Recordaba
perfectamente como había empezado todo, la enfermedad de su padre y
siete hermanos pequeños la obligaron bien pronto a buscar un jornal
para ayudar en casa. Primero limpiando portales, luego en la
lavandería y cuando cumplió los quince la zapatería, trabajo que
alternaba con el cuidado de los pequeños. En ella fue donde
aprendió a discernir cuantos tipos de personas existían. Cada día
veía una parte muy íntima de ellas, sus pies, y observándolos
adivinaba el carácter y las bondades de sus propietarios. Desde los
que intentaban estar aseados para no desentonar hasta los que
ofrecían calcetines o medias rotas, por no hablar de uñas largas,
sucias o malolientes. No hacía ascos a ninguno, pues el
mantenimiento de su familia dependía en gran parte de ella. Mantuvo
aquel trabajo justo el tiempo que sus hermanos consiguieron crecer y
buscarse un oficio con el que sustentarse. Comenzó a cansarse de
tanto estar de pie, a pesar de que el negocio casi lo llevaba ella,
pues escogía el calzado que encargaban al mayorista o aconsejaba a
los clientes cuales eran los zapatos que más les convenía, se podía
decir que el alma de la tienda era ella, por ello creó reticencias
entre sus compañeras de trabajo.
Lo
de ser dependienta estaba muy bien, el sueldo que ahora era
totalmente suyo le daba para pagarse una habitación en la pensión,
y además libraba los domingos, en los que salía al parque o a tomar
un chocolate con sus amigas. Pero su espíritu inquieto le pedía
algo más. No descubrió lo que era hasta que los dueños del
negocio la invitaron un domingo a comer en la finca del pueblo. La
casa pertenecía de antiguo a la familia de la dueña y aunque
parecía acogedora, le habían cogido manía. Según contaban
ocurrían fenómenos extraños en ella. Algo tan raro como que la
fruta
desaparecía del frutero o del cesto de la cocina, por más que
preguntaban nadie de la casa había sido e iniciaron a sospechar que
algún fantasma les rondaba. Se dio cuenta que sus jefes estaban
preocupados por el asunto y no sabían cómo resolverlo, por lo que
decidió encontrar al culpable ya que no creía en tal tontería.
Dio una vuelta por la casa, por el jardín que la rodeaba e
inspeccionó incluso los arbustos y el seto que hacía linde con el
vecino. Una sonrisa apareció en su cara, al comprobar que en una
oquedad existente detrás de un rosal, había apilados huesos y
restos de frutas
comidas y podridas por el transcurso del tiempo. Se retiró
prudentemente, y observó como un gato
de pelaje marrón se colaba por aquel agujero. Se echó a un lado
silenciosamente y siguió con la mirada el recorrido del felino,
quien saltando ágilmente hasta el alfeizar de la ventana, se colaba
en el interior de la casa sin ser visto, saliendo poco después con
una pieza de fruta
en la boca. Contárselo a los moradores de la finca iba a ser muy
fácil, pero por instinto decidió recomendarles comprar un perro,
quien les iba a librar de las desapariciones. Así lo hicieron, y
creyeron que en aquel consejo había algo milagroso por su acierto.
Tan encantados quedaron que lo comentaron a todas sus amistades y
enseguida la muchacha logró fama de pitonisa.
La
siguiente revelación fue en casa de la prima de su jefe, la
boticaria, viuda sin hijos, no paraba de escuchar ruidos en su alcoba
por las noches, pensando si sería su difunto marido quien pretendía
ponerse en contacto con ella. La visita fue una tarde de viernes que
su jefe dio permiso para acercarse hasta allí, dudaba de cómo salir
airosa, pero el hecho de tomar un rico refrigerio y librarse de estar
toda la tarde en pie, la animó a sobrellevar el asunto como
buenamente pudiera. Tras relatarle los ruidos e indagar sobre su
vida matrimonial pasada y la actual, dio un repaso a todos los
rincones del dormitorio que antaño fuera conyugal, la limpieza
brillaba por su ausencia, sobretodo debajo de la cama donde los
muertos, o más bien las pelusas, campaban a sus anchas. Encontrando
un pequeño hilo que colgaba del somier y en cuyo final estaba aún
atado un botón,
seguramente éste era el que hacía ruido al moverse o roncar la
boticaria, con el dedo lo cortó y en un bolsillo de su chaqueta lo
guardó, dio unos cuantos responsos en la alcoba, confiándole a su
dueña que ya estaba liberada del ruido y que su difunto marido aún
no la llamaba.
