Ángel y Greta - La casita de gominola





Ángel y Greta eran dos hermanos que vivían en una pequeña ciudad de provincias. Estudiaban tercero de bachiller pero no les iba demasiado bien, puesto que les gustaba la juerga más que otra cosa y se dedicaban en realidad a pasear los libros de casa al instituto y del instituto a casa. Además Ángel fumaba porros y Greta bebía cerveza como una cosaca. No eran precisamente un dechado de virtudes. Su padre los soportaba medianamente, pero su madrastra estaba hasta el moño de aguantarlos, tanto más cuando los ingresos de la familia procedían del subsidio del paro y de su exiguo sueldo como limpiadora de los servicios del mercado municipal y ambos muchachos pretendía vivir como reyes. Así que una noche le dijo a su esposo que así no podían continuar, que había que darles un escarmiento y nada mejor para ello que sacarlos de casa una temporada y que supieran lo que era vivir sin recursos.
-Podemos llevarlos al monte y dejarlos allí abandonados, ya verás como así aprenden.
El padre no se mostró muy de acuerdo, pero era un hombre débil de carácter y terminó claudicando ante la insistencia de su esposa. Al fin y al cabo los chicos ya tenían diecisiete años y seguramente sabrían salir a flote solos.
Casualmente en el momento en que el matrimonio mantenía tan peliaguda conversación, Ángel y Greta regresaban a casa después de haber disfrutado de una juerga con sus compañeros de clase, y pegando la oreja a la puerta del dormitorio de sus padres, se enteraron de los malvados planes que tenían guardados para ellos.
-No te preocupes, tía – dijo Ángel a su hermana – nos llevamos una bolsa de semillas de cañamones, vamos dejando un reguero por el camino y así lo dejaremos marcado para poder regresar.
Así hicieron. El padre y la madrastra, cuando ya estaban bien metidos en el monte, les dijeron que iban a buscar unas plantas medicinales que crecían en la ladera de la montaña, que los esperaran allí, que volvían en seguida y así se marcharon con viento fresco dejando allí a los dos jóvenes tristes y desamparados. Lo primero que hicieron, para animarse un poco, fue fumarse unos porrillos y tomarse unas latas de cervezas que se habían aprovisionado, y con las mismas emprendieron el camino de regreso. Pero con lo que no contaban era con que los dulces pajarillos del bosque se hubieran comido los cañamones. Ángel maldijo todo lo que pudo y Greta se echó a llorar como una estúpida y como no tenían otra cosa que hacer se pusieron a caminar sin rumbo fijo. Cuando ya se encontraban exhaustos y estaban a punto de echarse a dormir debajo de un árbol, se encontraron de pronto frente a una casa enorme, colorida y construida con un material extraño, pues cuando se le tocaba las paredes se hundían y regresaban a su lugar, sin contar con que estaban bañadas en una especia de pequeños gránulos semejantes al azúcar. Ángel pensó que semejante visión se debía al porro que se había fumado una hora antes, pero Greta, que se encontraba en pleno uso de sus facultades mentales, se acercó a la casa, dio un mordisco a una esquina de la pared y comprobó por si misma que sus sospechas eran ciertas: la casa estaba hecha, o por lo menos recubierta, de una gruesa capa de gominola.
-Mira tío, esto es raro, muy raro – dijo a su hermano – pero lo importante es que es una casa y que si sus habitantes nos ayudan tal vez esta noche podamos dormir bajo techo. Y mañana será otro día.
Así pues pulsaron el timbre y les abrió la puerta una extraña mujer. Era bajita y sufría de sobrepeso. Las ropas que vestía eran dos tallas más pequeñas que las que realmente necesitaría, con lo cual parecía una morcilla leonesa. Tenía además una larga melena rubia teñida cuidadosamente peinada y su rostro mofletudo y colorado lucía maquillado como una furcia barriobajera. Los saludó con una enigmática sonrisa y al mirar a Ángel un extraño brillo lució en su mirada. Greta adivinó en el acto que era una viciosa del sexo y que no había sido buena idea pedir su ayuda, pero ya no podían dar marcha atrás sin levantar sospechas. La mujer les dio cobijo muy amablemente,les ofreció un chocolate caliente para paliar el frío de la coche y los condujo a sendos dormitorios. Durmieron como benditos, más al despertarse por la mañana Ángel estaba metido en una jaula y Greta atada de pies y manos a una incómoda silla de madera repujada. La mujer los observaba con una sonrisa dibujada en su rostro de foca.
-Buenos días, queridos – saludó – siento mucho como os habéis despertado, pero es el precio que tenéis que pagar por ser tan estúpidos. Yo no soy una buena samaritana ni mucho menos. Soy una enferma sexual y llevo años intentando hacer realidad mi fantasía. Un trío en la bañera. Y ahora lo voy a conseguir. Vosotros vais a ser mis conejillos de indias. Pero antes, muchacho, tienes que ponerte fuerte, porque pareces un poco enclenque y mis sesiones de sexo son maratonianas. Y tú, muchacha, me ayudarás en la ardua tarea de cuidar a tu hermano y ponerlo a punto. Después nos divertiremos muchos los tres. Por cierto ¿os gustó la gominola de mi casita? Es un experimento – repuso sin esperar a que los chicos le contestaran – pero creo que no me está dando resultado. La gominola está impregnada de aditivos para acrecentar el deseo sexual y vosotros anoche os dormisteis en seguida.
Durante siete días con sus noches Cornelia, que así se llamaba la mujer, se dedicó a esclavizar a Greta y a cebar a Ángel, mientras los muchachos pensaban y pensaban sin encontrar la forma de escapar de sus garras. Sólo cuando Cornelia consideró que Ángel ya estaba en su punto y que había llegado el momento, a Greta se le ocurrió la idea.
Se trataba de echar un polvo a tres metidos en una bañera, una gran bañera de hidromasaje que aquella bruja tenía instalada en el sótano de su casa. Greta, por orden de Cornelia, se puso a llenar la bañera de agua. Cuando ya estaba casi llena pidió a Cornelia que comprobara la temperatura, a ver si estaba a su gusto, y cuando se inclinó para tocar el agua, Greta le dio un empujón. La mujer, debido tal vez a su obesidad, andaba escasa de agilidad y a la chica le fue fácil mantenerla presionada bajo el agua hasta que sus pulmones dejaron de funcionar.
Después corrió a liberar a su hermano y cuando ya se disponían a salir de la casa, por casualidad tropezaron con un enorme cofre que había cerca de la puerta. El cofre se abrió solo y pudieron comprobar que estaba lleno de billetes de quinientos euros.
-¡Hostia! - soltó Ángel, que siempre había sido muy mal hablado – Ahora me explico por qué nunca se ven.
Metieron los fajos de billetes en unas mochilas que encontraron por allí y salieron pitando. Ángel dijo que sus padres se iban a poner muy contentos, que con aquel dinero podrían vivir con holgura lo que les quedara de vida, pero su hermana lo miró con cara de circunstancias y dijo:
-¿Pero de verdad crees que esos dos se merecen esta recompensa después de habernos dejados en el medio del monte? Ni hablar, Angelito, los que vamos a disfrutar de este dinero vamos a ser tú y yo.
Dicho y hecho. Cuando consiguieron encontrar el camino de la ciudad, tres días más tarde, se sacaron unos billetes de avión y se largaron a las Islas Caimán. Allí viven de rentas. Fuman porros, beben cervezas... son felices, sin acordarse en absoluto de su padre y de la malvada madrastra. Ya se sabe, donde las dan, las toman.




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