Clientas no - Marian Muñoz


                                        Intervenciones más frecuentes que realizan los fontaneros – Alerta Digital

 

 

 

Reconozco que de chaval fui bastante trasto, no era sólo culpa mía sino de la pandilla en la que navegaba, comandada por Pipo quien jamás tenía idea buena. El Instituto sufrió nuestras peores gamberradas sobretodo su directora, la llamábamos Martina Cuchufleta, no nos daba clase tan sólo vigilaba recreos, estudios o la biblioteca, aun así, fue el objeto de nuestras peores burlas. No estoy orgulloso de aquello, en más de una ocasión fui castigado doblemente pues al llegar a casa me caían buenos palos. Nunca conseguí averiguar la fijación que tenía Pipo por ella, una mujer joven de estatura mediana pero su físico redondo la hacía parecer más pequeña, llevaba gafas con cristales gordos de esas que llamábamos de culo de botella y su melena corta era rala.

Pintadas en el despacho, en las sillas o pegamento para que al sentarse se manchara, pincharle las ruedas de la moto en la que se desplazaba, menos mal que de aquella no teníamos móviles ni internet sino hubiera sido la hecatombe. Dos años antes de acabar el Instituto despareció, no supimos más de ella y su sustituta fue la Caimana, resultando distinta por lo estricta que era, nos tenía tan vigilados que no había opción a armarla, si durante la jornada no teníamos educación física nos ponía en el recreo a correr o juegos de balón por equipos. Al recordarlo creo que lo hacía para agotarnos y quitar energías de discurrir gamberradas, en el fondo era lista la tía.

Mientras unos nos fuimos cumplidos los dieciséis otros aguantaron hasta los dieciocho, éramos del mismo barrio, pero el trato se fue perdiendo y sólo nos saludamos por educación, es lo que tiene hacerse mayor, supongo. Mi padre no me dio opción y en cuanto recibí las notas con todo aprobado ni siquiera me permitió unos días de relax, me cogió por banda y me llevó de aprendiz a su empresa de fontanería, al principio con él para aprender el oficio y tenerme bien atado, luego con oficiales de confianza hasta que año y medio después me dejó acudir sólo a las averías. Vestido con mi mono de trabajo con el logo de la empresa y mi caja de herramientas voy por domicilios, negocios, garajes o donde haga falta cambiando tuberías o poniendo parches.

Agacharme o tirarme por el suelo localizando fugas o llaves para cortar el suministro es algo cotidiano, todas las mañanas luzco mono limpio que dura hasta la tercera casa, después estoy tan manchado que al cabo del día parezco haber salido de un cubo de basura, es lo que hay, no en todas las familias la limpieza o el orden se entiende por igual. Mi tarea es arreglar la avería por la que nos han llamado, ser educado y amable con quien me reciba y cobrarles la tarifa estipulada bien en metálico bien por tarjeta. Una vez hecho eso mi salida de las casas no es siempre igual, en algunas me ofrecen un café o un refresco que acepto si aún tengo margen para el siguiente aviso, en otras ocasiones las mujeres se insinúan y según como ande de tiempo o estén de apetitosas les hago un bonus y todos tan contentos. Creo que el mono me queda un poco ajustado y no sólo marca paquete sino también mis músculos juveniles aún en forma, aparte que mi cara risueña y amable suele resultar atractiva.

En cierta ocasión la llamada fue en casa de un anciano, había que cambiar el grifo del fregadero, tarea sencilla, al ponerme en faena apareció su hija metiéndole prisa para ir a la consulta médica y quedarse ella vigilando mi trabajo. La mujer estaba de toma pan y moja, rondaba la cuarentena, su cuerpo musculado mostraba actividad en el gimnasio, sus facciones agradables las completaban unos ojos almendrados muy risueños y su cabello rubio y abundante la daban un plus de atractivo. Terminé mi tarea enseguida, cobré lo estipulado y con un “buenos días” seco nos despedimos. No tengo novia, tampoco soy un libertino, respeto al sexo opuesto y comprendo las necesidades humanas mejor que algunos.

Unos días más tarde acudo a un aviso, era el domicilio de la susodicha hija del anciano, tras informarme de la avería me cuenta haber quedado contenta con mi trabajo en casa de su padre, confiando en el mismo resultado. No fue tarea sencilla, tuve que realizar algunas llamadas logrando solucionarlo. Tras cobrarle me estaba despidiendo, va y me pregunta si tengo tiempo para un café. La mujer estaba cañón y cómo iba a decirle que no, el caso es que al servirme la taza el acercamiento fue tan estrecho que mi miembro se notó por demás, ella que lo ve empieza un contoneo sexy que no puedo aguantar, me quito el mono, debajo suelo ir en ropa interior, estábamos ya en una situación efervescente, cuando me baja el calzoncillo y empieza a reírse.

