El molinillo roto - Marian Muñoz

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Al abrir la puerta de la calle se encontró con la inspectora Abril, de una pequeña bolsa sacó un molinillo de pimienta nuevo, no sabía lo que pretendía con aquel regalo pero de su boca no iba a salir ni una palabra sobre lo sucedido a su marido salvo lo que ya constaba en el atestado y estaba dispuesta a defender la versión oficial.

Ambos se conocieron siendo monitores en un campamento de verano, desayunar huevos revueltos salpicados con pimienta negra les propició un acercamiento inesperado y poco a poco aquella amistad culminó en matrimonio. Pedro era un hombre amable, cariñoso, simpático y muy caballeroso, ni siquiera en los primeros años de vida en común mostró signos de otra cosa que no fuera un gran amor por Elisa y una preocupación constante por su bienestar. Al principio ella había intentado encontrar un hueco en el mundo laboral pero al quedarse embarazada lo postergó para volcarse en su hijo. Pedro siguió siendo el mismo enamorado de siempre, atento y servicial aunque demasiado a menudo ausente por motivos de trabajo. Parecía que la vida les seguía sonriendo al llegar el segundo bebé, otro niño, con amplios pulmones que impedían el deseado descanso a la pareja. Las tareas para Elisa eran dobles más atender a su marido la agotaban en ocasiones y él empezó a quejarse, a sentirse relegado por unos mocosos a los que solía ignorar.

Tan centrada estaba Elisa en sus hijos que apenas percibió el cambio de carácter de Pedro, lo justificaba por el estrés en el trabajo y a ser el único que traía ingresos a casa. Día tras día le perdonaba su mal humor, sus quejas continuas y sus desaires, no comprendía el motivo de prohibirle visitar a sus padres o a su hermana que adoraba a sus sobrinos, creía que con el tiempo se le pasaría y volvería a ser el marido cariñoso de siempre no dándole importancia. Cuando se quedó embarazada del tercero las broncas eran algo cotidiano, los insultos, bofetadas y ataques de ira achacándole que no valía para nada, sólo era una coneja que no paraba de parir. Sintió caer en picado la poca autoestima que tenía y lo peor sucedió cuando la empujó por las escaleras estando aún embarazada de seis meses. Dolorida, magullada y tremendamente preocupada por el estado de su bebé acudió sola a urgencias mostrando grandes dotes de actriz al convencerles que su torpeza le impidió ver el escalón. Aquel día le informaron que venía en camino una niña y aparentemente se encontraba bien.

A raíz de aquella caída Elisa comenzó un infierno de desprecios, golpes y violaciones por parte de su marido. Su prioridad era defender a sus hijos de su padre y tenerlo contento a él para que ni los mirase. Procuraba que sus niños pasaran la mayor parte del tiempo en casa de amigos o compañeros de clase conviviendo unas horas en un ambiente de amor y cariño, no de gritos e ira lo habitual en su hogar. Había logrado un deseado equilibrio entre hijos y marido, sacrificándose al ser pasto del mal humor de Pedro. El escaso contacto mantenido con sus padres o su hermana era guardado en secreto. Moratones, heridas o lesiones cutáneas eran siempre consecuencia de su torpeza procurando que al llegar él a casa los niños ya estuvieran durmiendo en sus camas. Creía tenerlo todo controlado hasta que la pequeña Daniela empezó a ser el juguete preferido de su padre. No les quitaba ojo cuando estaban juntos, temía por la niña al ver como la abrazaba, la besaba o la quería acompañar a su cama. Todas las alarmas se dispararon y Elisa empezó a buscar una salida para aquel tormento.

Si se divorciaba él se quedaría con los niños y si se largaba con ellos él la denunciaría y terminaría en la cárcel, no encontraba otra salida que sacrificarse por sus pequeños y suicidarse, encontrando la fórmula para culparle a él y así quedarían en manos de su familia. El único sentido que tenía su vida era ayudar a sus hijos a librarse de su padre, empezando a planear cómo, cuándo y dónde, al mismo tiempo encontrando la manera de que estuvieran bien atendidos.

Si debía morir intentaría dejarlos bien cubiertos con una póliza de vida, un día se lo comentó pues era un gasto más a la economía familiar pareciéndole genial siempre que le pusiera a él de beneficiario, incluso convino en hacerse otra. Iban a ir juntos al seguro pero se las apañó para ir en días separados y contratarla como deseaba. Mientras ideaba su muerte esperó un tiempo prudencial para que no pareciera sospechosa. Siempre desayunaba un revuelto salpicado con pimienta negra molida, costumbre que tenía desde joven y encontraba que esa comida podría ser la solución a su desaparición.

