Triana la francesa - Marian Muñoz

                                            Resultado de imagen de dama francesa del siglo XIX


 
Enviudé joven del gran amor de mi vida. Me dejó económicamente protegida pero su ausencia me llevó al más profundo abismo de una depresión. Rehuía el menor contacto con familia o amigos prefiriendo estar sola con mi dolor. Finalmente tras haber pasado 48 horas seguidas durmiendo, provocó en mí suficiente inquietud para pedir ayuda profesional. Probé unas cuantas pastillas, hasta que el médico consideró cuales eran las idóneas. Sin embargo dicha mejoría no modificaba la sensación de ser un corcho, todo me daba igual, no lloraba, no sonreía, nada provocaba un cambio en mi interior, así que un día el doctor sensatamente, me aconsejó un cambio de aires: Vete a algún sitio donde nadie te conozca, donde nadie sepa tu historia y donde te acojan por cómo eres no por lo que has vivido.
La idea no me atraía en absoluto, abandonar aquello que me recordaba a él parecía traicionarle, como querer borrarle de un plumazo y eso jamás lo haría. Pero permanecer en estado catatónico con tanta medicación me llevaría a la autodestrucción. Durante unos días luché conmigo misma intentando cambiar de actitud y al ver en televisión un reportaje sobre un pueblecito malagueño llamado Teba, alguna fibra sensible tocó mi interior.
Indagué por internet la casuística de sus lugareños, a qué se dedicaban o cuáles eran sus fiestas, y poco a poco caló en mí la idea de visitarles. Con menos de mil habitantes no existía buena comunicación de transporte para llegar allí. Sus pequeñas casas encaladas, sus fuentes de agua fresca y rodeada por una sierra frondosa, sirvió de llamada para salir de mi encierro.
Tres días me costó hacer la maleta, que finalmente cerré, desconocía no sólo cuanto tiempo iba a permanecer allí, sino el tipo de vida y cómo vestirme cada día. Solventé el asunto decidiendo comprarme más adelante lo que me hiciera falta. Un viaje en tren y dos autobuses provocó tal agotamiento que nada más llegar a la pensión me acosté y dormí seguido hasta el día siguiente. Este cansancio era distinto a los anteriores y el sueño por fin pudo ser reparador.
Los primeros días discurrieron en el interior de mi habitación o en la terraza de la posada, aún no encontraba fuerzas para compartir mi vida con aquellas gentes extrañas. Las ricas comidas caseras y las charlas amenas de la dueña del alojamiento, fueron calmando y sosegando mi espíritu, de tal manera que poco a poco, fui quitando pastillas según consejo de Don Eustaquio, médico del pueblo que pasaba consulta dos veces por semana. Lentamente fui notando mi cambio, ya reía o asentía ante los chascarrillos de la gente, que tímidamente acudían a la pensión para observarme. Comencé a pasear a primera hora de la mañana, que el sol aún no ardía, por los alrededores del pueblo, y por las tardes con algunas vecinas que me relataban historias y leyendas del pueblo. Llegó el momento en que no tomaba medicación, aunque siempre la tenía a mano por si la tristeza me embargaba.
Tan bien me encontraba que decidí comprar casa. La luminosidad de sus viviendas, la hospitalidad y generosidad de sus vecinos, así como la alegría contagiosa que imperaba en sus calles me llevó a buscar un lugar. Mis paseos diarios discurrían por delante de una pequeña casa deshabitada y abandonada por completo desde hacía mucho tiempo. Las zarzas, hierbajos y suciedad de telarañas no deslucían un pasado modesto pero lustroso. Hice fotos de su exterior y con ellas me acerqué al ayuntamiento donde el concejal de urbanismo, después de consultar planos y el programa del catastro, me comunicó que su propietario era la orden de las Hermanitas de la Caridad, quienes regentaban el asilo en una población cercana. Cuando pregunté por su historia a algunas conocidas, ninguna supo darme referencias, salvo la madre de mi posadera, una mujer muy mayor que relató las vicisitudes de Triana la Francesa, mujer que había vivido muchos años en Francia y cuando regresó a su casa natal, después de haber sido rica en el país vecino, tuvo que vender joyas y enseres para sobrevivir. Cuando no pudo vender más, el Ayuntamiento le buscó alojamiento en el asilo, debido a la situación de pobreza y enfermedad en que se encontraba. Quedándose con la vivienda las monjas, como pago por el hospedaje.