Menudo flash, no sabía si seguir con la faena o vestirme y salir por pies, ante mi sorpresa continúa riéndose mientras me dice que nunca la había visto tan pequeña. ¿Pequeña? Nunca he pensado estar bien dotado pero pequeña jamás. Como no paraba de reírse mi lívido desaparece y entonces sí que se hizo pequeña, me visto apresuradamente, cojo nervioso mi equipo y corro hacia la entrada mientras oigo sus risas. Al abrir la puerta en el mueble del hall veo una foto de graduación de una joven redonda, con gafas cuello de botella y pelo ralo, comprendí perfectamente la jugada, nunca más intenté enrollarme con una clienta, por si acaso.



 

 

 

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Opciones - Esperanza Tirado

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 Ahogado en la laguna, decapitado por un verdugo en la guillotina, atropellado por la niña de la curva a medianoche, envenenado por una viuda negra… Ninguna opción le convence para que su personaje estrella tenga un final decente; y él, por fin, una buena jubilación y unas largas vacaciones.

 









 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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De chiripa - Marian Muñoz

                                                Trabajos Fotográficos: Fotos Antiguas

 

 

 

De pura casualidad me enteré que mamá y sus hermanos iban a desmantelar la casa de los abuelos, amenazaba con caerse desde hacía años, justo el tiempo que el abuelo falleció y dos meses más tarde la abuela al no poder soportar su ausencia tras una convivencia de sesenta años.

Pedí permiso para aportar dos manos más al trabajo y echar un último vistazo nostálgico al hogar en el que transcurrieron mis veranos infantiles, aquellos en los que todavía sacaba buenas notas y disponía de todo el tiempo del mundo para divertirme en aquel pueblo, apartado del mundo si no fuera por una estrecha carretera mal asfaltada y que nadie tenía interés en arreglar, según supe de adulta, era la única forma de preservar la autenticidad del lugar.

Quien llevaba la voz cantante era Beni, había sido carpintero de joven y conocía al dedillo que tornillos aflojar o clavos que quitar para convertir en madera muebles que un instante antes lucían en las habitaciones. El polvo y la carcoma los habían deteriorado de tal manera que ninguno podía salvarse, a eso era a lo que yo iba, por si podía rescatar alguno. Mientras mamá y las tías metían en bolsas de plastico manteles, sabanas, mantas o pañitos que con tanto mimo había tejido la abuela, los demás tirábamos a una hoguera maderas carcomidas y sillas apolilladas porque hasta allí no llegaba el camión de la basura para recogerlas.

Lo último que se vació fue la cocina, la habitación que aportaba calor los días fríos y donde íbamos a comer y tal vez cenar una última vez antes de regresar a la ciudad. Las mujeres trabajaban en silencio como si con esta tarea dieran carpetazo a un tiempo feliz que no iba a volver. No había risas ni bromas, ni siquiera riñas el silencio que ellas mantenían hablaba de respeto, tristeza y pena, seguro que sí. Los hombres eran otra cosa, el esfuerzo que realizaban les obligaba a gritar, a soltar tacos o cabrearse cuando aquel armario o alacena no se destruía como ellos planeaban. También es cierto que la suciedad y el polvo les tocaba más de lleno que a sus esposas.

Creo que mis dos manos fueron más útiles de lo que habían pensado y escalera arriba escalera abajo ayudaba con puertas o mesas que no se podían tirar por la ventana al no caber. Continuamente alejaba la melancolía con una nueva orden o un nuevo encargo, el desmantelamiento iba rápido, las paredes se quedaban desnudas después de haber contenido tanta vida.

En un primer momento había sopesado comprar la casa y arreglarla con el tiempo, pero ni mi sueldo ni mi estabilidad económica lo iba a permitir, además la falta de mantenimiento y la hiedra obligaban a tirarla abajo, era lo que iba a hacer el nuevo propietario del solar quien por una miseria lo había adquirido. Pulsé la opinión del resto de primos por ver si entre todos encontrábamos una buena solución, pero a ninguno le interesaba la casa ni el pueblo, una lástima, al parecer era la única que aún guardaba bonitos recuerdos familiares.

