Enviudé
joven del gran amor de mi vida. Me dejó económicamente protegida
pero su ausencia me llevó al más profundo abismo de una depresión.
Rehuía el menor contacto con familia o amigos prefiriendo estar
sola con mi dolor. Finalmente tras haber pasado 48 horas seguidas
durmiendo, provocó en mí suficiente inquietud para pedir ayuda
profesional. Probé unas cuantas pastillas, hasta que el médico
consideró cuales eran las idóneas. Sin embargo dicha mejoría no
modificaba la sensación de ser un corcho, todo me daba igual, no
lloraba, no sonreía, nada provocaba un cambio en mi interior, así
que un día el doctor sensatamente, me aconsejó un cambio de aires:
Vete
a algún sitio donde nadie te conozca, donde nadie sepa tu historia y
donde te acojan por cómo eres no por lo que has vivido.
La
idea no me atraía en absoluto, abandonar aquello que me recordaba a
él parecía traicionarle, como querer borrarle de un plumazo y eso
jamás lo haría. Pero permanecer en estado catatónico con tanta
medicación me llevaría a la autodestrucción. Durante unos días
luché conmigo misma intentando cambiar de actitud y al ver en
televisión un reportaje sobre un pueblecito malagueño llamado Teba,
alguna fibra sensible tocó mi interior.
Indagué
por internet la casuística de sus lugareños, a qué
se dedicaban o cuáles eran sus fiestas, y poco a poco caló en mí
la idea de visitarles. Con menos de mil habitantes no existía buena
comunicación de transporte para llegar allí. Sus pequeñas casas
encaladas, sus fuentes de agua fresca y rodeada por una sierra
frondosa, sirvió de llamada para salir de mi encierro.
Tres
días me costó hacer la maleta, que finalmente cerré, desconocía
no sólo cuanto tiempo iba a permanecer allí, sino el tipo de vida y
cómo vestirme cada día. Solventé el asunto decidiendo comprarme
más adelante lo que me hiciera falta. Un viaje en tren y dos
autobuses provocó tal agotamiento que nada más llegar a la pensión
me acosté y dormí seguido hasta el día siguiente. Este cansancio
era distinto a los anteriores y el sueño por fin pudo ser reparador.
Los
primeros días discurrieron en el interior de mi habitación o en la
terraza de la posada, aún no encontraba fuerzas para compartir mi
vida con aquellas gentes extrañas. Las ricas comidas caseras y las
charlas amenas de la dueña del alojamiento, fueron calmando y
sosegando mi espíritu, de tal manera que poco a poco, fui quitando
pastillas según consejo de Don Eustaquio, médico del pueblo que
pasaba consulta dos veces por semana. Lentamente fui notando mi
cambio, ya reía o asentía ante los chascarrillos de la gente, que
tímidamente acudían a la pensión para observarme. Comencé a
pasear a primera hora de la mañana, que el sol aún no ardía, por
los alrededores del pueblo, y por las tardes con algunas vecinas que
me relataban historias y leyendas del pueblo. Llegó el momento en
que no tomaba medicación, aunque siempre la tenía a mano por si la
tristeza me embargaba.
Tan
bien me encontraba que decidí comprar casa. La luminosidad de sus
viviendas, la hospitalidad y generosidad de sus vecinos, así como la
alegría contagiosa que imperaba en sus calles me llevó a buscar un
lugar. Mis paseos diarios discurrían por delante de una pequeña
casa deshabitada y abandonada por completo desde hacía mucho tiempo.
Las zarzas, hierbajos y suciedad de telarañas no deslucían un
pasado modesto pero lustroso. Hice fotos de su exterior y con ellas
me acerqué al ayuntamiento donde el concejal de urbanismo, después
de consultar planos y el programa del catastro, me comunicó que su
propietario era la orden de las Hermanitas de la Caridad, quienes
regentaban el asilo en una población cercana. Cuando pregunté por
su historia a algunas conocidas, ninguna supo darme referencias,
salvo la madre de mi posadera, una mujer muy mayor que relató las
vicisitudes de Triana la Francesa, mujer que había vivido muchos
años en Francia y cuando regresó a su casa natal, después de haber
sido rica en el país vecino, tuvo que vender joyas y enseres para
sobrevivir. Cuando no pudo vender más, el Ayuntamiento le buscó
alojamiento en el asilo, debido a la situación de pobreza y
enfermedad en que se encontraba. Quedándose con la vivienda las
monjas, como pago por el hospedaje.
