Felices años 20 - Marian Muñoz


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La tristeza y el miedo se apoderaron de ella, esos mismos sentimientos los tuvo cuando Martina, la tata, murió tras padecer altas fiebres, sobreviviendo a duras penas su abuela, aunque su corazón sufrió la peor parte de la enfermedad. La vida en la granja ya no era la misma, Ramón, el capataz la había alojado en su cabaña para no contagiarse, las dos mujeres sufrieron solas los terribles malestares que la gripe, llamada española, les infligieron. La abuela debilitada, sobre todo, por el amargo trance de separarse de su fiel amiga, llevaba tiempo preparando la partida de su nieta, no quería que cuando ella falleciese se quedase sola y desamparada como le sucedió a ella de recién casada. No le informó de sus planes por querer recordarla feliz mientras le hiciera compañía. Tristemente había llegado el momento de la separación.
Hilaria, la abuela, mantenía relación con una sobrina que trabajaba en una casa de la capital. Mediante carta le había rogado se hiciera cargo de su nieta, Catalina, porque a ella le quedaba poco tiempo de vida y quería que la buscara un trabajo para que pudiera sobrevivir por sus propios medios. Y allí estaba, vestida con elegantes ropajes y contando a las dos mujeres como se vivía en una gran ciudad. Un disfrute de ensueño, con aparatos de radio, gramófonos, vehículos a motor y un sinfín de artilugios que para una persona de pueblo como Catalina, la deslumbraban.
Durante mucho tiempo Lina, como la llamaban en aquella casa, perdió las ganas de vivir, aunque las tareas a que la obligaban la mantenían entretenida durante toda la jornada, dejó de sonreír. Apenas comía, aunque un plato de gachas y un poco de pan eran su único sustento para todo el día. La mujer que tan amigablemente había informado a su abuela, cambió de repente, no estaba allí para trabajar, sino para hacerle las tareas más duras y así estar ella más descansada. Un catre, una palangana con una jarra y una manta, eran los únicos elementos que decoraban la estancia donde guardaba su intimidad. Se dormía llorando, levantándose con los ojos llenos de legañas. La carbonera no era el mejor sitio para descansar, echaba de menos el aire limpio de su casa y los verdes prados por los que libremente correteaba en pos de gallinas, ovejas o vacas.
Los días iban pasando y Catalina perdía no sólo el color, sino la vida. Debilitada y confundida por su desdicha comenzó a soñar con la muerte como única escapatoria. No conocía a nadie en la ciudad, ni siquiera sabía dónde estaba ni como regresar al pueblo, no entendía como su querida abuela había permitido que la llevaran a aquel infierno, hasta que una tarde oyó música en la casa. Sin dejar de atender sus cometidos, se fue arrimando a la habitación de donde partía aquel sonido y escudriñando a través de los cortinajes, vio como de un aparato extraño salía una hermosa melodía, ésta le hizo rememorar el azul del cielo de su pueblo y el aroma de las flores cuando las cortaba. Catalina estaba salvada, gracias a la música inicio una lenta pero continuada elevación de espíritu, y retomó algo que tenía muy olvidado, la canción. Recordaba que en el campo siempre estaba cantando, bien canciones de iglesia, bien canciones populares, y a todos les gustaba oírla porque decían tenía bonita voz.
A pesar del maltrato a que la sometía Ana, su pariente, siempre parecía estar contenta, incluso cuando hacía las labores más ingratas y que realmente no estaban destinadas para ella. Contagió su alegría al resto de criados de la casa y comenzaron a tratar a la pequeña con más consideración y mimo, demostrado en mejor alimentación y mejores ropas, incluso le prepararon una modesta habitación en el antiguo palomar de la casa. Catalina era ya una más, a sus quince años estaba preparada para aprender labores más complejas, cocinar, limpiar la vajilla de plata o planchar los ricos vestidos de sus amas, quienes ignoraban su presencia aunque la habían notado en el trajín alegre de sus criados.