Cansados y taciturnos compartimos la comida cocinada en casa, cada una su especialidad y disfrutamos un momento de descanso para recuperar fuerzas y terminar cuanto antes, enseguida anochecía y el transitar por aquel camino podía sorprenderte algún animal deslumbrado por las luces del vehículo. Mientras terminaban con muebles y objetos de la bodega subí un momento a la galería donde tantas tardes había sido castigada sin salir. Mis correrías por el pueblo con amigos me hacían perder el sentido del tiempo, en la ciudad todo estaba más controlado: las clases del colegio, el judo, la piscina, clases particulares para mejorar notas y el no poder salir a la calle a partir de cierta hora por si alguien te hacía daño. Esos problemas en el pueblo no tenían cabida, los niños eran todos hijos de amigos o parientes y la gente mayor siempre tenía puesto un ojo en que no se metieran en líos los de su casa y los de la ajena, todos nos cuidaban. Muchas veces llegué tarde a la comida entretenida con el amigo que acababa de comer, la única hambre que tenía era de juego y libertad de movimiento, qué tiempos aquellos ahora he de cuidar lo que ingiero para no engordar.

En la galería siempre estuvieron colgados tres cuadros de los antepasados, hombres en actitud seria, no sabía muy bien si eran fotos viejas o estaban pintados, fueron compañeros de castigo y les tenía cariño, como nadie quería ver más a aquellos vejestorios me los guardé, un toque vintage para mi recibidor y un cambio de aires para que contemplaran mi nueva vida. El vaciado se produjo sin grandes problemas, mamá se había quedado un jarrón y un mantel y las tías algo similar. Yo iba ufana con mis viejitos en una bolsa de rafia que usaba para la compra, aún no sabía dónde colocarlos, pero tras una buena limpieza algo me sugerirían.

Tardé un mes en volver a ellos, un ligero lavado les devolvió cierto esplendor, lo peor era la trasera, había que cambiarla por estar bastante deteriorada. Hice acopio de material dispuesta a ello, primero al tatarabuelo Vicente, no me complacía la mirada que me echaba cada vez que lo movía, menos mal que no podía protestar. Luego fue el bisabuelo Rodrigo, un calvete como tío Jaime, clavadito, esperaba que si algún día tenía hijos no se parecieran a él. Le llegó el turno al tío abuelo Policarpo, no sé si era cosa mía, parecía tener una mirada achispada, alegre, seguro que se había tomado la foto después de pasar por la tasca, jajajaja. Removiendo cartones de la trasera encontré un viejo papel sucio y dibujado, lo observé con mayor detenimiento, me llevó un tiempo comprender que era un mapa, no sabía cómo colocar el norte, me fui rápidamente a internet por ver si alguna imagen del pueblo me indicaba la situación. Estuve tres días y finalmente fue mi chico quien con mucha maña colocó adecuadamente el norte y el sur, habíamos encontrado el paraje, todo concordaba, unas líneas sinuosas era la alameda del río, luego un montículo cercano, después un camino que aún se podía ver finalizaba en ¡ni idea! Qué sería aquello, el dibujo parecía cualquier cosa y en el mapa sólo había un matorral bien tupido.

Decidimos pasar un fin de semana en la casa rural del pueblo y visitar el paraje del cuadro, no fue nada fácil pues la conexión a internet se perdía constantemente y el GPS no funcionaba como era de desear, pero no nos dimos por vencidos y la mañana del domingo antes de volvernos descubrimos el secreto de Policarpo, el matorral tan frondoso alejado del pueblo escondía un pozo, al no estar a simple vista casi nos caemos ya que estaba a ras de suelo, parecía tener bastante agua, era realmente un tesoro con lo cotizada que esta últimamente tan preciado elemento. No sabíamos que hacer con dicha información, consultamos las coordenadas en el catastro, intentamos indagar quien era el propietario del terreno, por culpa de la ley de protección de datos no nos daban información, no pensaba rendirme así que fui hasta el ayuntamiento al que pertenece el pueblo. Quien me atendió era una parienta lejana que al reconocerme, pues soy clavadita a mi abuela, me enseñó en un plano la parcela y que aún era nuestra, de la familia, era una herencia del abuelo.

Ninguno de los mayores conocía la propiedad, guardándome para mí el contar que en ella había un pozo. Hablaron de regalársela al nuevo propietario pues no tenía ningún valor, no les dejé, pedí que en caso de regalo me lo hicieran a mí, por tener un recuerdo de la familia. No pusieron objeción, me hice con la titularidad. No sabía muy bien cómo tratar la información que poseía, si podría vender el agua al pueblo o estaría obligada a cederla, casualmente el verano estaba siendo demasiado caluroso para lo que venía siendo y tuvieron que cerrar fuentes y lavaderos por sequía. Sensibilizada con el tema acudí a hablar con el Alcalde quien se sorprendió que hubiera un pozo en aquel páramo, le ofrecí su uso en caso de ser potable. Se interesó por mi sugerencia, envió técnicos a buscarlo, analizar el agua y ver si era viable su canalización. Un año más tarde me llama para firmar un contrato, me cuenta que el agua es un bien público y que, aunque estuviera en mi propiedad no era mía, pero tenía que pagarme un alquiler porque la canalización discurría por mi tierra.