Al ser tan pequeña y abandonada, nadie se había interesado por ella, permaneciendo en ese estado más de doscientos años. La curiosidad generó en mí un gusanillo que crecía sin parar. Pedí cita con la superiora de la orden, quien nada más verme me informó de sopetón que había lista de espera para recibir nuevos residentes, ya que estaban al completo de ancianos. Más cuando le respondí que estaba interesada en comprar un inmueble en el pueblo de al lado, le hicieron chiribitas los ojos al prever dinerito fresco. Le enseñé fotos, le di referencias y aún así le resultó costoso encontrar de cual propiedad estaba hablando. El valor catastral apenas superaba los 300,00 € y el Ayuntamiento había eximido el pago del IBI al resultar muy bajo, no teniendo coste alguno para ellas, habían olvidado por completo esa posesión. Sugerí que si el precio era razonable, tenía intención de comprarla, aunque desconocía si podría rehabilitarla o habría que derribarla por lo deteriorada que estaba, algo que me apenaba por su delicado exterior. También pedí que en caso de convenirme el precio me permitiera antes visitar su interior y comprobar la distribución del alojamiento. La superiora quedó en llamarme en unos días, pues la venta debía consultarla con la casa regional y serían quienes pusieran el precio. Deseosa de recibir prontas noticias, recurrí al conocido concejal para aconsejarme algún arquitecto de la zona que me pudiera orientar. Dos mil euros por la casa y diez mil de donativos a la comunidad era el precio ofertado, que no dudé en aceptar tras una visita a la misma.
Tres en uno fue poco para poder mover las bisagras de aquella carcomida puerta que daba paso a un interior, bien conservado por la falta de humedad gracias a un buen rematado tejado. De dimensiones reducidas eran ideales para una mujer sola como yo, amplia sala separada por grandes cortinajes de un enorme dormitorio, cocina antigua con gran chimenea y una segunda puerta que daba a un patio con pozo de agua, donde se intuía una pequeña huerta que abastecía a los antiguos moradores. Su baño era un tendejón medio caído con un agujero que hacía las funciones de letrina. Las paredes gruesas de piedra mantenían la casa en muy buen estado, y aconsejada por el arquitecto, la compré. Al ser pequeña la rehabilitación no costaría mucho, y contar con un pozo daba un valor añadido al edificio.
Ilusionada como estaba con mi nueva adquisición, encargué al hijo de mi posadera la limpieza del enmarañado exterior y con paciencia me dediqué al interior, mientras el arquitecto preparaba proyecto y documentación para la reforma. Enfundada en ropa de trabajo, mascarilla, guantes y gorra para la ardua tarea que me esperaba, comencé echando insecticida por todos los rincones, compré bolsas de basura que apilaba a pares en el exterior y con esfuerzo fui tirando trapos rotos y sucios, muebles apolillados, si bien algunos enseres podían salvarse para remozar y darles una segunda vida. Las jornadas en aquella casa resultaban eternas, dejé para lo último las cosas del aparador del dormitorio. Sabanas que en su día debieron ser lujosas y que ahora lucían amarillentas y comidas por la polilla, ya no servían ni para trapos. En el último cajón encontré un par de vestidos de época, diría yo, en buen estado y una bolsa de cuero cerrada con un cordel dorado que se fue desintegrando según lo desaté. En su interior un fajo de papeles bien conservados llamó mi atención. Por la noche en la tranquilidad de mi habitación del hostal, pude comprobar con mucha dificultad que se trataba de un diario escrito en francés antiguo por la propietaria de mi nueva casa.
Me llamo Triana Vélez, soy hija de Antón y Carmen, mi abuela fue la nodriza de María Eugenia Palafox Portocarrero y Kirkpatrick, más conocida como Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, Emperador de Francia. A la edad de diez años y debido a una fuerte hambruna en la comarca, mi abuela decidió llevarme a París, con su niña, como la llamaba ella. Me dejó a su cargo para crecer como una auténtica dama. La vida en la corte parisina era divertida, siempre había fiestas y juegos en el jardín. En palacio existían lugares apropiados para lavarse y hacer las necesidades llamados toilettes, algo que en el pueblo no existía, sino un agujero en la cuadra con un leve techo para no mojarse en invierno. No hablemos del bidet, sólo usado por los reyes y daba miedo sentarse en él.
Mi madrina Eugenia, como la llamaba yo, puso un tutor a mi cargo para enseñarme modales, a leer y escribir en francés, porque hablar aprendí enseguida. Ella era una dama culta y refinada, uno de los más sugestivos títulos que le dieron fue el de “Emperatriz de la moda”. Las señoras querían imitar a la primera dama de Francia. Las características primordiales de los vestidos se polarizaban en la pomposidad. Usábamos tres o cuatro enaguas almidonadas. En compensación de ir tan tapadas por debajo, lucíamos generosos escotes, dejando los hombros al descubierto. Madrina ejerció gran influencia en la moda francesa, baste decir que puso de moda lo que tal vez era su único defecto físico, sus estrechos y escurridos hombros. En la cabeza lucíamos altos y complicados peinados y tocados de sombreros pequeños. Un adorno indispensable para una gran dama, era llevar en las manos una sombrilla de seda y encaje, con mango articulado de marfil y que nos servía para darnos un aire de coqueto encanto femenino, irresistible a los caballeros de la corte. Favoreció la industria textil del país, creando la marca París como capital del lujo, aunque también fue conocida por apoyar las investigaciones de Louis Pasteur que culminaron con la vacuna contra la rabia. Trató por todos los medios de mejorar la situación de la mujer, la educación y la justicia social. Disfrutamos de años culminantes de gloria con la Exposición Internacional de París y cuando la Emperatriz realizó un viaje triunfal a Egipto para representar al imperio en la apertura del Canal de Suez, de cuyo proyecto fue gran defensora, apoyando con entusiasmo a su ejecutor, su primo Ferdinand de Lesseps.
A los dieciséis años me casaron con Charles Auguste Frossard, general francés amigo íntimo del Emperador y marqués de Châteauvillain. A pesar de llevarme veinte años, se portaba bien conmigo. Fuimos extraordinariamente felices. Mientras estaba de campaña en las guerras del emperador, cotilleaba con las cortesanas y tonteaba inocentemente con los alféreces que protegían a Eugenia. Jamás fui infiel a mi esposo y tanta ansia demostraba él en nuestros encuentros, como yo. Pero en una de esas contiendas, el amor de mi vida falleció, siendo enterrado con honores de héroe en Château-Villain, su tierra natal, concediéndosele la Legión de honor a título póstumo. La melancolía por su pérdida duró bien poco, pues debido a los enfrentamientos por el poder, terminé huyendo a la campiña, con la familia de mi difunto marido, donde fui recibida con desdén y reticencia. El motivo no era otro que ser la única propietaria del Château y los viñedos, aunque poco mandaba al ser ignorante del tema. Pocos meses de paz disfruté en aquel maravilloso entorno, los agricultores y gentes del pueblo que trabajaban para el marquesado comenzaron a sublevarse, una revolución popular incitaba a la violencia con sus peores estragos. Tuve que huir aprisa si quería conservar la vida, regresando a la diminuta vivienda de mis mayores, con la única compañía de dos lacayos que velan por mi seguridad y duermen en el patio trasero, bajo un destartalado cobertizo, hasta que mi suerte cambie y podamos regresar de donde partimos.
A estas simples hojas narrando escuetamente mi vida y mis desdichas, añado los títulos de propiedad del Château y de las tierras con los viñedos, su sola tenencia implica la posesión de los mismos que espero recuperar algún día”.
Costosa fue la lectura y traducción de aquellas notas manuscritas, por tener una letra muy particular y estar en francés antiguo. Pero me quedó clara la visión de aquel mundo de Triana y ¿si por casualidad con aquellos títulos antiguos podía reclamar la propiedad? Dos días enteros me llevó decidirme a poner el asunto en manos de abogados, los mejores en temas hereditarios internacionales, que tras un lustro de denuncias y reclamaciones en los juzgados, lograron convertirme en la propietaria actual de un Château y sus viñas, cediendo el usufructo de los mismos a las amables gentes de Torre del Rey, quedándome para mí el título de marquesa de Châteauvillain, algo que me hacía especial ilusión.
En un trocito de mi corazón guardo el entrañable recuerdo de mi primer marido, querido y añorado durante tanto tiempo, pero el resto pertenece al abogado Piñeiro, que como un fiel guerrero lidió con bravura en los juzgados franceses en pos de mis pretensiones. Originario de este pueblo, fue nombrado hijo predilecto y con el beneplácito del Ayuntamiento y vecinos, hemos ampliado la vivienda de Triana, para poder acoger a nuestra familia en común.
Quien me iba a decir que un reportaje televisivo iba a cambiar la vida de tantas personas, no hay que dejarse vencer por el desánimo, pues no sabemos lo que el futuro nos depara.




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