Deseada utopía - Marian Muñoz

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Huyó a la casa de la playa, separada del mar sólo por la arena, intentando escapar de su desdicha, de su dolor que aumentaba cada día. Todo allí le recordaba a su esposa, fallecida en marzo, justo cuando planeaban un viaje especial de aniversario.
Atrapado en una profunda depresión, la única salida era reunirse con su amada. El mar su gran aliado le ayudaría en su objetivo. No quería que nadie se sintiera culpable de su muerte, así que sentado ante la pequeña mesa de comedor, mirando al horizonte a través del gran ventanal, comenzó a escribir su carta de despedida, lentamente y meditando cada palabra.
Terminaba su primera línea cuando oyó a alguien golpear la puerta. Con desazón abrió y en la escalera de entrada un hombre negro, sudoroso, con gestos pedía algo de beber. En la cocina tomó una jarra que llenó de agua fresca del grifo y acercándole un vaso, se lo ofreció hasta tres veces, sin duda estaba sediento. Aquella sonrisa de dientes blancos mostraba cansancio y hambre. Regresando a la cocina cogió un plato con jamón serrano y se lo acercó, pero el negro salió corriendo.
No le dio más importancia, cerró la puerta y siguió con su misiva de suicidio. Ya llevaba cuatro líneas y oyó de nuevo golpes en la puerta. Incomodado por el sonido, abrió. Esta vez eran dos muchachos y un hombre, con aspecto de árabes aparentemente cansados y sedientos. Llenó nuevamente la jarra con agua fresca y sacó tres vasos de cristal. Rápidamente terminaron con el líquido elemento, y él, pensando que tendrían hambre, les ofreció el plato con jamón natural. Los tres escaparon en dirección al pueblo.
No entendía nada y aprovechando estar nuevamente sólo, siguió escribiendo su carta, esta vez la pudo terminar y firmar, no tenía que haber dudas sobre sus deseos de morir ya que el mundo no le ofrecía nada por lo que vivir. Se levantó de la silla y colocó la hoja de papel debajo del jarrón que su esposa había creado en el taller de cerámica, su dolor se acentuó, pero no deseaba que el papel volara por descuido y dudaran de sus intenciones. Respiró profundamente e hizo acopio de fuerzas para adentrarse en el mar, más otra vez llamaron a la puerta.
Esta vez eran dos mujeres y tres muchachos negros, tan sudorosos y cansados como los anteriores. Sin que le dijeran nada llenó la jarra, sacó cinco vasos y los dejó para que se sirvieran, mientras, él buscaba por la nevera fruta fresca, que depositó en una fuente y la sirvió. Esta vez no huyeron, sino que comieron dejando sólo huesos que tiraban sobre la arena. Con gesto de agradecimiento le devolvieron los vasos y la jarra que él llevó a la cocina, y al volver para hablar con ellos encontró sólo la fuente vacía de fruta.
Dejó la puerta abierta, echó un último vistazo a la carta, fijándose que alguien había escrito torpemente, debajo de su firma, GRACIAS. Aquellas siete letras le descolocaron, le hicieron recapacitar de su egoísmo, si estuviera muerto no hubiera podido aliviar la sed o el hambre de esas personas, y quién sabe si tanta visita, no la hubiera enviado su esposa desde el más allá para aliviar la pena de su corazón y reflexionar sobre sus intenciones. ¿Qué mejor homenaje a ella que ayudar al prójimo?
Rompió en muchos pedazos su carta de suicidio y comenzó a idear la forma de ayudar a los que huyen de países en guerra o con hambruna. Meses más tarde, su investigación finalmente le llevó a encontrar apoyos suficientes para fundar una ONG en un barco ballenero, acercando alimentos, medicinas y ropas a las playas de los países en conflicto, para que hombres y mujeres no tuvieran que huir hacia países desconocidos.
















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