El precio de un café - Cristina Muñiz Martín


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Cuando fue a pagar comprobó, horrorizado, que no llevaba la cartera. Se sintió abochornado sin saber qué hacer. Hacia tan solo una semana que su mujer y él se habían instalado en la ciudad y no conocían a nadie. Fue al baño para llamarla. No contestó. Le mandó un wasap para que se pusiera en contacto con él urgentemente. Pidió otro café para hacer tiempo. Ya iba por el sexto cuando lo llamó su mujer. Aún le quedaban cuatro horas para acabar su turno, así que tendría que esperar. Fabian, acobardado y avergonzado a partes iguales, siguió pidiendo cafés ante la extrañeza de los camareros. El tiempo fue pasando, la factura aumentando y la cafeína subiendo en picado. Cuando iba por el catorceavo café, Fabian ya tenía que hacer uso de las dos manos para poder llevar la taza a los labios. Al llegar al veintidós, el temblor incontrolable que sacudía su cuerpo hizo alarmarse al dueño de la sidrería que llamó a una ambulancia. Entró por urgencias. ¿Coma etílico?, preguntó una voz. No, más bien cafeínico, respondió una segunda voz. Tuvieron que inyectarle tres sedantes para lograr calmarlo. Cuando despertó, al cabo de dieciocho horas, su primer pensamiento fue pasar por la sidrería a pagar su deuda. Lo había pasado mal, pero al menos nadie se había enterado que no llevaba dinero. Esa misma tarde se personó en el establecimiento. El dueño y los camareros lo reconocieron al instante. Fabian dijo que quería saldar su cuenta. El dueño dijo que no, faltaría más, estaba invitado. A Fabian no le pareció justo haber consumido tanto sin pagar por ello. Además, les había ocasionado muchos trastornos. Nada, hombre, no se preocupe, dijo el dueño de la sidrería. Lo importante es que esté bien. Mire, le invito a tomar algo. Fabian, aunque estaba deseando salir de allí corriendo creyó que sería una descortesía rechazar la invitación. Pero como la experiencia del café le había salido mal pidió una botella de sidra. Tras esa pidió otra con la intención de consumir algo más en el establecimiento. Cuando la terminó, como le seguía pareciendo poco, pidió otra. Y luego otra y otra y otra, para corresponder, de alguna manera, a esa persona que tan bien lo había tratado. Acabó perdiendo el control. El dueño de la sidrería tuvo que volver a llamar a la ambulancia. ¿Otra vez coma cafeínico?, preguntó una voz. No, esta vez es etílico, respondió una segunda voz. Dos días después, Fabian se personó de nuevo en el bar. Quería pagar su cuenta. El dueño le dijo que estaba invitado y, aunque no con palabras, su actitud indicaba claramente que deseaba perder de vista a ese hombre que no le causaba más que problemas. Sin embargo, Fabian, no se dio cuenta. Él solo quería pagar. Saldar su deuda. El dueño, insistía una y otra vez en que no se preocupara, que no debía nada. Fabian pensó entonces en que debía hacer un buen gasto en la sidrería, recompensar a ese hombre tan amable. Decidió quedar a comer. Pidió la carta. Miró los precios. Eligió los más caros. Almejas a la marinera, rollo de bonito, chuletas de cordero y tarta de chocolate. Para beber agua. Al terminar el banquete hizo mentalmente las cuentas. Le pareció poco. Volvió a pedir una ración de percebes, un lenguado relleno de marisco, un chuletón a la planta y dos raciones de tarta de fresa. Para beber agua. Volvió a sumar. Todavía no era bastante. La carta se fue agotando a medida que su estómago se iba llenando. La comida parecía querer escapar por todos los orificios de su cuerpo pero, aunque fue al baño varias veces, no consiguió liberarse. La tensión hizo una escalada galopante y las tripas comenzaron a retorcerse en un baile diabólico. Se cogió la barriga con ambas manos, gimiendo, mientras la cabeza danzaba como un tiovivo acelerado. Cayó redondo al suelo. Una ambulancia lo llevó al hospital. ¿Cafeínico o etílico esta vez?, preguntó una voz. Más bien empacho, contestó una segunda voz. Cinco días más tarde el dueño de la sidrería recibía un cheque por valor de trescientos euros después de que Fabian se prometiera a sí mismo no volver a poner nunca jamás los pies en aquel maldito lugar. Bien caro le había salido un café.






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