El final del verano siempre dejaba impreso en el sentir de María una dulce- amarga nostalgia que no encontraba como describir. Desde muy temprana edad aquellos largos vacacionales veranos acababan con un sabor envolvente de alegría y pena a la vez. La confundía esta amalgama de emociones tan ambivalentes y dispares que conseguían la mezcla brumosa de los opuestos. Algunas veces paraba el motor de su veloz vida y buscaba una explicación racional a tan extraña conmoción.
Hoy lunes diez de octubre embebida en la contemplación del paisaje y de los arboles otoñales que muestran ya su vestido nuevo volvió a sentir la punzada de esa rara sensación. Quiso fundirse en el rojo cobrizo del arce y del serbal, en los ocres y marrones del abedul, en el amarillo del haya y el nogal… Siempre había deseado vivir como ellos, raíces ancladas en la tierra avanzando y creciendo bajo ella para abrazar y compartir a sus hermanos más cercanos y tronco y ramas apuntando al cielo, erguidos en busca de la luz, del sol, de la vida. Hoy lunes diez de octubre recompondría el recuerdo de sus veranos en la búsqueda de esa evolución y el origen de esta melancolía.
Desde muy pequeñitos, todo lo pequeñitos que puede evocar la memoria de María, mamá partía todos los veranos con ella y su hermano Juan, a Fuentesbravas. Los abuelos vivían en el pueblo y las labores agrícolas del verano eran pesadas y fatigosas, pero allí estaban las manos incansables de mamá que lo mismo segaban la mies que bieldaban los cereales o preparaban el cocido que todos compartían en la era. Vacaciones infantiles llenas de risas, juegos y cantos, de amigos y compinches, de imaginación al poder y exentas de la más mínima tristeza y que hacían desear la estación del verano durante todo el año.
Y llegó la adolescencia y los primeros amores tiñeron de ilusión el corazón de María y seguramente en esa experiencia se fijó también parte de ese sabor amargo que aún perdura. Carlos le ofreció un mundo romántico adornado por frases que la fascinaban al mismo tiempo que las manos del enamorado recorrían su cuerpo despertando en ella sensaciones desconocidas bajo besos apasionados. Pero un día María se encontró a Carlos besando a Lucia, la bella de la pandilla. Esa sensibilidad intensa que María siempre pone al respeto por la verdad, dejó una huella en su persona y en todas las relaciones amorosas que siguieron en sus días y la impronta de la desconfianza la acompañó siempre nublando la dicha.
¡Que sutilezas nos cambian la vida!
Fue en la juventud explosiva en belleza y vigor cuando María conoció a Román. Vivía en el pueblo y cuidaba sus ovejas. –“No es pastor”- decía su madre,-“Es ganadero”-. Pronto surgió entre ambos la llama de un amor sosegado como Román, ardiente como María. La paz y la ternura que inspiraba Román le devolvió a María la fe en la fidelidad de los hombres. Y durante muchos, muchos veranos, las vacaciones fueron una balsa de serena pasión, de espera ansiosa por el estío ya que Román se quedaba al final del verano atendiendo a sus ovejas y Fuentesbravas era el lugar de su felicidad y de la desventura de su separación pues María volvía a esa ciudad lejana donde se desenvolvía su vida entre la rutina cotidiana y la dulzura de los recuerdos.
Este último verano Román ya no cuidaba sus ovejas, mientras ellas balaban felices al abrigo del casar, el invierno crudo enfermó el cuerpo de su cuidador y su alma voló a otros lugares. María llegó a tiempo de tomar sus manos y así enlazados él pasó el túnel oscuro que lleva a la luz. Todos los años cuando la primavera termina de detonar sus colores, María vuelve a Fuentesbravas y revive toda su historia de amor. La alegría de los amantes y todos sus momentos felices, la tristeza de un adiós que yendo más allá del próximo verano deja abierta una puerta a la esperanza de un encuentro algún día, en la eternidad.
Ya conoce la procedencia de su nostalgia vacacional. La miel y la hiel de la vida la experimentó profundamente siempre en vacaciones.
Lleva su sabor.
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