Una historia de provincias - Isabel Marina

                  
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Tras la ventana estaban las azucenas mordidas por la lluvia. Lucía las miró y sintió cómo resbalaban las lágrimas por sus mejillas, adoptando la forma de una extraña lluvia interior. Lucía pensó en la cualidad de algunos estados atmosféricos de asemejarse a estados interiores del alma.

Hay errores que se pagan toda una vida y errores que se cometen desde el principio sin que una se dé cuenta.

Cuarenta años, Lucía llevaba cuarenta años confiando ciegamente en Carlos para que ahora, a la primera de cambio, todo estallase y la abandonase por una mujer más joven. Cómo iban a reírse todos los vecinos, los compañeros de trabajo, todos. Porque la gente es mala, pensaba Lucía, mientras se preparaba un café. La gente es mala, rencorosa y envidiosa. Cuántas miradas insolentes había notado a su alrededor, las tardes en que salían de misa, o en el mercado cuando los sábados la acompañaba.

Carlos siempre había sido un hombre muy guapo, exageradamente guapo, intolerablememente guapo. Había supuesto una auténtica revolución cuando se había asentado en la ciudad, a los veinte años, con su familia.

Un hombre que es como un trofeo que una pasea inconsciente, sin darse cuenta de que es objeto de codicia, de que convierte a su poseedora en la diana de los peores pensamientos.

Ya se lo había dicho su madre después de presentárselo: “ten cuidado, hija. ¿No es demasiado guapo este Carlos? Aquel hombre era la reencarnación de apolo. Alto, con una figura distinguida y una elegancia de movimientos increíble, con una piel suave, suave, hasta hacer perder la cabeza. Y esos ojos verdes y esa sonrisa profidén, y esa exquisita educación, y esa culturaza…Carlos era la perfección encarnada en hombre y se había fijado en ella cuando tenía dieciocho años.

Pero él no se daba importancia. Era un hombre sumamente respetuoso, respetuoso hasta lo inconcebible y muy religioso, con decir que nunca intentó propasarse con ella ni tocarla en zonas que no procedían. Sí, aquella era otra época, de acuerdo, hacía cuarenta años de aquel noviazgo, pero todas las amigas de Lucía se quejaban de que sus novios no paraban hasta que conseguían esa flor que los sacerdotes decían que debían cuidar y proteger.

Carlos ni siquiera la puso en ese brete. Él siempre decía que había que esperar al matrimonio, que no quería ofenderla con deseos brutales y perversos, que solo en el seno de una unión legítima ese acto podía tener sentido. Así que esperaron, pacientemente, diez años de noviazgo, hasta que él sacó las oposiciones a notarías, y se casaron un tres de agosto, en la iglesia principal de la localidad de provincias donde ambos residían.

Lucía, que para los asuntos del sexo era una absoluta ingenua, se dejó hacer en la noche de bodas y apenas sintió nada. No le pareció un asunto tan importante como sus amigas y algunas mujeres de su familia le habían hecho ver. Después, la vida sexual del matrimonio se limitó a una vez al mes, en el intento de que Lucía se quedase embarazada, cosa que Dios no quiso.

Al cabo de unos años, Carlos decidió que ya no era tiempo de tener niños, que eso tampoco era tan importante, y que no estaban obligados a hacerlo todos los meses. Para qué enfangarse con un acto que, digan lo que digan, es tan feo, decía Carlos, un acto que si no sirve para procrear no tiene mucho sentido según la santa madre iglesia. Y Lucía asentía convencida. Así que poco a poco su convivencia fue convirtiéndose en la de dos amigos, dos amigos muy bien avenidos, eso sí.

Mientras empezaba a limpiar la casa, como todas las mañanas, exhaustivamente, Lucía recordaba con nostalgia todas las conversaciones sobre lo divino y lo humano que había tenido con su marido, todos los viajes a Toledo, a Cuenca, a Segovia, los consejos que él le había dado cuando ella discutía con alguna amiga, o con la madre, que seguía teniendo bajo su punto de mira a Carlos, y seguía diciéndole, en privado, con esa mirada afilada: “Te has casado con un hombre demasiado guapo. ¿Estás segura de que te es fiel?”

