Huyó
a la casa de la playa, separada del mar sólo por la arena,
intentando escapar de su desdicha, de su dolor que aumentaba cada
día. Todo allí le recordaba a su esposa,
fallecida en marzo, justo cuando planeaban un viaje especial de
aniversario.
Atrapado
en una profunda depresión, la única salida era reunirse con su
amada. El mar su gran aliado le ayudaría en su objetivo. No quería
que nadie se sintiera culpable de su muerte, así que sentado ante la
pequeña mesa de comedor, mirando al horizonte a través del gran
ventanal, comenzó a escribir su carta
de despedida, lentamente y meditando cada palabra.
Terminaba
su primera línea cuando oyó a alguien golpear la puerta. Con
desazón abrió y en la escalera de entrada un hombre negro,
sudoroso, con gestos pedía algo de beber. En la cocina tomó una
jarra que llenó de agua fresca del grifo y acercándole un vaso, se
lo ofreció hasta tres veces, sin duda estaba sediento. Aquella
sonrisa de dientes blancos mostraba cansancio y hambre. Regresando a
la cocina cogió un plato con jamón serrano y se lo acercó, pero el
negro salió corriendo.
No
le dio más importancia, cerró la puerta y siguió con su misiva de
suicidio. Ya llevaba cuatro líneas y oyó de nuevo golpes en la
puerta. Incomodado por el sonido, abrió. Esta vez eran dos
muchachos y un hombre, con aspecto de árabes aparentemente cansados
y sedientos. Llenó nuevamente la jarra con agua fresca y sacó
tres vasos de cristal. Rápidamente terminaron con el líquido
elemento, y él, pensando que tendrían hambre, les ofreció el plato
con jamón natural. Los tres escaparon en dirección al pueblo.
No
entendía nada y aprovechando estar nuevamente sólo, siguió
escribiendo su carta,
esta vez la pudo terminar y firmar, no tenía que haber dudas sobre
sus deseos de morir ya que el mundo no le ofrecía nada por lo que
vivir. Se levantó de la silla y colocó la hoja de papel debajo del
jarrón que su esposa
había creado en el taller de cerámica, su dolor se acentuó, pero
no deseaba que el papel volara por descuido y dudaran de sus
intenciones. Respiró profundamente e hizo acopio de fuerzas para
adentrarse en el mar, más otra vez llamaron a la puerta.
Esta
vez eran dos mujeres y tres muchachos negros, tan sudorosos y
cansados como los anteriores. Sin que le dijeran nada llenó la
jarra, sacó cinco vasos y los dejó para que se sirvieran, mientras,
él buscaba por la nevera fruta fresca, que depositó en una fuente y
la sirvió. Esta vez no huyeron, sino que comieron dejando sólo
huesos que tiraban sobre la arena. Con gesto de agradecimiento le
devolvieron los vasos y la jarra que él llevó a la cocina, y al
volver para hablar con ellos encontró sólo la fuente vacía de
fruta.
Dejó
la puerta abierta, echó un último vistazo a la carta,
fijándose que alguien había escrito torpemente, debajo de su firma,
GRACIAS.
Aquellas siete letras le descolocaron, le hicieron recapacitar de su
egoísmo, si estuviera muerto no hubiera podido aliviar la sed o el
hambre de esas personas, y quién sabe si tanta visita, no la hubiera
enviado su esposa
desde el más allá para aliviar la pena de su corazón y reflexionar
sobre sus intenciones. ¿Qué mejor homenaje a ella que ayudar al
prójimo?
Rompió
en muchos pedazos su
carta
de suicidio y comenzó a idear la forma de ayudar a los que huyen de
países en guerra o con hambruna. Meses más tarde, su investigación
finalmente le llevó a encontrar apoyos suficientes para fundar una
ONG en un barco ballenero, acercando alimentos, medicinas y ropas a
las playas de los países en conflicto, para que hombres y mujeres no
tuvieran que huir hacia países desconocidos.
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