El retrato del tío abuelo Policarpo lo tengo expuesto en el salón con un foco iluminando su sonrisa, cada vez que lo miro sonrío también por que cada mes recibo el alquiler del Ayuntamiento por utilizar mi parcela.



 

 

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¿Dónde está Virginia? - Pilar Murillo


                                               Escaparates de Farmacias – Mundo Creativo

 

 

 Aquel lunes de otoño de 1975, Rodolfo se despedía de una clienta desde su mostrador a la vez que ella abría la puerta de la farmacia para salir a la calle, brindándose mutuamente una sonrisa.

La farmacia tenía un amplio escaparate que dejaba ver la calle desde dentro a través del cristal impoluto. Los ojos de Rodolfo se desviaron unos metros más allá y se posaron en una jovencita que pasaba por la calle. Se llamaba Virginia y ya la había visto más veces pasar por delante de su establecimiento. No entendía por qué tenía sentimientos inapropiados hacia una niña de quince años. Virginia era de una belleza impresionante, ojos claros, con un cuerpo delgadísimo, pero desarrollado. El farmacéutico se imaginaba como olía aquella muchacha, cómo era la suavidad de su piel, su ropa interior. La deseaba, pero era menor de edad y él reprimía sus ganas de salir a hablar con ella.

Virginia era una muchacha de apariencia tímida, con imagen angelical, pero entre sus amistades se comportaba de forma extrovertida y cierta picardía.

La semana tardó en transcurrir para el farmacéutico, pero por fin era sábado por la tarde y él no tenía abierto su establecimiento, aprovechaba para acicalarse, mirándose al espejo, mientras escuchaba de fondo a “Los Bigies” medio alelado, pensando que, a sus cuarenta, apenas tenía arrugas, eran líneas de expresión y que tenía una cara y un tipo resultón, así se veía él. La realidad era bien distinta. Este hombre se había obsesionado con la joven Virginia y luchaba contra sus propios pensamientos. Pero sólo él sabía si sería fuerte para no hacer caso a sus verdaderos instintos.

De pronto alguien saca a Rodolfo de su ensimismamiento era su madre que se asomó por detrás de él al espejo. A través del cual ve cómo arrebatándole el peine de la mano, se le pone a peinar como una madre peina a su niño de diez años, era algo que le molestaba mucho, pero a lo que ya estaba acostumbrado. El comportamiento de su madre, demasiado protector era habitual en muchos momentos de la convivencia y él se dejaba porque la respetaba demasiado, y por educación.

No vengas tarde, hijo. Sabes que no puedo pegar ojo si no estas en casa, y no bebas más de una copa que luego me dejas la habitación oliendo a alcohol etílico y entre eso y el olor a tabaco, sí ya sé que no fumas, pero los demás sí y traes el olor impregnado en la ropa, y me pongo malísima.

Sí madre, no te preocupes.

La madre observaba como salía Rodolfo de la finca donde vivían, asomada a la ventana de la planta de arriba donde estaba su habitación, parecía una espía siguiendo sus pasos con sus ojos saltones. Era viuda desde hacía diez años, pero no se le había acabado la vida social. Rápidamente se retiró de la ventana y comenzó a cambiarse de ropa. Se arreglaba de forma moderna, unos pantalones de cintura baja con patas de elefante, un jersey entallado con un cinturón ancho por encima, un medallón en cadena sobre el suéter y zapatos de plataforma. Se maquilló, se colocó una peluca con un peinado de la época y salió de casa colocándose unas gafas de sol tan rápido como un rayo. En su SEAT 128 blanco se dirigió hasta las afueras de la ciudad, allí ya esperaban otras dos amigas similares a ella en edad, unos sesenta años bien cuidados, resistiéndose a envejecer, tanto en cuidados de piel como en estilismo. Las amigas se citaron en una cafetería enfrente a la sala de fiestas El Piles. Se tomaban algo hasta que llegaban unos caballeros que cortejaron con ellas. Las invitaron a ir a la sala de fiestas a bailar un rato.



Y en el Piles estaba Rodolfo, llevaba media hora apoyado en la barra de bar de la disco, tomando lo último que quedaba en su copa de ron con Coca-Cola. Miró al camarero al que le pidió con mímica que le pusiese otra de lo mismo. Con gran habilidad le colocó un vaso de tubo con hielo, ron y el refresco.

