me rebano un dedo con el cuchillo, ¡era martes y trece!

Rezaba para que el fallecido no fuera Pedro, pero al oír un grito desgarrador que venía del piso de arriba y un fuerte lloro me temí lo peor. Mi madre salió al rellano para enterarse de lo ocurrido, la policía acababa de informar a los vecinos que su hijo estaba muerto. Todos lloramos, yo la que más. No sabía cómo lo encajarían si contaba ser la autora de su caída, totalmente fortuita, pero si hubiera mirado hacia atrás tal vez aún estaría vivo. No se lo podía contar a nadie, durante años intenté olvidarlo pues, aunque hubiera confesado la autoría no dejaba de ser un accidente y todo el barrio, por no decir mi familia también, jamás me volverían a hablar. Después de unos cuantos años y al conocer a Paco, lo olvidé. El resto fue rodado y francamente hasta hoy, más de cuarenta años después, no me había acordado.

Ciertamente la pitonisa no era tan falsa como creía. Desde entonces ando con pies de plomo los martes y trece por no decir que jamás he vuelto a dar un bofetón, ni siquiera una ñalgada, no sea que por accidente vuelva a armarla. ¿Qué porqué lo cuento ahora? Pues ninguno de los protagonistas está vivo, ni mis padres, ni los vecinos que por cierto recibieron una indemnización millonaria por parte de la empresa constructora. A Paco y mis hijos no les gusta leer y para la justicia ya está prescrito el delito si es que lo hubiera habido.

Espero que mis queridas compis de escritura mantengan mi secreto.

 

 

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