Con
la de gente que pasa por la botica, todo el pueblo se enteró de los
milagros de Elsa, así es como se llama la joven. Todo aquel que
tenía sospecha de fenómenos extraños en su casa, la llamaban para
poder librarse del maligno. No cobraba nada, tan sólo una merienda
y la voluntad, así comenzó a engordar físicamente y también su
cartilla de ahorros. La zapatería estaba siempre repleta de
clientes que querían ser atendidos por Elsa, casi todas las semanas
tenían que hacer pedidos porque ciertos modelos se agotaban al ser
recomendados por ella. Todos parecían felices con su don, tanto en
ventas como en arreglar espacios hechizados, aunque sabía de sobra
que los fantasmas no existen. No existían hasta que llegó el caso
del matrimonio Rendueles, eran personas agnósticas que ni en
espíritus ni en apariciones creían, pero cosas extrañas pasaban en
su casa. Ventanas que se abrían de par en par repentinamente,
aparatos de radio desconectados que comenzaban a sonar
inesperadamente, bombillas que se fundían cada poco o frialdad
inoportuna en un día de mucho calor. Hacían caso omiso a todo
aquello y se lo tomaban como defectos del hogar, hasta que un día se
quedaron encerrados en su interior, sin poder salir por más que lo
intentaron ellos por dentro y sus vecinos desde fuera. Digamos que
aquello fue la gota que colmó el vaso y los Rendueles fueron en
busca de solución.
Cuando
llegaron a Elsa el nerviosismo de la pareja era evidente, como
siempre estaba dispuesta a ayudar no lo pensó mucho y aquella misma
tarde se la tomó libre y fue con ellos a merendar. Un pequeño
chalet de dos plantas en la parte antigua del pueblo, un frondoso
jardín circundaba el edificio, al que se accedía a través de un
alegre portón decorado con estrellas y conchas. Atravesó el cincel
de la puerta, como hacía siempre, con una sonrisa en la cara, la
cual se torció nada más alcanzar su interior. Un aire gélido le
corrió su espina dorsal, su melena se llenó de electricidad
estática y atónita contempló en la penumbra de la tarde, como su
anfitrión tenía colgada a su espalada, por una cuerda,
una figura difusa. Miraba y remiraba a aquel hombre, cuyo semblante
serio denotaba cansancio, aquella apariencia en su espalda sólo la
presentía ella, en la realidad no existía. Atemorizada frenó su
impulso de correr hacia la calle, hizo acopio de valor y comenzó a
tomar la merienda mientras indagaba hechos pasados de aquella pareja
que pudiera relacionar con la sombra atada a aquella espalda.
A
través de las manifestaciones del señor Rendueles llegó a la
convicción que los fenómenos paranormales se iniciaron tras haber
sufrido un accidente de tren, un accidente en el que murieron muchas
personas, teniendo la gran suerte de salir sólo con una pierna rota
y algunos golpes sin importancia. Su compañero de asiento no fue
tan afortunado, aún estaba vivo cuando él logró escapar del vagón,
pero falleció antes de poder ser rescatado. Este hombre era un
famoso pintor
e iba a la ciudad para inaugurar una exposición. Rendueles seguía
soñando por las noches con sus gritos, pidiendo auxilio sin que él
pudiera hacer nada por salvarle. Elsa pronto se dio cuenta que
aquella sombra a la espalda debía ser el espíritu del pintor,
que aún no había alcanzado la paz eterna y su energía alteraba la
vida cotidiana de los Rendueles.
No
se creía capacitada para solucionar aquel problema, pero haciendo un
poco de teatro,
preguntó por la iglesia más cercana para hacer una visita los tres,
aunque ellos no eran religiosos, aceptaron la propuesta, y en la
entrada, Elsa les pidió que mojaran la mano en el agua bendita y se
la llevaran a la frente. Hizo el mismo ademán además de salpicar
con ella la espalda del señor Rendueles, notando al instante como
aquella sombra desaparecía de su espalda y ésta se estiraba, como
si su peso ya no le obligara a encorvarse. Regresaron a la casa,
donde terminaron de merendar, les aconsejó que observaran durante
unos días su vivienda, pues seguramente aquella presencia ya no
volvería a estar rondando más.
Así
es como Elsa logró fama de pitonisa, pudiendo ganarse la vida
sentada ante una mesa camilla escuchando los avatares de otras
personas. Su intuición labrada durante tantos años contemplando
pies ajenos, le valió para ser no sólo una buena oyente, sino una
comprensiva y resolutiva mujer que arreglaba vidas ajenas desde la
comodidad de una silla, o mediante alegres ágapes a los que era
invitada para deshacer hechizos y maleficios que sólo existían a
los ojos de sus clientes, porque ella seguía pensando que los
fantasmas no existen.
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