Estridencias - Marián Muñoz




No hace ni un mes celebramos la boda de mi hermano, y digo bien celebrar porque el hecho de casarse tuvo lugar seis meses antes, una pequeña reunión de seis personas en el salón de actos del Ayuntamiento y otros cuatro esperando afuera, el protocolo mandaba a pesar de ser un día de celebración. Ni besos, ni arroz (está prohibido porque ensucia) ni abrazos, todos con la cara tapada como bandoleros de mirada sonriente, nos chocamos los codos y hasta más ver. Fotos las justas y en actitud separada, para los diez que éramos abultábamos como treinta, además con prisa por dejar la entrada de la casa consistorial libre pues detrás había otro casorio.

Al regreso a casa vi tristeza en la mirada de mis padres no por perder a un hijo puesto que hacía cinco años que vivían juntos en otra ciudad, sino porque una jornada de dicha y felicidad estaba tapada por mascarillas y reglas separatistas de convivencia. Yo me atrevo a deducir que fue tan distinta a la suya o a la de mis abuelos que más que alegría daba pena. Sin que me vieran saqué una vieja caja de latón donde mamá guarda fotos de mis abuelos, entre ellas las de su boda, fotos pequeñas en blanco y negro si no es porque miles de veces la abuela me cantó los nombres de los retratados no sabría deducir quienes eran. Por parte de la abuela nueve hermanos con sus consortes e hijos, cuatro el que menos tenía. Por parte del abuelo seis hermanos de ellos cinco casados y con otros tantos niños apenas algún amigo. Todos juntos posando, o pegaditos en grupos familiares, se veía arroz por el suelo, flores en las manos y el jolgorio natural de una celebración, a pesar que el testimonio era en blanco y negro se adivinaban las mejores galas de cada uno incluso del más pequeño. Entre tanta foto apareció el recordatorio del menú del banquete: Consomé de Ave, pollo asado y para rematar helado con un trozo de tarta nupcial.

Las guardé enseguida pues no quería que me pillaran y evitar comparaciones. Seguí después la consulta al álbum de boda de mis padres. Fotos grandes con esplendido color, caras sonrientes, besos, serpentinas y arroz por el suelo, abrazos y todos apiñados para salir en la foto. Teniendo en cuenta que mi madre tenía cinco hermanos y papá tres, al ser los últimos en casarse había muchos niños y adolescentes además de amigos de los abuelos, amigos de mis padres, hasta el señor cura que los casó y otro más estaban por allí. Calculé que unos noventa o cien personas dispuestas en mesas redondas de diez, algunos muy juntitos posaban sonrientes en las fotos, la alegría era palpable, sobre todo al final de la comida y antes del postre, el tío Valentín casi se carga la tarta nupcial por un tropezón. También guardan como recuerdo el menú del banquete: Entrante de mariscos con ñoclas, centollos, langostinos y vieiras, Crema de bogavante, Lubina al champán, ternera asada y para repetir cordero asado, de postre además de la tarta nupcial biscuit glasé. Agua, vinos, cafés, chupitos y a las nueve de la noche unos canapés acompañados de langostinos y tarta charlota más cafés. Me pareció brutal tanta comida, menudo saco debían tener para probar de todo.

Dejé el álbum en su lugar y me dediqué a pasar las fotos que había tomado con el móvil al ordenador, tenía en mente hacer una composición para cuando celebrásemos la boda de mi hermano. Ese día llegó, también nos pusimos nuestras mejores galas, el restaurante tenía un entorno maravilloso, un pequeño palacete con carpas abiertas en los jardines, mesas de cuatro personas separadas convenientemente según la normativa vigente. Una mesa presidencial donde figuraban los novios y los padres, el resto dispersos aunque nos sentíamos juntos. Hubo fotos con cada grupo de convivencia invitado y mascarilla puesta. Algunos mayores de la quinta de mis abuelos supervivientes de la pandemia, algún tío mío y de la novia que a pesar de las circunstancias se animó a compartir la fiesta porque la gran mayoría declinaron la asistencia, tan reciente el final del estado de alarma muy pocos se lo creían. Algún amigo de los novios y los de casa, a pesar de estar al aire libre sólo había cabida para el cincuenta por ciento de aforo. Sólo hubo dos niños porque tal y como están las cosas es difícil tenerlos. El menú he de decir que fue original: Entrantes.- Dos crujientes de langostinos, dos croquetas de chipirón, dos saquitos de almejas en salsa verde, cecina con dulce de manzana y tostas de paté de cabracho (en platos individuales); sopa de miso y calabaza con queso trufado y cebolletas; rosbif a la inglesa con puré de manzana y pudding de Yorkshire; para terminar tarta nupcial con helado de mango e higos; bebidas y café además de chupitos sin alcohol post comida. Lo más gracioso fue acercarme a las mesas de los mayores haciendo fotos a la vez que contaba los pastilleros posados sobre ellas, unos cuantos la verdad, ahora entiendo porque dicen que estamos sobre medicados, ni siquiera en una celebración olvidamos la medicación.

No ha pasado ni cien años entre las tres celebraciones y el cambio me parece preocupante, algunos detalles de la comida hasta chirrían con tanto nombre y tan poca cantidad, por demás la pandemia está modificando no sólo hábitos sino la forma de relacionarnos, es notorio que las familias son cada vez más pequeñas, cuando antes había cinco, siete o diez hijos, ahora hay dos si es que los hay. El ritmo de vida, nuestras exigencias mundanas de bienestar y la dificultad de sacrificarnos unos años en aras de criar a nuestros vástagos está llevando a la desaparición de nuestra sociedad tal y como la conocíamos por otra que viene de fuera y cuyas preocupaciones son bien diferentes.

Cuando contemplo esas fotos añoro aquellos tiempos en que lo importante era la familia, entre todos se ayudaban cuando había dificultades, el trajín tranquilo que hervía en las casas. Los vecinos eran como familiares al tener trato diario afable y servicial, lástima que todo se pierda. Los ruidos de los que nos rodeamos mientras vivimos actualmente son tan estridentes que no nos permiten apreciar la vida sino pasar por ella hasta que paramos por enfermedad, una desgracia o un alejamiento bien ganado de la actividad, es entonces cuando la disfrutamos sin estridencias.


Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.