No muy lejos, en el reservado oscuro y cercano al bar de la discoteca unos ojos observan la escena, y por otro lado se le pone pegada a él una mujer joven.

¡Pero mira quién está aquí! Mi querido Rodolfo. Deseaba verte ¿Qué haces aquí?

Lo mismo debería preguntarte yo a ti, Virtudes. ¿No estabas viviendo en el extranjero?

Acabo de llegar a la ciudad, estuve fuera desde… ya sabes, mi comportamiento. Al principio no lo pasé nada bien pero luego… ¡Ah! ¿Te acuerdas de mi primo Sebastián, el de las gafas de culo de botella?

Sí, Claro.

Pues estoy con él en aquél reservado.

Virtudes, los reservados son para las parejas, ¿No ves que está muy oscuro?

¡Ah! ¿Sí? Bueno, vente con nosotros y así somos tres.

No, gracias a mí me gusta estar por aquí.

Estamos hablando de un negocio, podría interesarte…

No me interesa escuchar más, gracias.

Pues cuando te conocí fuiste tú quien...

El pasado es pasado.

Ya no soy una niña… ¿Verdad?

Virtudes le hizo una mueca de desprecio y volvió a su sitio.

Para cuando Rodolfo miró a su lado, las amigas de Virginia y ella habían desaparecido de la barra y se puso a buscarlas con la mirada. Respiró aliviado, las localizó sentadas alrededor de una mesa bajita y circular muy cerca de la pista de baile y tenían a unos niñatos demasiado cerca de ellas. Virginia en concreto, la jovencita con la cara más dulce y los ojos azules más bonitos. Tenía a un muchacho hablándole al oído, ella se reía.

Venga Virginia, anímate, vamos al concierto.

¡Ostras! Empieza muy tarde, me matan en casa.

Rodolfo empezó a cabrearse, por la confianza que el muchacho de unos veinte años tenía con la adolescente y en su interior comenzó a ponerse celoso y después de beber exteriorizo ese sentimiento. Posó el vaso con enfado, dejando caer algo del líquido sobre el mostrador.

Por otra parte, Virtudes y su primo Sebastián con caras serias estaban planeando algo misterioso y se les ve que les fastidia no poder contar con Rodolfo.

Nada que tu exnovio no nos sirve ¿no?

No fue mi novio.

Gracias a su madre. No te desvirgó de milagro, gracias a ella, que lo cogió con las manos en… la masa, tú aún eras menor. ¡Qué asco de tíos enfermos!

Gracias a su madre me mandaron a Suiza, al colegio, interna.

Mira cómo le siguen gustando las crías.

Bueno, ya vale… Escucha, ¿te acuerdas de la casa de nuestra abuela? —Sebastián asiente — vamos a llevar allí el paquete en lugar de al sótano de la farmacia, éste es el plan B— Tú no te preocupes que ya lo tengo todo controlado. Solo tienes que recoger el paquete, ya sabes.

Después de dos horas de diversión las muchachas abandonan la discoteca entre risas, ellas no lo saben, pero alguien las mira y las sigue.

Rodolfo había ido al baño, cuando sale se pone a mirar y no las ve. Virtudes se cruza con él. Ella ya lleva el abrigo puesto.

Rodolfo, ¿Qué te pasa? Te veo nervioso.

Nada. Tengo que irme.

¡Qué casualidad! yo también me voy.

Disculpa, pero yo me voy solo, he quedado con mi madre en que no llegaría tarde.

¿Pero aún sigues viviendo con tu madre? ¡dios santo, pobre Rodolfo!

Sí, bueno… adiós, nos vemos otro día.

A ver si es verdad. —Virtudes ve como se aleja el farmacéutico a toda prisa saliendo por la puerta de la discoteca corriendo. Ella también se va, pero con normalidad—

En la puerta de la discoteca Rodolfo se encuentra con Florencio, un viejo amigo de cuando jugaban al futbol y propone a Rodolfo tomar otra copa en el bar de enfrente.

¡Venga, hombre! Solo será un momento. Hace tiempo que no nos vemos.

Rodolfo está nervioso y sudoroso, mira y a lo lejos aún se ven a las jovencitas caminando, las cuatro juntas despreocupadas, lentamente por la acera, charlando alegremente, apenas son las nueve de la noche, es temprano. Al encontrarse con el primer cruce de caminos, se despiden y se separan. Dos se van a la izquierda y Virginia y otra se van por la derecha, mientras tanto un coche las sigue a una distancia prudencial.

Cuando Virginia y su amiga ya van adentrándose en la calle que las lleva a sus respectivas casas, se detiene el auto a su altura.

Subid que os acerco a casa.

