Alrededor de mi casa no había nada. Vivíamos aislados, entre
el bosque y el lago. El lugar era digno de los pinceles de un pintor, pero mi
hermano y yo, pasados los primeros días, comenzábamos a aburrirnos de mirar el vuelo de
los pájaros, de pescar en el lago o de caminar por los numerosos senderos del
bosque. Durante el curso escolar vivíamos fuera y sólo volvíamos por las vacaciones
de Navidad, Semana Santa o los meses de verano. En esta ocasión yo había venido
antes de tiempo, al aprobar la última asignatura de mi carrera de Bilogía. Por
delante se me presentaban unos meses libres, antes de incorporarme a un equipo
de investigación sobre el comportamiento de los petirrojos.
A mí me gustaba mucho mi casa. A mi hermano, dos años menor
que yo, no le gustaba nada. Siempre decía que en cuanto pudiera ganarse la vida
se emanciparía y no volvería más que para pasar como mucho una semana con mis
padres. Ellos lo sabían y se habían resignado a pasar la vida solos, como la
pasaban la mayor parte del año. Pero los veía felices. Mi madre había
convertido el desván de la casa en su taller. A mí me encantaba estar con ella,
sentada debajo de la claraboya por la que se filtraba un chorro de luz natural,
leyendo en silencio, mientras ella creaba cuadros llenos de tanta vida y color
como el entorno que la rodeaba. Esa tarde, había estado pescando con mi padre,
actividad a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre. Después, subí a
mi cuarto a seguir el vuelo de los pájaros con mis prismáticos nuevos.
Y fue siguiendo el vuelo de un petirrojo cuando lo vi de
repente, frente a mí, como si pudiera tocarlo con solo alargar la mano. Me
asusté y los prismáticos cayeron al suelo. Había visto a uno de ellos y no
podía verlos. Estaba prohibido. Prisionera de unos nervios incontrolables, me
agaché, recogí los prismáticos y lentamente, con miedo, volví a enfocarlos
hacia la isla. Él me saludó ¿Cómo podía verme desde esa distancia? Era
imposible. A no ser que…Estaba claro que era “uno que piensa”, así que no podía
ser “uno que ve más allá”, o quizás sí, no sabía. En realidad no sabía nada de
ellos.
Asustada, dejé de mirarlo, y por la noche, durante la cena,
le pregunté a mi padre si era posible que “uno que piensa” pudiera ser también
“uno que ve más allá”. Él me contestó que a qué venía esa pregunta, que no
sabía, que quizás sí o quizás no, que no volviera a hablar de esas cosas.
Esa noche no conseguí dormir. Desde niña sabía cómo era “uno
que piensa”. Nos habían enseñado fotografías en el colegio con las letras
escapando de sus cabezas. Nos habían contado que eran tantos sus pensamientos
que necesitaban desprenderse de alguno de ellos y que lo hacían
descomponiéndolos en letras, para que nadie pudiera leerlos. Pero no era lo
mismo ver una fotografía que ver a uno de ellos. Me parecía increíble.
Al día siguiente, a la misma hora, a las ocho de la tarde,
volví a enfocar mis prismáticos hacia la isla. Y allí estaba él, esperándome. Me
saludó de nuevo. Mis manos temblaron pero aferré los prismáticos con fuerza
mientras decidía si seguía mirando a no. Lo hice, so pena de recibir un
castigo. Entonces él comenzó a soltar
letras al aire como si su cabeza se hubiera convertido en un diente de león,
una de esas flores que al soplarlas desaparecen esparcidas por el viento. Miré
las letras: una “q” una “r” una “s” dos “tes” una “a” una “j” ¿qué palabra
podía formar con eso? Era imposible. Él siguió soltando letras al aire. Letras
que mis prismáticos perseguían ansiosos, pero ese día no conseguí descifrar ni
una sola palabra. El juego siguió en los días sucesivos, yo siempre temerosa de
ser descubierta, aunque si alguien subiera a mi habitación creería que estaba
mirando el nido situado en el árbol frente a mi ventana. Esa era mi coartada.