Pero ella estaba segura, más que segura, ciega por él. Era el suyo un amor que rebasaba todos los límites, una admiración sin fisuras, porque él, su Carlos, no solo era un hombre bendecido por el cielo con una belleza física espectacular, sino un hombre espiritual, un hombre que no daba importancia e incluso sentía repulsión por los bajos instintos. Ella consideraba que esto era ser espiritual, y esa espiritualidad disparaba los más amorosos y puros pensamientos. Carlos para ella era una especie de dios. Y ella tenía la suerte de vivir consagrada a él.

Por eso no comprendió aquel cambio de proceder en su marido, una persona tan respetuosa con ella, con unas costumbres tan dignas y tan acordes con lo que se podría esperar de un notario, de convicciones religiosas firmes y serio, muy serio, a pesar de su belleza física, que no había disminuido apenas, a pesar de tener casi sesenta años.

De repente, empezó a llegar tarde por las noches y a faltar alguna de ellas, con la excusa de tener mucho trabajo. Algunos fines de semana, incluso, aludía a que tenía que ir a Madrid, pues había llegado a un acuerdo con una notaría de allí para efectuar trabajos conjuntos, y no regresaba hasta el lunes. Lucía estaba extrañada, pero ni se le pasaba por la imaginación desconfiar de un hombre que había demostrado durante cuarenta años su absoluta respetabilidad y amor por ella.

Por eso, aquel cuatro de diciembre, hacía exactamente dos meses, Lucía se quedó en shock cuando Carlos le comentó, entre lágrimas, que tenía que poner fin a su matrimonio, que no había sido sincero consigo mismo ni con ella, que había estado viviendo una mentira y se la había estado haciendo vivir a ella también. Que en realidad siempre había sentido rechazo y prevención hacia el sexo porque no eran las mujeres lo que le gustaba, sino los hombres, y que había llegado a descubrirlo con gran sufrimiento, pero que ahora, que había sido capaz de reconocerlo ante sí mismo, no iba a continuar viviendo en la falsedad y la mentira.

Lucía no podía articular palabra ni dar crédito a lo que estaba oyendo, sólo resonaban en ella las palabras de su madre que siempre, a las primeras de cambio, decía lo sabido: “Te casaste con un hombre demasiado guapo y eso es un motivo de intranquilidad”.

Lucía continuó en silencio también cuando Carlos hizo otra mañana sus maletas y le dijo que siempre se ocuparía de que no le faltase de nada, que comprendía que ella le había dedicado su vida y que siempre sería una persona querida para él. ¡Una persona querida!, así, tan fríamente, pensaba Lucía. Esto no puede ser verdad.

Habían pasado cinco meses y Lucía no salía de casa salvo para hacer la compra. Al cabo de dos semanas, varios obreros se acercaron y embalaron las cosas de Carlos y se las llevaron.

Ella siguió en su mutismo, negándose a hacer reproches, negándose a buscar una entrevista con él. Parece que eso a él tampoco le importó demasiado, que fue incluso un alivio.


Y así estaba ahora Lucía. Se había vuelto a asomar a la ventana, había vuelto a ver las azucenas mordidas por la lluvia, con lágrimas en las mejillas y el alma mordida por el desengaño. Además, no se lo creía, no creía que su Carlos ahora fuera un desviado, un mariquita, él, que era tan recto y tan religioso y la envidia de todos. No, seguro que había detrás alguna lagarta, como le había insinuado su madre, que en el fondo la culpaba por tonta, por ignorante.

Hija, a quién se le ocurre casarse con un hombre tan guapo. Esa es una provocación para las mujeres de nuestra ciudad y una preocupación continua. Te lo tienes merecido. Ya ha venido otra a quitártelo, otra que seguro que tiene veinte años y será capaz de darle un hijo, el que tú no has podido. Si es que no podía acabar bien, estaba cantado”.


Y Lucía asentía mirando las azucenas mordidas por la lluvia, mientras pensaba en que tenía que fregar los azulejos, que ya mostraban a las claras su vejez y solo mediante una limpieza exhaustiva podían ofrecer al menos cierta dignidad ante el paso del tiempo que no perdona.


 

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