Había leído en una novela de Agatha Christie un asesinato con unas bayas venenosas similares a los granos de pimienta, si estaban secas se podían triturar e ingerir provocando la muerte al instante. Sólo quedaba encontrarlas y ver como implicaba a Pedro para que se las diera y parecer culpable de asesinato. Con los niños recorrió parques, jardines e incluso buscaba en arbustos que rodeasen los edificios. Tardó pero finalmente lo consiguió. Acudió a recogerlas a escondidas, estaban frescas y tuvo que esperar unas semanas para su maduración, las tostó en el horno para lograr una textura parecida al grano de pimienta negra. Por aquellos días acudió a un notario e hizo testamento incluyendo que la custodia de sus hijos recayese en su hermana, casada y sin hijos adoraba a sus sobrinos y los cuidaría maravillosamente.

Estaba dispuesta a morir, había ocultado a todos el maltrato físico y psicológico de su marido, por vergüenza había aceptado cada humillación y que su vida no tenía ningún valor tal como él le repetía. Su sacrificio liberaría a sus pequeños y terminaría con Pedro entre rejas. Escogió el día y envió a los niños con sus padres sin decirle nada a él. Se levantó como siempre preparándose su desayuno de huevos revueltos, él ya no los podía comer por culpa del colesterol y le pidió amablemente que echara pimienta molida en ellos. El molinillo había sido vaciado la víspera rellenándolo con las bayas secas y tostadas, al molerlas no encontraría diferencia con la pimienta. Limpió cuidadosamente el molinillo para que las huellas fueran únicamente las de su marido. Mientras Pedro molía ella de espaldas le preparaba su café, al girarse con la taza humeante entre sus manos, vio como él se terminaba el último bocado del revuelto, asustada por la inesperada escena dejó caer la taza al suelo, partiéndose en añicos y desparramando su contenido. Viendo aquel desaguisado él la golpeó en la cabeza con el molinillo de pimienta, quedando inconsciente a causa del golpe.

Cuando despertó se vio en el suelo de la cocina encima de un charco de café, rodeada de trozos de taza rota y de bolitas pequeñas en las que reconoció las bayas. No había rastro de su marido ni tampoco de los huevos revueltos. Rápidamente se incorporó al ser consciente de la situación y de la posible llegada de la policía, así que aún mareada comenzó a secar el suelo, tiró los cachos de la taza al cubo de basura así como el molinillo roto en dos, recogió una por una las bolitas de baya tirándolas por el fregadero, ya que las de pimienta se encontraban desde el día anterior en la basura. Aún goteando sangre por la herida de la cabeza subió rápidamente al dormitorio, se cambió de ropa y puso la lavadora, inició una actividad frenética haciendo camas, recogiendo juguetes y limpiando todo para la segura visita de la policía. Cuando terminó se fue al baño a curarse la herida de la cabeza que aún sangraba, fue entonces cuando oyó girar la llave en la puerta de la calle, Pedro entraba con un amigo en animada charla dirigiéndose a la cocina. Elisa estaba nerviosa pensando en lo que podría pasar y en como aparecer ante ellos. Oyó abrir la puerta de la nevera y cómo destapaban dos botellas, suponía que de cerveza. Mientras tanto continuó curándose la herida e intentando peinarse para que no se notara, de repente oyó un golpe procedente de la cocina, unos sonidos raros como de ahogo escuchando al amigo gritar el nombre de su marido reiteradamente intentando reanimarle.

Oyó pedir ayuda pero no se movió, aquel hombre no paraba de gritar y de llamarla, el miedo la paralizó, no fue consciente de cuánto tiempo esperó hasta que finalmente bajó las escaleras, aquellas escaleras por las que él la había tirado estando embarazada, lenta y parsimoniosamente acudió a la llamada. Su cara desencajada empezaba a tener un color azulado, jadeaba con dificultad y sus manos intentaban alcanzar algo, quizás el aliento que se le escapaba, hizo acopio de todo su valor llamando a emergencias, fueron los cinco minutos más largos de su vida, cuando aparecieron intentaron reanimarlo trasladándolo a urgencias, donde desgraciadamente falleció. El diagnostico fue de infarto.

La policía inició una investigación y gracias al testimonio del amigo y el personal de emergencias la conclusión fue que la cerveza estaba tan fría que provocó un corte de digestión y el infarto. Dos inspectores de policía se acercaron al domicilio para averiguar más sobre la defunción, la inspectora Abril no parecía convencida de los hechos al ver su herida en la cabeza, estuvo fisgando por la cocina intentando comprender lo ocurrido y desconfiando de lo contado por el amigo, mientras que su compañero daba por buena la versión cerrando el caso. Aquella inspectora fue hasta tres veces a su casa al dudar de ella, se lo notaba, incluso se llevó la bolsa del cubo de basura con el molinillo roto, la taza y los granos de pimienta, nunca se le ocurriría mirar en el desagüe, ni siquiera le hicieron autopsia al tener tan clara la causa de su muerte. La gula había terminado con él y ella podría cuidar adecuadamente de sus hijos volviendo a ser persona y reanudar su vida.

Nunca jamás sabrían lo ocurrido realmente y el sacrificio que había estado dispuesta a hacer. Aquel molinillo roto le devolvió la vida y a los suyos.

 

 

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