Me preguntaba en qué momento se había complicado tanto ser poeta mientras miraba la primavera renacer tras los cristales, removiendo un colacao hirviendo.
Primero fue la multa, pagada como buen ciudadano. Luego la inscripción en el censo regional de poetas, que desconocía, abonando las tasas por un año. Luego llegaron los coches municipales con sus sirenas a la hora en que me situaba para recitar en las puertas del parque. No se me escuchaba. Pero resistí.
El colmo llegó en forma de palomas y estorninos, que manejadas por un dron, me lanzaban sus palominos apestosos.
Quizá fue entonces cuando mis versos abrazaron un sentimiento de prudente despedida.
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