Pero si lo cogían a él ¿cuál sería la suya?
Cada día me levantaba con la ilusión de que llegaran las ocho
de la tarde para verlo. Y cada día sentía el miedo atravesándome de arriba
abajo. Al cabo de diez días conseguí descifrar la primera palabra “soledad” y
después otra “escapar”. La primera encogió mi corazón de pena, la segunda lo
encogió de temor. Después vinieron otras palabras, muchas, todas ellas
desordenadas, hasta que al cabo de un mes conseguí leer las primeras frases “Me llamo Oliver y
tengo veinticinco años ¿Quieres ser mi amiga?” No sé cómo lo hice, pero era como
si poco a poco fuera capaz de apresar las palabras en el aire e ir uniéndolas
como si estuviera tejiendo una manta mágica.
Y pasó lo que tenía que pasar: nos enamoramos. Yo ya no podía
vivir sin él y él no podía vivir sin mí. Así que un día, a las dos de la
madrugada, mientras el mundo dormía, cogí la barca de remos de mi padre y
saltándome todas las prohibiciones me interné en la oscuridad del lago para ir
a buscarlo. Esa noche, el bosque, la luna y las estrellas fueron testigos mudos
de nuestro amor joven y apasionado. Nunca hasta entonces había sido tan feliz y
Oliver tampoco. Llevaba internado en la isla desde los siete años, edad a la
que separan a “uno que piensa” y a “uno
que ve más allá” de sus padres. Desde entonces había crecido con otros niños
como él, acompañados de instructores adultos que mostraban sus mismas
cualidades, y cuyo cometido era pensar para el bien de la comunidad. Al amanecer, antes de que mis padres
despertaran, lo subí a mi cuarto con la esperanza de encontrar remedio a nuestra difícil situación. Pero no habían
pasado ni tres horas cuando llegaron a buscarlo. No había escapatoria posible.
Las letras lo habían delatado al salir alocadamente de su cabeza. Cuando lo llevaban de vuelta en la lancha, los
dos llorábamos con desesperación mientras Oliver lanzaba al aire un montón de
“te quiero”. A mí me llevaron ante el juez que me obligó a dejar mi casa y a
mis padres y alejarme a más de cien kilómetros del lago. Nueve meses más tarde, nació nuestro hijo. Era
“uno que piensa”, como Oliver. Me dejaron volver a casa para criarlo. A los
siete años me lo quitarían, pero al menos podría estar con su padre. Recé porque el pequeño fuera también “uno que
ve más allá”. Mis oraciones fueron
escuchadas y enseguida pudieron verse los dos y hablarse en la distancia.
Oliver me decía que estaba bien, que me quería mucho y que me veía todos los
días. Que lo sentía por mí, pero que se encontraba tan sólo que ansiaba el
momento de estar con su hijo, de poder abrazarlo y quererlo y de enseñarle todo
cuanto él sabía. Tenían un cometido, lo había entendido al fin en su retiro de reeducación.
Ya nunca más se escaparía de la isla, porque sus pensamientos eran necesarios para
el mundo. Alguien tenía que dedicarse a ello, y a él le había tocado. Igual que
a su hijo, nuestro hijo.
El día tan temido, no por esperado fue menos doloroso. Vi a
mi pequeño subir a la barca de “los que mandan”. Lo vi decirme adiós con sus
manitas y con las letras que escapaban de su cabeza y bailaban en el aire
desordenadamente. Pero yo sabía leerlas. “Adiós mamá, te quiero mucho. Nunca me
olvides”
Pasé el resto de mi vida frente a la ventana de mi cuarto,
mirando a la isla con los prismáticos. Nunca conseguí verlos a ninguno de los
dos, pues me han dicho que están más vigilados que nunca. Pero no pueden evitar
que vea sus palabras bailando en el aire. Palabras que son la única razón por
la que sigo y seguiré viviendo.
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