Una pareja perfecta - Gloria Losada





Don Orlando Santoveña era un hombre hecho a sí mismo, aunque con muchas carencias. Procedente de una humilde familia segoviana, habían emigrado a Asturias cuando el auge de la minería y allí había trabajado él, en la mina, picando carbón de sol a sol, dejando entre las piedras parte de su salud y su vida. Bueno, más bien su vida y tampoco mucho, porque se jubiló a los cuarenta y tres debido a un pequeño accidente que le dejó inútil un brazo, así que, aunque a él le gustaba relatar sus años de trabajo como duros y penosos, en realidad tampoco había sido para tanto.
En sus años mozos había querido estudiar. Ir a la Universidad había sido su mayor ilusión. Le gustaba ver a los estudiantes con sus libros bajo el brazo, caminando por las calles de la ciudad con gesto entre preocupado e interesante, dirigiéndose a las aulas en las que adquirirían la sapiencia que él jamás tendría por culpa del maldito dinero que tampoco poseía. Así que cuando llegó el momento en que solo tenía que llenar su tiempo con ocio, decidió matricularse en la facultad de Medicina. Duró dos semanas. Orlando siempre había sido testarudo y un poco presuntuoso, y en aquellas dos semanas llegó a la conclusión de que lo que decían aquellos tipos estirados llamados profesores, no eran sino tonterías. No iban al grano. Se perdían en disquisiciones absurdas sobre Hipócrates y unas cuantas chorradas más. Así que decidió hacerse autodidacta. Se compró una enciclopedia médica compuesta de catorce tomos que detallaban con precisión cada enfermedad con sus síntomas y los correspondientes remedios y se dispuso a estudiarla a fondo. Quince años empleó en ello, Quince años durante los cuales fue urdiendo un plan que le permitiera ejercer la medicina, difícil estaba, pero no imposible.
Un día entró en la consulta de su médico de cabecera. Era un muchacho joven que no tenía muy buena fama. Antipático y poco certero en el diagnóstico. El tipo perfecto para llevar a cabo el plan de Orlando.
-Buenos días – saludó Orlando muy educadamente mientras se sentaba frente al doctorcito de mierda que, por lo pronto, ni siquiera lo miró.
-He dicho buenos días. Tiene usted fama de maleducado, pero no pensé que fuera para tanto – insistió.
El doctor Corbacho levantó la mirada y sin devolver el saludo ni inmutarse, le preguntó al hombre qué le pasaba.
-Pues me duele la parte superior derecha del abdomen, sobre todo cuando acabo de comer comida abundante o con mucha grasa. A veces tengo algo de fiebre, no siempre. También suelo tener ardor de estómago y vomito de vez en cuando.
-¿Desde cuándo padece esos síntomas? – preguntó el doctor sin separar la vista de la pantalla del ordenador, como si allí fuese a encontrar la solución a la enfermedad de Orlando.
-Desde hace algo más de un mes. Intermitentemente. Hay días que estoy mejor y días que estoy peor.
-Pues deje usted de comer lo que no debe. Ya no está en edad de cometer excesos. Dieta blanda y un analgésico suave. Si en una semana no mejora vuelva por aquí.
Orlando salió de la consulta sonriendo como un cabrón. Su plan iba por buen camino. Estaba claro que el médico era un zote de cuidado. A la semana siguiente se volvió a presentar en el centro de salud.
-Sigo en las mismas – le dijo al doctor – Va a tener que mirarme de otra manera.
Sebastián Corbacho lo miró con cara de ogro y le ordenó estirarse en la camilla. Comenzó a palparle el abdomen y al cabo de un rato emitió su diagnóstico.
-Aparentemente está todo bien – dijo.
-¿Todo bien? ¿No ha notado usted el signo de Murphy al presionar el hipocondrio derecho, la zona donde está situada la vesícula?
-¿El signo de qué? – preguntó el médico con el rostro rojo como la grana.
-La respiración entrecortada por el dolor al presionar en la zona. Eso es el signo de Murphy. Menudo médico esta hecho usted. Le estoy poniendo en bandeja los síntomas claros de inflamación de vesícula y usted ni idea. Ahora debería de mandarme hacer las pruebas pertinentes, como resonancia magnética o algo así y después ponerme en lista de espera para operar, pero claro, como no tiene ni idea.
Al doctor Sebastián Corbacho le desapareció como por ensalmo su aire de superioridad y se echó a llorar como una niño.
-Odio mi trabajo – comenzó a decir – jamás quise ser médico. Yo en realidad quería ser bailaor de flamenco, pero mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre eran médicos y yo tenía que ser también por cojones. Mi padre me matriculó en una Universidad privada en la que conocía a todo el mundo, desde el director al portero y prácticamente me regalaron el título. No tengo ni idea de Medicina ni deseo tenerla.
-Bonita manera de jugar con la salud de la gente de a pié – repuso Orlando – Por esto yo podría denunciarle ante... no sé ante quién, pero bueno, no voy a hacerlo. Le propongo una cosa. Verá, yo, al contrario que usted, siempre quise ser médico y mis conocimientos de medicina son suficientes para ejercer como médico de familia, pero como no tengo título oficial... ¿Qué le parece si yo hago de doctor en la sombra? Usted escucha a los pacientes y yo diagnostico. Y aprenda usted a bailar flamenco, que uno tiene que hacer lo que realmente desea en la vida, a ver si se le cambia esa cara de vinagre.
Desde entonces la consulta de Sebastián Corbacho es muy peculiar. Orlando se esconde detrás de un biombo y escucha y a través de unos ordenadores que están comunicados le va escribiendo el diagnóstico al doctor oficial. Hacen un buen equipo. Nadie se ha quejado. La enciclopedia médica que compró Orlando era bastante buena y anualmente recibe actualizaciones. Y Sebastián debutará como bailaor de flamenco en unas semanas. Y todos contentos con esta pareja perfecta.



Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario