Me ha tocado la lotería y me
he tenido que enfrentar a varios problemas. En un principio pensé en
comprar un piso amplio y luminoso en primera línea de playa, el
sueño de toda mi vida. Pero mis hijos no estuvieron de acuerdo. Cómo
iba su madre a comprarse un superpiso pasando ellos estrecheces. Me
sentí culpable. Si aún viviera mi marido sería distinto porque el
lo compraría y tan pancho, nadie le diría nada, porque en casa
siempre ha sido “papá es así”. Y a papá se le perdonaba y se
le consentía todo. Pero a mí no. Yo tengo que ser la mamá
perfecta, la que siempre está ahí, la que nunca dice nada porque
las verdades molestan. Y claro, mamá no va a hacer eso porque sería
una mala mamá. Además, me preguntaron, para qué quieres un piso
grande para ti sola. Les contesté que igual no iba a estar siempre
sola y menuda montaron. Si solo hace dos años que se fue papá y ya
estás pensando en otro. Me costó convencerlos que lo dije por
decir, que no tengo pareja ni estoy pensando en tenerla, bastante
tuve con aguantar al cargante y egoísta de su padre. Bueno, esto
último no lo dije, me lo guardé para mí. Son tres víboras mis
hijos. Los quiero pero no por ello dejo de reconocerlo. Me sentí tan
presionada que no compré el piso. Les di a cada uno la misma
cantidad de dinero, con la que quedaron contentos, porque como los
conozco bien fui precavida y les mentí sobre la cuantía del premio.
Y me mudé a un bonito piso de alquiler tras vender mi antigua casa y
entregarles a ellos todo el dinero de la venta. Al fin y al cabo
tenían razón, para qué quería un piso grande en propiedad a mis
años. En alquiler estoy mucho mejor, sin obligaciones de derramas
ni comunidad ni nada de eso. Y así cuando me muera no se
despellejarán entre ellos. Lo que no saben es que no paro de viajar
porque entre que viven lejos y que nunca tienen tiempo para venir a
verme no se enteran. Ahora estoy dando una vuelta por la Costa Azul.
Esto es un sueño. Hoteles de lujo, restaurantes afamados, sol,
playa… Nunca en la vida había imaginado que se pudiera vivir de
esta manera, y mucho menos yo. El único problema eran las vídeo
llamadas, algo que me solucionó un chico muy majo. Se llama Gael, no
sé si de verdad o es un alias para el trabajo. Lo suelo llamar una
vez al mes y es un encanto, aunque un poco caro. El primer día me
dio un poco de apuro, aunque su profesionalidad hizo que todo fluyera
con naturalidad y quedé más que satisfecha. Me lo recomendó una
amiga nueva y adinerada que conocí en un viaje a Canadá. Ella
también estaba harta de su marido y no quiere oír hablar de un
nuevo hombre a su lado. Si me lo dicen hace años no lo creería, es
más, negaría horrorizada que yo un día fuera a solicitara ciertos
servicios de un joven guapo, elegante, simpático y algunas cosas
más, entre ellas ingeniero informático, aunque lo de trabajar a
horario y sueldo fijo no va con él. En fin, que Gael me lo arregló
para que cuando mis hijos me hacen una vídeo llamada, esté yo donde
esté, siempre aparezca de fondo alguna parte de mi casa. Así que me
llaman, creen que estoy en casa y quedan tranquilos. No sé cuánto
tiempo me quedará para disfrutar de esta, para mí, nueva vida, pero
pienso aprovecharlo a tope. Luego, cuando llegue el momento de parar,
ya tengo elegida una residencia preciosa, con habitaciones bien
decoradas y unos jardines maravillosos. Entonces mis hijos se
preguntarán de dónde saqué tanto dinero, pero llegados a ese punto
será fácil disimular una pérdida de memoria. Y si la memoria me
fallase de verdad para eso están los papeles que firmé ante notario
y la abultada cantidad que tengo depositada en el banco. Nunca en la
vida he sido tan feliz como ahora. Soy viuda, rica y liberada de
obligaciones familiares. ¿Qué más se puede pedir?
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