Puso interés en saber para quien trabajaba, quienes eran realmente sus amos y cuantas personas habitaban en la gran casa, por la cual transitaba cuando ellos salían, porque no era digna de estar en su presencia. Mientras limpiaba cantaba en voz baja para no molestar, a su repertorio había incluido las alegres canciones que en la sala de la primera planta escuchaba: “Si vas a París papá, cuidado con los apaches, si en juerga de taxis vas, procura salvar los baches”. Desconocía el significado de aquellas palabras, pero la música la animaba no sólo a ella, sino a los demás. Incluso se atrevió a dar algunos pasos de baile tan provocativos, que sus amas realizaban a escondidas de sus padres. Aquellos vestidos tan cortos, los collares tan exageradamente largos y las plumas en la cabeza, más parecían obra del diablo, pero la alegría que demostraban al bailar era contagiosa y le gustaba.
En una ocasión en que los señores y su familia viajaron a la costa para pasar unas semanas, ella y Ana se quedaron solas en la casa, su obligación era mantenerla impoluta y preparada para cuando los amos volvieran. Mientras la otra se entretenía con su novio en el dormitorio, ella conectó el gramófono tal y como había observado cientos de veces, y mientras bailaba, de su garganta salió una alegre voz que acompañaba a la música: “Mama cómprame unas botas, que estas están rotas, de tanto bailar. Ese ritmo jaranero, que hoy al mundo entero, quiere dominar. Charlestón, charlestón” El novio de Ana al oír aquella linda voz se acercó a contemplar a la muchacha, y en su cabeza surgió la idea de convertirla en artista, él trabajaba en el teatro y había sufrido chicas con peor voz que aquella niña, así que habló con su novia, tutora de Catalina, para entre los dos convencerla y hacerla famosa. Ana ya se imaginaba manejando mucho dinero gracias a la pueblerina, sería una buena manera de hacerse rica y alternar con las señoronas a las que atendía.
Las primeras pruebas resultaron cruciales para el salto a la fama que le preparaban a la pequeña Lina, lo único que le dejaron escoger fue su nombre artístico, se decidió por Lina Torner, en homenaje a su pueblo al que tanto añoraba y si era cierto lo que auguraban, pronto podría volver a él.
En efecto, las previsiones se quedaron cortas, actuó en los mejores teatros no sólo de España, sino de París, Londres y Buenos Aires, su alegría contagiosa, una gran voz dotada de innumerables resortes y gran aptitud para el baile, le concedieron fama y dinero, gestionados por Ana y su actual marido, ya que el novio descubridor del talento, no soportó los insufribles mangoneos de ésta.
Mientras tanto Catalina se codeaba con las mejores artistas de su tiempo, Raquel Meller, Imperio Argentina, Joséphine Baker o Reyes Castizo (La Yankee), por las que sentía gran admiración y recibía consejos que procuraba aprovechar.
Es en Mar de Plata donde conoce a su futuro marido, joven hombre de negocios, enamorándose a primera vista. Fue difícil salvar las reticencias de la parienta gestora de sus ganancias, pero tras un apaño económico, se vio libre de su compañía, tomando la decisión de casarse en el pueblo que tanto añoraba. Los periódicos y la radio se volvieron locos con el acontecimiento, debido a su sencillez y belleza, la catapultaron a la fama.
Recorrer el mundo llevando su arte por doquier le resultaba gratificante, los bailes iban cambiando, las ropas cada vez más atrevidas la asustaban, en el fondo seguía siendo una pueblerina recatada que gracias a su voz alegraba las vidas ajenas. Incluso la propia comenzó a dar frutos, dos vástagos la motivaron a pausar sus actuaciones y cuando la felicidad comenzaba a campar en su vida, la Segunda Guerra Mundial y luego la Civil española, la obligaron a exiliarse en Argentina, donde logró alternar con grandes artistas y políticos del momento, espaciando sus apariciones en público, y creando mayor expectación cuando lo hacía.
Catalina o Lina Torner como todo el mundo la llamaba, acabó sus días tranquila, rodeada de su familia, feliz por haber sido tan apreciada por todos, pero nunca dejó de añorar la sencilla felicidad que rodeó los primeros años de su existencia.








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