Los martes y los jueves, al salir del gimnasio donde daba clases de defensa personal, hacía una visita a su abuela, que vivía a las afueras de la ciudad. Debía atravesar un bosque frondoso y húmedo, así que se ponía su abrigo azul con capucha para ir bien pertrechada contra el frío.
Atravesar el bosque en cuestión no le llevaba mucho más de cinco minutos. No tenía miedo, a pesar de sentir sobre sí aquellos ojos escondidos que la seguían con malévolas intenciones. Sabía que un día pasaría a la acción y aún así, seguía sin temerle. Lobos a ella. Ese tipo no sabía con quien se estaba metiendo.
Un noche se encontró a su abuela en la cama. Al parecer estaba un poco resfriada, a juzgar por aquella voz de ultratumba con la que le hablaba desde debajo de las mantas.
-Tengo frío, mucho frío – le dijo la buena mujer.
-Abuela, pues enciende la calefacción – contestó ella.
-Es que prefiero que me des calor tú ¿Por qué no te metes un ratito conmigo en la cama?
La chica sonrió para si.
-Claro, abuelita, ahora mismo.
Levantó la ropa de la cama y no le dejó ni moverse. Con un gesto certero le hizo al lobo una llave que le impidió realizar movimiento alguno.
-Suéltame, que me haces daño – le dijo el lobo – yo solo quería pasar un rato agradable contigo.
Estás tan buena....
-Como te vuelva a ver merodeando por el bosque en busca de niñas inocentes como yo te corto salva sea la parte ¿Me has oído? Y ahora dime dónde está mi abuela.
La abuela estaba dentro del un armario y enseguida fue liberada por su nieta. Por su parte el lobo cambió de bosque y por si acaso, decidió que en vez de intentar tener sexo con las chicas guapas, se comería a las niñas tontas. Pero eso forma parte ya de otra historia.
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¡Caray con la Caperucita moderna!
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