Argimiro
era pintor de brocha gorda, como lo había sido su padre y antes de
él, su abuelo. No le gustaba nada su profesión. Siempre manchado de
pintura, siempre soportando aquel olor nauseabundo que le entraba no
solo por la nariz, por las orejas y por lo ojos también; y ya no
digamos cuanto tenía que rascar pintura y pasarse horas dándole a
la espátula.
Un asco completo.
El
día en que su tío Ambrosio le dejó subirse a un tractor y tomó
por primera vez un volante entre sus manos, decidió que conductor
sería una buena opción, a pesar de que no tenía carnet de conducir
ni suficiente cabeza para sacárselo. Fue a un desguace y compró un
microbús recién depositado, ante el estupor del dueño del desguace
que preveía una desgracia inminente. Así fue. Argimiro estampó el
microbús contra la última casa que acaba de pintar. Tuvo suerte y
no le pasó nada. Sólo tuvo que volver a pintar la casa.
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