Intentaba
calentarme bajo el tímido sol invernal, sentada en el pequeño muro
que separaba la cancha de baloncesto de la de futbito, contemplaba
pensativamente el brillo de la cerámica en la pared del edificio
cuando sonó mi móvil guardado en el bolsillo interior del abrigo.
Sonido inusual porque desde hace tiempo nadie me llama, ni me envía
mensajes de ningún tipo, creo que por fin me he vuelto invisible,
salvo a la hora del aseo, momento en que sí desearía ser
completamente invisible.
Con
cuidado abro la cremallera y sacando el aparato compruebo que es una
noticia, lástima porque me había hecho ilusiones. Al leerla
informan que el mayor fabricante de pañales del país dejará de
hacerlos para bebés y se dedicará en exclusiva para mayores, que
astutos son los empresarios como se nota que van en busca del
negocio.
Doy
un paseo alejándome del asiento, sus gélidas piedras comenzaban a
calar en mis fofas carnes. Empecé a recordar cómo era el entorno
en mi niñez. Los columpios y tobogán de la parte más alta de la
loma se han reconvertido en pedales y manivelas para fortalecer
brazos y piernas. La cancha deportiva cubierta, ahora vacía, se usa
para pasear y jugar a la petanca. Los gritos y aplausos que tanto
bullían en sus buenos tiempos han dado paso a quejidos y ayes
lastimeros al mover dificultosamente sus huesos las usuarias.
Me
dirijo al interior por la entrada principal, antaño reservada a
visitas familiares o personalidades y ahora ser la única en llano,
por donde todos accedemos. Las pocas veces que de niña la usé
imponía mucho debido al ambiente de calma y sosiego ayudado por
diferentes rincones en los que eran atendidos padres o visitantes.
Según se accede al interior, el ancho pasillo se hacía eco de
gritos, charlas en voz alta, en fin, el bullicio de chiquillas
aprendiendo a vivir y recibiendo conocimientos para luego ser seres
de provecho. A la derecha se encontraba la capilla, más grande que
algunas iglesias parroquiales de la ciudad. En su altar principal
con forma de medio círculo, colgaba una gran cruz con un cristo
crucificado, si le observabas fijamente parecía devolverte la mirada
indicándote que guardaras el debido recato al lugar. A sus
laterales lados tenía dos esculturas, una de la virgen y otra de la
madre fundadora, quienes también parecían mover sus manos si te
quedabas absorta contemplándolas. Los bancos reclinatorio para
seguir la ceremonia religiosa han desaparecido, ahora el espacio está
repleto de mesas redondas para poder alimentar a las residentes, se
ha convertido en un comedor. El confesionario lo han ocupado
alacenas donde almacenar platos, manteles y cubiertos. La concha del
agua bendita se ha transformado en un pequeño surtidor con
estantería donde se apilan jarras y vasos. Los cuadros del vía
crucis se han mantenido de momento como reminiscencias del pasado o
quizás porque aún no tenían presupuesto para cambiarlos.
Si
antaño subía y bajaba escaleras de dos en dos para llegar más
rápido a mi destino, ahora utilizo un montacargas instalado al final
del pasillo aprovechando un hueco exterior, a una ya le cuesta doblar
las rodillas. Añoro el jaleo que había en los cambios de clase,
las carreras al baño para aguantar bien las eternas horas de clase o
beber un poco de agua en un vaso de papel creado con una hoja del
cuaderno. Los cotilleos sobre profesores, compañeras o personajes
famosos, mientras esperabas turno para entrar en el cubículo del
inodoro, no tenían desperdicio y siempre vigilante para que la
chivata de turno no te oyera.
Qué
tiempos aquellos, las aulas con grandes ventanales protegidas del
frío por unas simples persianas de lamas que cada poco se rompían,
pupitres que según crecías lo hacían también contigo, ya no
están, su lugar lo ocupan una docena de camas separadas por cortinas
para preservar cierta intimidad de las residentes. Los percheros
donde antaño colgabas abrigos, mandilones o la bolsa con la merienda
han dado paso a taquillas donde guardar ropa o enseres personales de
las usuarias, y el silencio que imperaba cuando la profesora llegaba
para dar clase ahora es continuo, solamente roto por los ronquidos o
toses de las ancianas.
Quien
iba a decir que edificios antaño llenos de vida que albergaban y
preparaban a futuras generaciones iban a ser habitados por las mismas
en estado de senectud. El ser humano está llamado a su
desaparición, no por una catástrofe natural, sino por su propio
egoísmo, será cuestión de dos o tres generaciones, el proceso está
en marcha y no parece tener vuelta a atrás.
Mientras,
ensimismada en mis añoranzas, camino del comedor recibo nuevamente
un mensaje en el móvil, con torpeza lo abro y leo: “El mayor
fabricante de pañales de Japón dejará de fabricar para niños y se
volcará con el de ancianos. Han comenzado a adaptar varios colegios
como residencias de tercera edad, debido a la falta de niños para
ocuparlos”. Tristemente y por desgracia “cualquier parecido con
la realidad no es pura ficción”.
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