La
tristeza y el miedo se apoderaron de ella, esos mismos sentimientos
los tuvo cuando Martina, la tata, murió tras padecer altas fiebres,
sobreviviendo a duras penas su abuela, aunque su corazón sufrió la
peor parte de la enfermedad. La vida en la granja ya no era la
misma, Ramón, el capataz la había alojado en su cabaña para no
contagiarse, las dos mujeres sufrieron solas los terribles malestares
que la gripe, llamada española, les infligieron. La abuela
debilitada, sobre todo, por el amargo trance de separarse de su fiel
amiga, llevaba tiempo preparando la partida de su nieta, no quería
que cuando ella falleciese se quedase sola y desamparada como le
sucedió a ella de recién casada. No le informó de sus planes por
querer recordarla feliz mientras le hiciera compañía. Tristemente
había llegado el momento de la separación.
Hilaria,
la abuela, mantenía relación con una sobrina que trabajaba en una
casa de la capital. Mediante carta le había rogado se hiciera cargo
de su nieta, Catalina, porque a ella le quedaba poco tiempo de vida y
quería que la buscara un trabajo para que pudiera sobrevivir por sus
propios medios. Y allí estaba, vestida con elegantes ropajes y
contando a las dos mujeres como se vivía en una gran ciudad. Un
disfrute de ensueño, con aparatos de radio, gramófonos, vehículos
a motor y un sinfín de artilugios que para una persona de pueblo
como Catalina, la deslumbraban.
Durante
mucho tiempo Lina, como la llamaban en aquella casa, perdió las
ganas de vivir, aunque las tareas a que la obligaban la mantenían
entretenida durante toda la jornada, dejó de sonreír. Apenas
comía, aunque un plato de gachas y un poco de pan eran su único
sustento para todo el día. La mujer que tan amigablemente había
informado a su abuela, cambió de repente, no estaba allí para
trabajar, sino para hacerle las tareas más duras y así estar ella
más descansada. Un catre, una palangana con una jarra y una manta,
eran los únicos elementos que decoraban la estancia donde guardaba
su intimidad. Se dormía llorando, levantándose con los ojos llenos
de legañas. La carbonera no era el mejor sitio para descansar,
echaba de menos el aire limpio de su casa y los verdes prados por los
que libremente correteaba en pos de gallinas, ovejas o vacas.
Los
días iban pasando y Catalina perdía no sólo el color, sino la
vida. Debilitada y confundida por su desdicha comenzó a soñar con
la muerte como única escapatoria. No conocía a nadie en la ciudad,
ni siquiera sabía dónde estaba ni como regresar al pueblo, no
entendía como su querida abuela había permitido que la llevaran a
aquel infierno, hasta que una tarde oyó música en la casa. Sin
dejar de atender sus cometidos, se fue arrimando a la habitación de
donde partía aquel sonido y escudriñando a través de los
cortinajes, vio como de un aparato extraño salía una hermosa
melodía, ésta le hizo rememorar el azul del cielo de su pueblo y el
aroma de las flores cuando las cortaba. Catalina estaba salvada,
gracias a la música inicio una lenta pero continuada elevación de
espíritu, y retomó algo que tenía muy olvidado, la canción.
Recordaba que en el campo siempre estaba cantando, bien canciones de
iglesia, bien canciones populares, y a todos les gustaba oírla
porque decían tenía bonita voz.
A
pesar del maltrato a que la sometía Ana, su pariente, siempre
parecía estar contenta, incluso cuando hacía las labores más
ingratas y que realmente no estaban destinadas para ella. Contagió
su alegría al resto de criados de la casa y comenzaron a tratar a la
pequeña con más consideración y mimo, demostrado en mejor
alimentación y mejores ropas, incluso le prepararon una modesta
habitación en el antiguo palomar de la casa. Catalina era ya una
más, a sus quince años estaba preparada para aprender labores más
complejas, cocinar, limpiar la vajilla de plata o planchar los ricos
vestidos de sus amas, quienes ignoraban su presencia aunque la habían
notado en el trajín alegre de sus criados.