Al
ser tan pequeña y abandonada, nadie se había interesado por ella,
permaneciendo en ese estado más de doscientos años. La curiosidad
generó en mí un gusanillo que crecía sin parar. Pedí cita con la
superiora de la orden, quien nada más verme me informó de sopetón
que había lista de espera para recibir nuevos residentes, ya que
estaban al completo de ancianos. Más cuando le respondí que estaba
interesada en comprar un inmueble en el pueblo de al lado, le
hicieron chiribitas los ojos al prever dinerito fresco. Le enseñé
fotos, le di referencias y aún así le resultó costoso encontrar de
cual propiedad estaba hablando. El valor catastral apenas superaba
los 300,00 € y el Ayuntamiento había eximido el pago del IBI al
resultar muy bajo, no teniendo coste alguno para ellas, habían
olvidado por completo esa posesión. Sugerí que si el precio era
razonable, tenía intención de comprarla, aunque desconocía si
podría rehabilitarla o habría que derribarla por lo deteriorada que
estaba, algo que me apenaba por su delicado exterior. También pedí
que en caso de convenirme el precio me permitiera antes visitar su
interior y comprobar la distribución del alojamiento. La superiora
quedó en llamarme en unos días, pues la venta debía consultarla
con la casa regional y serían quienes pusieran el precio. Deseosa
de recibir prontas noticias, recurrí al conocido concejal para
aconsejarme algún arquitecto de la zona que me pudiera orientar.
Dos mil euros por la casa y diez mil de donativos a la comunidad era
el precio ofertado, que no dudé en aceptar tras una visita a la
misma.
Tres
en uno fue poco para poder mover las bisagras de aquella carcomida
puerta que daba paso a un interior, bien conservado por la falta de
humedad gracias a un buen rematado tejado. De dimensiones reducidas
eran ideales para una mujer sola como yo, amplia sala separada por
grandes cortinajes de un enorme dormitorio, cocina antigua con gran
chimenea y una segunda puerta que daba a un patio con pozo de agua,
donde se intuía una pequeña huerta que abastecía a los antiguos
moradores. Su baño era un tendejón medio caído con un agujero que
hacía las funciones de letrina. Las paredes gruesas de piedra
mantenían la casa en muy buen estado, y aconsejada por el
arquitecto, la compré. Al ser pequeña la rehabilitación no
costaría mucho, y contar con un pozo daba un valor añadido al
edificio.
Ilusionada
como estaba con mi nueva adquisición, encargué al hijo de mi
posadera la limpieza del enmarañado exterior y con paciencia me
dediqué al interior, mientras el arquitecto preparaba proyecto y
documentación para la reforma. Enfundada en ropa de trabajo,
mascarilla, guantes y gorra para la ardua tarea que me esperaba,
comencé echando insecticida por todos los rincones, compré bolsas
de basura que apilaba a pares en el exterior y con esfuerzo fui
tirando trapos rotos y sucios, muebles apolillados, si bien algunos
enseres podían salvarse para remozar y darles una segunda vida. Las
jornadas en aquella casa resultaban eternas, dejé para lo último
las cosas del aparador del dormitorio. Sabanas que en su día
debieron ser lujosas y que ahora lucían amarillentas y comidas por
la polilla, ya no servían ni para trapos. En el último cajón
encontré un par de vestidos de época, diría yo, en buen estado y
una bolsa de cuero cerrada con un cordel dorado que se fue
desintegrando según lo desaté. En su interior un fajo de papeles
bien conservados llamó mi atención. Por la noche en la
tranquilidad de mi habitación del hostal, pude comprobar con mucha
dificultad que se trataba de un diario escrito en francés antiguo
por la propietaria de mi nueva casa.
“Me
llamo Triana Vélez, soy hija de Antón y Carmen, mi abuela fue la
nodriza de María Eugenia Palafox Portocarrero y Kirkpatrick, más
conocida como Eugenia de Montijo, esposa
de Napoleón III, Emperador de Francia.
A la edad de diez años y debido a una fuerte hambruna en la
comarca, mi abuela decidió llevarme a París, con su niña, como la
llamaba ella. Me dejó a su cargo para crecer como una auténtica
dama. La vida en la corte parisina era divertida, siempre había
fiestas y juegos en el jardín. En palacio existían lugares
apropiados para lavarse y hacer las necesidades llamados toilettes,
algo que en el pueblo no existía, sino un agujero en la cuadra con
un leve techo para no mojarse en invierno. No hablemos del bidet,
sólo usado por los reyes y daba miedo sentarse en él.
Mi
madrina Eugenia, como la llamaba yo, puso un tutor a mi cargo para
enseñarme modales, a leer y escribir en francés, porque hablar
aprendí enseguida. Ella era una dama culta y refinada, uno de los
más sugestivos títulos que le dieron fue el de “Emperatriz de la
moda”. Las señoras querían imitar a la primera dama de Francia.