Las dos niñas reconocen a la madre del farmacéutico y entran dentro del auto.

Gracias, señora.

No hay de qué, preciosas. No entiendo como vuestros padres no os recogen a la salida de la discoteca. ¿No tenéis miedo de que os puedan hacer daño?

Aquí nunca pasa nada, señora. —Dice la amiga de Virginia sonriendo—

No pasa hasta que un día ocurre y luego vienen las lamentaciones. Y muchas veces sois vosotras las culpables, que os gusta provocar a hombres que os ven ya mayores, aunque legalmente no lo seáis. Las niñas se miran entre si como desconfiando de una señora tan rara.

Llegan a la casa de la amiga de Virginia. El coche se detiene y se bajan las dos.

Virginia, ¿en serio que no quieres que te acerque a tu casa?

No señora, gracias. Es temprano y me voy a quedar aquí un rato hablando con mi amiga.

Como quieras.

Las niñas se quedan en la acera charlando. La madre de Rodolfo la mira por el espejo retrovisor mientras se aleja. Su casa es la del final de la urbanización, arriba de la colina.

Transcurridos unos diez minutos pasa otro coche que a la altura de las adolescentes circula a 30 km/h. Está oscuro y no se distingue al conductor que enseguida acelera y se deja de ver al dar la curva.

Bueno, hasta mañana. —Dice Virginia disimulando cierto nerviosismo.

Virginia, ¿llamo a mi padre para que te acerque a casa?

¿Estas tonta? Son las 21:15 es pronto, en diez minutos ya estoy en mi casa ¿No me digas que ahora vas a tener miedo por lo que dijo esa paisana? Es tan rara como su hijo.

Las dos rien y Virginia se vuelve a despedir de su amiga, la cual piensa en verla al día siguiente que tienen que ir a la iglesia.

Virginia va caminando a paso ligero. Al torcer la curva, en lo alto de la cuesta se ve la casa donde vive con sus padres, a ambos lados hay más viviendas dentro de muros por los que asoman las copas de cipreses. Justo delante de los portones de acceso a la finca donde vive Virginia con sus padres hay un coche oscuro aparcado. Virginia mira para todos lados y comienza a correr hacia su casa y a la altura del coche la puerta se abre. Una voz masculina en susurro le manda con cierto tono de prisa subirse al coche y ella con nervios y muy seria se sube.

Mientras tanto dentro de la casa Evaristo, era el padre de Virginia, una adolescente. Él era un aficionado a la lectura y en ese momento intentaba leer un libro para relajarse porque estando próxima la hora de llegada a casa de su hija siempre se ponía intranquilo, la verdad es que no se está pendiente de cualquier ruido del exterior, por mínimo que sea. De repente oye primero el motor de un coche arrancando y luego el flojo roce de metal contra piedra. El padre de Virginia al oír el chirrido fuera de su finca deja el libro tirado en la butaca y se dirige corriendo a la planta de arriba a mirar por una ventana, solo llega a ver la trasera de un coche oscuro y por la forma del maletero parecía un SEAT 124. Evaristo mira su reloj que marca las 21:30, es la hora en la que su hija debería estar entrando por la puerta de casa. Entonces decide salir hasta el portón del garaje a averiguar qué desperfectos pudo ocasionar el coche que apenas vio.

Una vez fuera de su casa, en la acera ve que tan solo hay un rayón de pintura negra o azul marino. Mira hasta donde abarca su vista en busca de su hija, todo está tranquilo y en penumbra, con la pobre iluminación de las farolas. No ve a nadie. Entra en su casa y habla con su mujer. Los dos están de acuerdo en que su hija adolescente ya debería estar en casa, su horario de llegada era como muy tarde las 21:15 y ya eran las 21:40. Deciden llamar a sus amigas. Una por una les dicen lo mismo. Las adolescentes ya están en casa y cuando se despidieron de Virginia, se dirigía tranquilamente al hogar.

Evaristo y su mujer hablan de ir a denunciar la desaparición de la chica, es menor y no se debe esperar ni siquiera 24 horas. Su mujer se queda en casa por si pudiese aparecer. Evaristo se pone ropa de calle y se va al cuartel de la guardia civil. Rápidamente la benemérita llama a las familias de las amigas de Virginia y les pide que se acerquen al cuartel. Una de las jóvenes recuerda como un señor mayor las invita a un refresco y Virginia habla con él. Era el farmacéutico.

El agente de la Guardia Civil llama aparte a su compañera y le indica que las primeras horas son cruciales. Hay que ir a buscar al farmacéutico para interrogarle.