Puso
interés en saber para quien trabajaba, quienes eran realmente sus
amos y cuantas personas habitaban en la gran casa, por la cual
transitaba cuando ellos salían, porque no era digna de estar en su
presencia. Mientras limpiaba cantaba en voz baja para no molestar, a
su repertorio había incluido las alegres canciones que en la sala de
la primera planta escuchaba: “Si
vas a París papá, cuidado con los apaches, si en juerga de taxis
vas, procura salvar los baches”.
Desconocía
el significado de aquellas palabras, pero la música la animaba no
sólo a ella, sino a los demás. Incluso se atrevió a dar algunos
pasos de baile tan provocativos, que sus amas realizaban a escondidas
de sus padres. Aquellos vestidos tan cortos, los collares tan
exageradamente largos y las plumas en la cabeza, más parecían obra
del diablo, pero la alegría que demostraban al bailar era contagiosa
y le gustaba.
En
una ocasión en que los señores y su familia viajaron a la costa
para pasar unas semanas, ella y Ana se quedaron solas en la casa, su
obligación era mantenerla impoluta y preparada para cuando los amos
volvieran. Mientras la otra se entretenía con su novio en el
dormitorio, ella conectó el gramófono tal y como había observado
cientos de veces, y mientras bailaba, de su garganta salió una
alegre voz que acompañaba a la música:
“Mama
cómprame unas botas, que estas están rotas, de tanto bailar. Ese
ritmo jaranero, que hoy al mundo entero, quiere dominar. Charlestón,
charlestón” El
novio de Ana al oír aquella linda voz se acercó a contemplar a la
muchacha, y en su cabeza surgió la idea de convertirla en artista,
él trabajaba en el teatro y había sufrido chicas con peor voz que
aquella niña, así que habló con su novia, tutora de Catalina, para
entre los dos convencerla y hacerla famosa. Ana ya se imaginaba
manejando mucho dinero gracias a la pueblerina, sería una buena
manera de hacerse rica y alternar con las señoronas a las que
atendía.
Las
primeras pruebas resultaron cruciales para el salto a la fama que le
preparaban a la pequeña Lina, lo único que le dejaron escoger fue
su nombre artístico, se decidió por Lina Torner, en homenaje a su
pueblo al que tanto añoraba y si era cierto lo que auguraban, pronto
podría volver a él.
En
efecto, las previsiones se quedaron cortas, actuó en los mejores
teatros no sólo de España, sino de París, Londres y Buenos Aires,
su alegría contagiosa, una gran voz dotada de innumerables resortes
y gran aptitud para el baile, le concedieron fama y dinero,
gestionados por Ana y su actual marido, ya que el novio descubridor
del talento, no soportó los insufribles mangoneos de ésta.
Mientras
tanto Catalina se codeaba con las mejores artistas de su tiempo,
Raquel Meller, Imperio Argentina, Joséphine Baker o Reyes Castizo
(La Yankee), por las que sentía gran admiración y recibía consejos
que procuraba aprovechar.
Es
en Mar de Plata donde conoce a su futuro marido, joven hombre de
negocios, enamorándose a primera vista. Fue difícil salvar las
reticencias de la parienta gestora de sus ganancias, pero tras un
apaño económico, se vio libre de su compañía, tomando la decisión
de casarse en el pueblo que tanto añoraba. Los periódicos y la
radio se volvieron locos con el acontecimiento, debido a su sencillez
y belleza, la catapultaron a la fama.
Recorrer
el mundo llevando su arte por doquier le resultaba gratificante, los
bailes iban cambiando, las ropas cada vez más atrevidas la
asustaban, en el fondo seguía siendo una pueblerina recatada que
gracias a su voz alegraba las vidas ajenas. Incluso la propia
comenzó a dar frutos, dos vástagos la motivaron a pausar sus
actuaciones y cuando la felicidad comenzaba a campar en su vida, la
Segunda Guerra Mundial y luego la Civil española, la obligaron a
exiliarse en Argentina, donde logró alternar con grandes artistas y
políticos del momento, espaciando sus apariciones en público, y
creando mayor expectación cuando lo hacía.
Catalina
o Lina Torner como todo el mundo la llamaba, acabó sus días
tranquila, rodeada de su familia, feliz por haber sido tan apreciada
por todos, pero nunca dejó de añorar la sencilla felicidad que
rodeó los primeros años de su existencia.
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