Mi
bisabuelo fue médico. De pueblo. De los que antes llamaban las
‘fuerzas vivas’. Entre él, el alcalde, el cura y el sargento de
la Guardia Civil mantenían el orden civil, sanitario, religioso y
moral de la comarca.
Aún
se conservan fotos de él y de mi bisabuela en los antiguos álbumes
familiares. Ahí está, vestido de traje oscuro, con porte seguro y
casi altivo. Y sus gafas diminutas que le daban cierto aire de sabio.
Y mi bisabuela, sentada, vestida de negro de la cabeza a los pies,
sosteniendo su misal de carey y mirando tímidamente a cámara. De
eso hace ya mucho tiempo. La palabra de un médico iba a misa. Era
‘el que hacía milagros con un vasito de chinchón que todo lo
cura’. Y así sigue siendo. A pesar de lo que digan las
estadísticas realizadas en las zonas urbanitas densamente pobladas.
Yo
heredé, además de su viejo maletín hoy día inservible, su
vocación por atender a las personas. Y sobre todo por buscar los
porqués de cada enfermedad. Durante la carrera me encantaba realizar
casos prácticos, buscando causas, asociando dolencias y síntomas.
Era como un puzzle que nunca se terminaba.
Año
a año fui adquiriendo conocimientos y seguridad en mí misma y en la
ciencia. Y llegó el momento en que el examen MIR llamó a mi puerta.
Elegí empezar como médico de familia en un ambulatorio. Para verlo
todo desde abajo, desde los inicios. Ya tendría tiempo de hacer una
especialidad. Que tampoco estaba nada mal, pero no quería perder la
perspectiva de lo que para mí era la Medicina, con mayúsculas. La
atención y la escucha a las personas eran primordiales.
Ilusa
de mí. El ambulatorio al que me asignaron no estaba en mi ciudad, ni
siquiera en mi provincia. Ni en un sitio densamente poblado. Me tocó
ir a un pueblo perdido de la mano de todos los dioses posibles. De
esos en los que, a pesar de que el calendario diga que estamos en
pleno siglo XXI, aún se ve que no se ha avanzado más allá de 1950.
–Niña,
que cuando venga el médico que avises, que estamos aquí esperando.
Esa
fue la frase de recibimiento en la consulta.
Mis
oídos y mis ojos daban vueltas, intentando asimilar la escena: tres
señoras entradas en carnes se intentaban acomodar en las sillas de
plástico de la sala de espera haciendo croché. Mientras en la otra
esquina, cuatro hombres mordisqueando palillos de un carrillo a otro,
charlaban de manera ininteligible. Algo del campo y de ‘la seca’
creí entender.
–Señores,
el Médico soy yo. –anuncié con toda la seguridad que pude.
–Quiá,
qué vas a ser tú. Una niña no me registra a mí los bajos –escupió
uno de los hombres.
Yo
les miré, haciendo un gesto de invitación a la consulta. Pero
ninguno se movió.
Uno
de los hombres se caló la gorra y con paso firme abandonó el
consultorio. Las mujeres recogieron la labor, se pusieron de pie
trabajosamente y le siguieron. Los otros tres hombres se fueron
también.
Pensé
en mi bisabuelo, el Doctor. Y deseé poder pedirle consejo. Pero,
claro, él había sido un hombre de su tiempo. Y en su tiempo las
mujeres no trabajaban fuera de casa. Y mucho menos como médicos. Así
que mi petición fantasma se deshizo.
Me
senté en el sillón un tanto desanimada. Jugueteé con el fonendo,
arreglé los armarios, ordené las medicinas por orden alfabético,
por tamaños, hasta por colores. Pero aquella mañana fue un fracaso.
Nadie más vino.
A
las dos en punto colgué la bata, cerré el ambulatorio y salí
dispuesta a tomarme una caña bien fresquita. Me la había ganado.
Al
pasar por el bar del pueblo, el único bar, me di cuenta de que los
hombres del palillo estaban allí, a la fresca.
Me
senté en una de las mesas de fuera y pedí una cerveza a la
camarera.
–
¿Eres la nueva médico, verdad? Ya te
irás acostumbrando. A mi nadie quería pedirme ni un chato. Pero
cuando mi Jesús se puso malo, no les quedó otra.
Y
dándose la vuelta entró en el bar dando voces:
–
¡A ver ahora cuánto tardamos en
tronchar! ¡Que la edad ya no perdona!
Apuré
mi cerveza, dejé el pago de mi consumición en la mesa y caminé
rumbo al hostal donde me alojaba. Delante se formó una nube de
polvo. Escuché un choque metálico. Y un griterío salió de dentro
de la polvareda.
–¡¡Sangre!!
¡¡Huesos!! ¡¡Sangre!!
Voces
infantiles coreaban con emoción. Corrí hacia la escena. Y me topé
con dos bicis cruzadas, como las cabras monteses que enredan sus
cuernos en los documentales de la 2. Me asombró más ver a niños en
ese pueblo que varios de sus miembros descoyuntados y llenos de
sangre y polvo.
Mientras
seleccionaba las gasas y el agua oxigenada de mi maletín para hacer
unas curas rápidas llegaron los del bar.
–¡Quiá!
Este nieto mío es un trasto. Menudo mocetón.
–Que
sí, que sí. Que va a ser duro y bueno para el campo.
Ajena
a las apreciaciones de los abuelos seguí con el examen de piernas y
brazos.
–
¡Eh, usted, el de la camioneta! –A un
silbido mío el hombre frenó- Vamos al ambulatorio. Hay mucho hueso
que recomponer.
Con
orden y serenidad fui ayudando a subir a los heridos. Los ilesos nos
acompañaron en sus bicis camino del ambulatorio.
Los
abuelos me miraban, no sé si con admiración o sorpresa.
–Amos,
amos, ¿Dónde se ha visto…?
–Pues
mira tú, que la muchacha a lo mejor sirve.
–
¿Te has dao
cuenta tú también, no?
–Pero
hay que ser muy cerrao,
de verdad –la voz de la camarera me llegó con el viento del campo.
Y me hizo reír- Cuidao,
cuidao, cuidao…
Ay señor, llévame pronto.
Iba
a ser una experiencia de trabajo interesante. Menos mal que mi
bisabuelo nunca podría levantar la cabeza. Su herencia, al menos,
junto con las gasas y vendas que encontrara en el ambulatorio, me
iban a venir muy bien.
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