Las características primordiales de los vestidos se polarizaban en
la pomposidad. Usábamos tres o cuatro enaguas almidonadas. En
compensación de ir tan tapadas por debajo, lucíamos generosos
escotes, dejando los hombros al descubierto. Madrina ejerció gran
influencia en la moda francesa, baste decir que puso de moda lo que
tal vez era su único defecto físico, sus estrechos y escurridos
hombros. En la cabeza lucíamos altos y complicados peinados y
tocados de sombreros pequeños. Un adorno indispensable para una
gran dama, era llevar en las manos una sombrilla de seda y encaje,
con mango articulado de marfil y que nos servía para darnos un aire
de coqueto encanto femenino, irresistible a los caballeros de la
corte. Favoreció la industria textil del país, creando la marca
París como capital del lujo, aunque también fue conocida por apoyar
las investigaciones de Louis Pasteur que culminaron con la vacuna
contra la rabia. Trató por todos los medios de mejorar la situación
de la mujer, la educación y la justicia social. Disfrutamos de años
culminantes de gloria con la Exposición Internacional de París y
cuando la Emperatriz realizó un viaje triunfal a Egipto para
representar al imperio en la apertura del Canal de Suez, de cuyo
proyecto fue gran defensora, apoyando con entusiasmo a su ejecutor,
su primo Ferdinand de Lesseps.
A
los dieciséis años me casaron con Charles Auguste Frossard, general
francés amigo íntimo del Emperador y marqués de Châteauvillain. A
pesar de llevarme veinte años, se portaba bien conmigo. Fuimos
extraordinariamente felices. Mientras estaba de campaña en las
guerras del emperador, cotilleaba con las cortesanas y tonteaba
inocentemente con los alféreces que protegían a Eugenia. Jamás
fui infiel a mi esposo y tanta ansia demostraba él en nuestros
encuentros, como yo. Pero en una de esas contiendas, el amor de mi
vida falleció, siendo enterrado con honores de héroe en
Château-Villain, su tierra natal, concediéndosele la Legión de
honor a título póstumo. La melancolía por su pérdida duró bien
poco, pues debido a los enfrentamientos por el poder, terminé
huyendo a la campiña, con la familia de mi difunto marido, donde fui
recibida con desdén y reticencia. El motivo no era otro que ser la
única propietaria del Château y los viñedos, aunque poco mandaba
al ser ignorante del tema. Pocos meses de paz disfruté en aquel
maravilloso entorno, los agricultores y gentes del pueblo que
trabajaban para el marquesado comenzaron a sublevarse, una revolución
popular incitaba a la violencia con sus peores estragos. Tuve que
huir aprisa si quería conservar la vida, regresando a la diminuta
vivienda de mis mayores, con la única compañía de dos lacayos que
velan por mi seguridad y duermen en el patio trasero, bajo un
destartalado cobertizo, hasta que mi suerte cambie y podamos regresar
de donde partimos.
A
estas simples hojas narrando escuetamente mi vida y mis desdichas,
añado los títulos de propiedad del Château y de las tierras con
los viñedos, su sola tenencia implica la posesión de los mismos que
espero recuperar algún día”.
Costosa
fue la lectura y traducción de aquellas notas manuscritas, por tener
una letra muy particular y estar en francés antiguo. Pero me quedó
clara la visión de aquel mundo de Triana y ¿si por casualidad con
aquellos títulos antiguos podía reclamar la propiedad? Dos días
enteros me llevó decidirme a poner el asunto en manos de abogados,
los mejores en temas hereditarios internacionales, que tras un lustro
de denuncias y reclamaciones en los juzgados, lograron convertirme en
la propietaria actual de un Château y sus viñas, cediendo el
usufructo de los mismos a las amables gentes de Torre del Rey,
quedándome para mí el título de marquesa de Châteauvillain, algo
que me hacía especial ilusión.
En
un trocito de mi corazón guardo el entrañable recuerdo de mi primer
marido, querido y añorado durante tanto tiempo, pero el resto
pertenece al abogado Piñeiro, que como un fiel guerrero lidió con
bravura en los juzgados franceses en pos de mis pretensiones.
Originario de este pueblo, fue nombrado hijo predilecto y con el
beneplácito del Ayuntamiento y vecinos, hemos ampliado la vivienda
de Triana, para poder acoger a nuestra familia en común.
Quien
me iba a decir que un reportaje televisivo iba a cambiar la vida de
tantas personas, no hay que dejarse vencer por el desánimo, pues no
sabemos lo que el futuro nos depara.
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