En la Vizcaya profunda donde la civilización se turna con las ancestrales normas vascas de convivencia, vivía Leire con sus padres y hermanos en un caserío, lejos del gran Bilbao. Quizás porque era niña o por razón desconocida asemejaba bien poco con los varones de la casa. Menuda y espigada, muy morena y siempre risueña, con desparpajo gustaba de contar chistes que nadie entendía. En cuanto sonaban notas musicales movía armoniosamente su cuerpo y sus brazos siguiendo el ritmo, algo raro en su familia más bien patosos y toscos en sus andares, buena gente que la amaban con locura, aunque no la entendieran.
En un caserío siempre hay tareas a las que dedicarse y en cuanto cumplían cinco años se les encomendaba alguna responsabilidad acorde con la edad. Sus hermanos pronto destacaron en tareas donde la fuerza o destreza era más necesitada, pero a ella le habían dejado la considerada más liviana, cuidar gallinas y recoger huevos. Su constitución física no era reflejo de cuanto comía, quizás por ser delgaducha sus movimientos eran más armoniosos que los del resto de casa. En las fiestas del pueblo desde bien pequeña se mostraba la más bailona, dejando a todos boquiabiertos por giros o pasos que intuitivamente realizaba. Pronto la apuntaron al grupo de danza tradicional con el que recorría fiestas y verbenas de los alrededores.
Sus hermanos eran desde bien pequeños de hombros cuadrados, con ojos y pelo claro, ella era todo lo contrario, por esa razón su padre anduvo mosqueado en más de una ocasión. No quería dudar de su paternidad, pero era tan evidente su escaso parecido que empezó a sopesar si su Edurne no le habría sido infiel. Que él recordase desde la boda nunca se habían separado, así que no comprendía en qué momento habría tenido la oportunidad. Quizás un intercambio al nacer en el hospital, ¡sí eso debía ser!, para asegurarse acudió al médico del pueblo informándose como hacer una prueba de ADN, imaginaba su alto coste, pero necesitaba salir de dudas.
Mientras iniciaba los trámites Leire dio el cante en la boda de un tío suyo con una chica del sur. La fiesta fue por todo lo alto, llegaron parientes de la novia quienes trajeron palmeros para el baile pos comida, montando una jarana andaluza no compartida por la familia vasca. Pero la pequeña con su amplio vestido dominguero se lanzó a la pista con gracia y salero imitando movimientos de algunas mujeres, siendo el asombro de propios y extraños, produciendo un enfado descomunal a su padre. No había duda, llevaba el baile andaluz en sus venas, decididamente no era vasca.
La prueba de ADN fue un secreto entre los dos, no deberían contárselo a nadie, pero cuando semanas más tarde llegaron los resultados el hombre se quedó de piedra, era su hija legítima, no había la menor duda. Le costaba asimilar que teniendo sangre vasca desde quince o veinte generaciones atrás, su niña saliera rarita, debía arreglarlo de alguna manera, no podía permitir que su genética degenerara de esa forma.
Leire ajena a la frustración paterna acabó rematando su enfado. Por su cumpleaños pidió un único regalo, un traje de flamenca, aquel baile con movimiento de brazos y giros la había enganchado, la música más alegre y movida que la danza tradicional vasca le encantaba. Sus padres y hermanos se indignaron al ver que su abuela lo había comprado. Era la única que la mimaba pues defendía su arte y su gracejo, también hay que decirlo era la única que conocía el origen de ese particular sentimiento de alegría andaluz.
Antes de enviudar solía visitar una vez al año a una prima en Málaga, apenas cinco días de compartir vivencias y ponerse al día de sus vidas para no perder el contacto cercano y familiar que siempre habían tenido. En uno de los viajes tuvieron ocasión de ir a la feria, por error se separaron y mientras intentaban encontrarse un muchacho la acompañó para que no tuviera miedo con tanto gentío, debido a su amabilidad el último día de estancia quedaron en verse a espaldas de su prima, y en un atardecer mediterráneo engendró a Edurne, la madre de Leire. Siempre había sido fiel a su marido y nunca contó aquel encuentro, sobretodo porque su hija era clavadita a ella, nadie dudó de quien era su padre. Un instante de amor que el tiempo diluyó en olvido, pero cuyo resultado observaba día tras día en su pequeña nieta clavadita a su abuelo biológico. Guardó en su corazón el secreto y defendió la libertad de carácter para Leire porque al arte y al salero no se le pueden poner cortapisas.
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