El reloj marcaba las doce del mediodía en la concurrida calle
Corrida de Gijón. Al final del famoso boulevard se adivinaba la luz
y la brisa del mar atravesando los Jardines de la Reina. Era el mes
de agosto de 1929 y la ciudad vivía inmersa en la animada actividad
de los llamados felices años veinte. La Feria de Muestras y la
Semana Grande, con sus fiestas y espectáculos, habían atraído a
numerosos turistas con ganas de hacer negocios y pasar unos ratos de
diversión. Genaro era uno de ellos. Pero él había llegado con otro
cometido: buscar esposa. Era el heredero de un próspero almacén de
coloniales de Madrid y siempre había soñado con ver el mar y con
que su futura esposa hubiera nacido a la vera del mar. Era una
estupidez más de las suyas, según su padre, que aunque siempre
criticaba las ideas de su hijo no hacía ni el más mínimo intento
de ponerles freno. Don Francisco había enviudado cuando Genaro
contaba tan solo cuatro años y, desde entonces, su hijo y su
negocio, era lo único que le importaba en la vida. Por eso, al
contrario de la mayoría de los padres que solían imponer su
autoridad en la familia, él había dejado a Genaro hacer lo que
quisiera desde bien niño, reprendiéndolo tan solo en lo
concerniente a la buena educación y el buen saber estar. Genaro
creció así bastante libre, aunque no por ello defraudó a su padre
que, salvo por ciertas ideas de su hijo, estaba conforme con cuanto
hacía o decía.
Cuando Genaro habló con su progenitor de viajar al norte en busca
de esposa, éste quedó sorprendido. ¿No hay bastantes mujeres
hermosas aquí?, preguntó a su hijo. Más de un ciento te darían el
sí, al igual que sus familias. Eres un chico guapo, agradable, con
posibles y yo te he educado muy bien, dijo riendo su gracia. Sí,
padre, claro que hay mujeres hermosas aquí, pero es precisamente eso
lo que no me gusta. Prefiero una mujer que venga de fuera, que dé un
poco de aire fresco a nuestra vida ¿entiende?
Don Francisco no entendía. Madrid era una ciudad grande, llena de
chicas jóvenes, alegres y guapas y su hijo quería ir a buscar
esposa a una ciudad de provincias. Su mujer y él habían vivido en
la misma calle toda su vida y se podía decir que habían estado
enamorados también toda la vida, salvo los primeros años de la
infancia. Él no había tenido necesidad de aventuras juveniles, como
muchos otros, tampoco de infidelidades posteriores, como muchos otros
también. Pero su hijo tenía sus propias ideas y no sería él
quién se opusiera. Con tal de que se casara y le diera nietos,
viendo así asegurada la continuidad del negocio familiar, se daba
por contento. Con quién o de dónde fuera le tenía sin cuidado. Y
si esa chica traía aire fresco pues mejor que mejor, pensó
divertido.
Fue así que Genaro emprendió viaje con una buena cantidad de
dinero en el bolsillo, con la promesa de volver en una semana y, a
poder ser, con la novia puesta. Por suerte, un cliente habitual le
había hablado de la ciudad y de sus gentes, así como de las
fiestas, y le había prometido reservarle hospedaje, pues en esa
época no era bueno improvisar, dada la gran afluencia de visitantes.
Genaro quedó gratamente impresionado cuando entró en el hotel
Mallet, según decían el mejor de la ciudad junto al Savoy, pero
cuarenta pesetas por noche le pareció un precio excesivo, aunque
bien es verdad que era la primera vez que se alojaba en un hotel. Una
vez instalado decidió salir a dar una vuelta. Lo primero que quería
hacer era contemplar el mar. Caminó animoso por dónde le habían
indicado en recepción, admirando los edificios de la ciudad, la
algarabía de las calles, los comercios lujosos, sacando algunas
ideas para remodelar el suyo, y buscando bajo los bonitos sombreros
femeninos un rostro que le hablara de futuro. Pero las chicas bajaban
la vista ante su mirada, casi todas ellas acompañadas por madres de
gesto serio o señoritas de compañía con cara avinagrada. Supuso
que las estaba mirando de una forma un tanto descarada por lo que
decidió ser más prudente.