A las once de la noche estaba entrando por la puerta de su casa Rodolfo, se asomó a la cocina y resoplando entró y se sentó a la mesa a comer una tortilla de patatas que su madre le ha dejado preparada. Luego subió para su cuarto muy despacio, sin hacer ruido, se asomó a la habitación de su madre que estaba oscura e imaginó que su progenitora estaría dormida así que decidió no decir nada.

Rodolfo, estoy despierta.

Buenas noches, madre. La tortilla, como siempre, la mejor del mundo.

Hijo, has tardado mucho.

No madre, es que siempre me echas de menos.

¿Qué hora es?

Temprano. Que descanses, madre. —La madre enciende la luz y mira el reloj despertador que tiene sobre la mesilla de noche, mientras Rodolfo se dirige a su cuarto, y antes de adentrarse en él suena el timbre de la puerta.

¡Rodolfo!

Sí, madre, ya voy a ver quién es.

Ten cuidado, es muy tarde.

La madre del farmacéutico se levanta, pone su bata de casa y baja a ver quién habla con su hijo en la puerta de casa.

Rodolfo ha dejado pasar al hall a una pareja de guardias civiles. La madre de Rodolfo interrumpe la conversación.

Sea lo que sea mi hijo está en casa desde las 21:15

Señora, estamos hablando con él. —Dice un agente.

Bueno, pero él no ha hecho nada.

Rodolfo, coja su D.N.I y acompáñenos al cuartel.

¿Por qué? ¿De qué se le acusa?

De nada señora, solo queremos hacerle unas preguntas.

Madre, ya basta. —Rodolfo sube al piso de arriba a por su abrigo y su documentación. —

Pero ¿qué pasa?

Señora, no se preocupe, solo estamos intentando encontrar a una chica.

Pero mi hijo no ha hecho nada. ¿quién es la chica?

Una adolescente de la urbanización de aquí al lado.

Tal vez se ha ido ella voluntariamente. —Dijo la señora. — Esta noche me encontré yo a unas muchachas que ya iban para casa. Eran de esta urbanización, una se llama Virginia.

¿Qué te las encontraste? —Dice Rodolfo bajando con sus cosas. —

Sí, pero no pienso ir con ustedes, se echa muchas horas allí, luego atan cabos y vienen a detenerte a ti. —Le dice a Rodolfo apuntándolo con el dedo índice—

¿A mí por qué? Madre, no digas tonterías.

A ver, a ver, señora, ¿A él por qué?

Pues no sé, se me acaba de ocurrir.

Señora, usted se viene también.

Los guardias ponen a madre e hijo en el asiento de atrás de un coche civil de color blanco.

Madre ¿qué tonterías dices? ¿eh? —hablando al oído de su progenitora.

¿Tonterías? ¿Teniendo el problema que tienes? Acuérdate de lo que hiciste hace diez años. Yo te salvé de un buen lío en el que te estabas metiendo.

Madre, tú te metiste en mi relación sentimental. Aquella chica era mi novia.

Serás estúpido! ¡Qué poca sesera tienes! ¡Qué no puedes tener novias de catorce años cuando tú tenías treinta! Y ahora con cuarenta ¿has mejorado? ¿Por qué no tienes novia?

Porque no quiero.

Los agentes miran a Rodolfo y su madre con mirada desconfiada.

A varios km de Gijón un coche oscuro circula por la villa marinera de Candas, la cruza y la deja atrás. Se mete por los caminos escarpados de la entrada a una aldea sin llegar a Luanco, seguidamente deja a un lado la aldea y se acerca cada vez más a la costa, hasta estar cerca de una vieja casa de piedra construida sobre un acantilado.

La persona del coche cubierta con una gabardina, sombrero de ala ancha que no dejaba apreciar su rostro y guantes de piel negros por los que no se podía reconocer sus manos. Coge en brazos con mucho cuidado y esfuerzo a un paquete que se podría sospechar ser un cuerpo humano envuelto en un plástico negro. Lo posa sobre el suelo del porche de la entrada de la casa. Después de abrir la puerta arrastra a el paquete hacia adentro y cierra la puerta.

En el cuartel de la guardia civil de Gijón, Rodolfo y su madre estaban en salas diferentes, cada uno con una pareja de agentes. Los estaban interrogando a cerca de Virtudes y los dos colaboraban amablemente.

Yo dejé a Virginia con una amiga, sobre las 21:10, creo. Ella quiso quedarse, yo la habría llevado hasta su casa, pero quiso quedarse, entonces yo seguí el trayecto hasta mi casa, hice una tortilla para la cena y luego de cenar me acosté. Mi hijo vino poco después.

En la sala contigua estaba Rodolfo hablando con los agentes.

