Aun no había amanecido, pero las voces de la calle le obligaron a abrir la ventana. La larga fila de pedigüeños, arribistas y menesterosos formada a la puerta de la Dirección General de Asuntos Interiores se perdía doblando la esquina. Ya se habían fundado grupos, pedido turnos, confiado secretos y hasta prometido futuras prebendas en cargos inexistentes. Cerró, se hizo un café aguado, se vistió y bajó a la calle, haciéndose el despistado.
Todavía no le había llegado la carta con el oficio de desahucio, estaría al caer. La de despido le miraba desafiante cada vez que abría el frigo. Mañana o pasado mañana, a no más tardar, se acercaría a los últimos, preguntando si alguno sabía de alguien que tuviera mano en aquella Dirección.
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