Cuando Genaro vio ante sí el mar le pareció el mayor espectáculo
del mundo. Nunca en la vida había visto tanta agua junta. La mirada
se perdía en el horizonte, uniéndose con un cielo completamente
azul. La brisa marina aliviaba su calor. Le gustaría poder aflojar
el cuello de la camisa o quitarse el sombrero, pero sabía que no
debía hacerlo. Las formas, Genaro, las formas, era la máxima de su
padre. Caminó con lentitud a lo largo del paseo del muro,
observándolo todo con una gran sonrisa de satisfacción. Había unos
balnearios de donde salía la gente para adentrarse en las olas.
Pensó que quizás estaría bien darse un baño. Entró a preguntar.
Poco después descendía por una escalerilla hasta la arena,
enfundado en un bañador negro de pantalón corto con un peto que le
cubría el pecho. Se sentía raro y le daba algo de vergüenza, pero
todos los hombres iban así. El balneario llevaba el nombre de La
Favorita y en él le habían proporcionado el bañador, así como un
albornoz para cuando saliera del agua. Después había concertado
darse un baño de algas y sulfuroso. Genaro metió los pies en el
agua y los retiró de inmediato. Qué horror. No era posible que
estuviera tan frío. Por tres veces lo intentó y por tres veces
decidió retirarse. Además, aquellas olas...Un chico le indicó que
se cogiera a una maroma que penetraba en el mar, así podría bañarse
sin riesgo. Pero él no se fió. Subió las escaleras dispuesta a
darse ese baño de algas y sulfuroso que le habían vendido como algo
maravilloso. Y eso sí, estuvo bien. El baño le relajó y se llevó
el cansancio del viaje. Ya vestido volvió a salir al muro. Caminó
relajado, sorteando a las numerosas personas que poblaban el paseo,
observando la arena y el mar. Ese mar inmenso que le había robado el
corazón. Si no estuviera tan frío...Al llegar a una escalera
monumental, a la que supo después que denominaban La Escalerona,
bajó a la arena. Hombres, mujeres y niños paseaban engalanados
sumergiendo sus zapatos y alpargatas en los diminutos granos de
arena. Otros contemplaban a los transeúntes y bañistas sentados en
sillas protegidas por toldos. Alquiló una para empezar a buscar a su
futura esposa. Cientos de chicas desfilaron ante sus ojos, pero no
encontró bajo los sombreros femeninos ninguna cara que le hablara de
futuro. No importaba. Aún le quedaban unos cuantos días por
delante. Por la tarde, después de comer, se acercó a la Feria de
Muestras, donde encontró cosas interesantes para comentar con su
padre, recogiendo varios folletos informativos de productos que les
podrían venir bien para su negocio. Al anochecer, cenó en el hotel
y acabó la noche en el Gran Cabaret La Gloria. Durante el resto de
la semana, Genaro disfrutó de varios conciertos musicales, de un
concurso de belleza y de una corrida de toros. Asistió expectante a
representaciones en el Teatro Jovellanos y en el Teatro Dindurra y
disfrutó de las celebraciones del día de Asturias. Pero todos los
días, o mejor dicho todas las noches, acababa recalando en el Gran
Cabaret La Gloria, con sus elegantes bailarinas de salón y su famosa
orquesta que animaba el baile con tangos y boleros. Y todos los días
por la mañana se acercaba a la playa, entraba en el balneario la
Favorita, alquilaba bañador y albornoz y trataba de entrar en el
mar. Sin embargo, nunca le llegó el agua más arriba que al talón
de su pie derecho, siempre el derecho por lo que pudiera pasar. A su
alrededor había personas que entraban alegremente en el agua,
caminando mar adentro hasta que les llegaba a la cintura. Y parecían
disfrutar con ello. No lo entendía. Pasada la semana convenida con
su padre, Genaro hizo llamar un taxi que lo llevara a la estación
del Norte y allí cogió un tren de regreso a casa. Había sido la
semana más fascinante de su vida y llevaba una grata impresión de
la ciudad de Gijón. No tenía nada que envidiar a Madrid en cuanto a
vivir la vida, con sus numerosas fiestas y espectáculos. Y encima
tenía mar. Ese mar que le había cautivado desde el primer momento.
Ese mar que no olvidaría mientras viviera. Aunque estaba demasiado
frío. Y por eso había dejado de buscar esposa. No podía imaginarse
volviendo cada cierto tiempo a esas aguas tan gélidas. Hablaría con
su padre para un nuevo viaje en busca de esposa. Había oído decir
que el Mediterráneo era mucho más cálido.
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