Vi a las chavalas en la discoteca, se pusieron a mi lado en la barra a pedir su consumición y las invité porque me apeteció. Creo que eso no es delito. Oigan, aún no sé que hacemos mi madre y yo aquí, ¿qué ha pasado?

Virginia no ha llegado a casa y es una menor. —Contestó la agente. —¿Dónde estaba usted a las 21:30 de esta noche?

En el bar de enfrente de la discoteca.

¿Puede confirmarlo alguien?

Mi amigo Florencio y el dueño del bar.

Está bien Don Rodolfo, ahora dígame, —¿A qué hora llegó a su casa?

Mi madre ya estaba en casa, tenía la cena preparada. Creo que sobre las 23:00 h, no lo sé exactamente.

Los agentes de la sala donde está la progenitora del farmacéutico escuchan atentamente.

Mi hijo entró en casa a las 23:00 h. Lo sé porque no me duermo hasta que llega y me parecía que estaba tardando.

Antes en su casa dijo que había llegado 21:15.

Estaba nerviosa, pero llegó a la 23:00. ¿Creen que mi hijo la ha hecho desaparecer? Yo sé que le gusta mirar a las jovencitas, pero nunca les ha hecho nada. No es delito mirarlas.

¿Cómo que le gusta mirar a las jóvenes?

A las adolescentes, sí, pero de ahí a hacerles daño va mucho trecho.

Los agentes se miran entre ellos y deciden salir de la sala, los otros que interrogaban a Rodolfo están también fuera y los cuatro se reúnen en el despacho del capitán.

Comentan las respuestas de madre e hijo y ven luego comprueban que Rodolfo no miente, ha estado con su amigo en ese bar. La madre no sabía nada y lo que hacía era incriminar al hijo sin querer.

La madre había contado que había ido a jugar a las cartas en casa de una amiga y llamaron a esa señora y coincidía. Les dicen que alguien los va a llevar a casa, que todo está correcto. Rodolfo recordó de repente que en la discoteca hablaba con un chico de unos veinte años que pregunten a sus amigas por él.

En casa de Virginia sus padres están tomando café, inquietos, esperando tener noticias por si llega o por si un secuestrador llama para pedir un rescate. Están en silencio, escuchando el tic-tac del reloj de pared del salón.

A 19 km del cuartel de la Benemérita de Gijón Virtudes está dentro de la casa de su abuela.

Virtudes, es la última vez que hago esto. Lo he pasado horriblemente mal. Los chillidos que pegaba. ¡La madre que la parió!

Bueno, no dejes aquí eso, llévalo a que se desangre al apero de ahí fuera.

¿Otra vez a cargar con el fiambre?

Está bien, yo te ayudo, quejica.

Se lo llevan entre los dos para colgarlo de un gancho del techo del apero.

Dicen que no sufren, pero la degolló y no veas…

Esto nos va a dar dinero ya verás.

Virtudes tiene las manos llenas de sangre y se va corriendo al cuarto de baño de la casa quitarse toda esa sangre. Su reloj de pulsera marcaba la una y media de la madrugada.

A esa misma hora llama Evaristo al cuartel de la guardia civil para informarles que a su hija la acababa de dejar un chico mayor que ella en casa, les informa que vienen de los dos de un concierto en una sala de fiestas de Oviedo.

Virginia esta en su habitación, acaba de recibir dos tortazos bien dados de su padre y su amigo está en su casa, no cuenta ningún problema ni a sus hermanos ni a los padres.

Rodolfo está en su casa, aún no sabe que ya ha aparecido Virginia, no puede conciliar el sueño, en cambio a su madre se le oye roncar como una marmota.

Más allá de Candás amanece en la casa de la abuela de Virginia y Sebastián. Los dos primos parece que se han trasladado a vivir allí.

No tienen teléfono fijo y todavía no había teléfonos móviles. Eso era lo más apartados que podían estar de la civilización. Podían trapichear con los corderos robados, a eso se iban a dedicar. A vender cordero ya desollado a carnicerías de la zona, aún no estaba el sello del certificado de higiene del matadero.

FIN













 

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Mientras ellos discutían agresivamente por quién se quedaría con la propiedad de la casa, por el coche deportivo último modelo, por la colección de esculturas y por la villa de veraneo de la costa, sus abogados, al otro lado de la mesa, se escribían y enviaban notas y señales para conseguir un acuerdo civilizado. Un chillido detuvo el proceso dentro de la sala de reuniones. Afuera, varias palomas en vuelo rasante chocaban contra el ventanal; dejando un rastro de cristales, sangre, tripas y plumas. Poniendo a la ex pareja en pausa y a los abogados mudos y a punto de perder sus juicios.

 

 

 

 

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