Los fantasmas no existen - Marián Muñoz


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Recordaba perfectamente como había empezado todo, la enfermedad de su padre y siete hermanos pequeños la obligaron bien pronto a buscar un jornal para ayudar en casa. Primero limpiando portales, luego en la lavandería y cuando cumplió los quince la zapatería, trabajo que alternaba con el cuidado de los pequeños. En ella fue donde aprendió a discernir cuantos tipos de personas existían. Cada día veía una parte muy íntima de ellas, sus pies, y observándolos adivinaba el carácter y las bondades de sus propietarios. Desde los que intentaban estar aseados para no desentonar hasta los que ofrecían calcetines o medias rotas, por no hablar de uñas largas, sucias o malolientes. No hacía ascos a ninguno, pues el mantenimiento de su familia dependía en gran parte de ella. Mantuvo aquel trabajo justo el tiempo que sus hermanos consiguieron crecer y buscarse un oficio con el que sustentarse. Comenzó a cansarse de tanto estar de pie, a pesar de que el negocio casi lo llevaba ella, pues escogía el calzado que encargaban al mayorista o aconsejaba a los clientes cuales eran los zapatos que más les convenía, se podía decir que el alma de la tienda era ella, por ello creó reticencias entre sus compañeras de trabajo.

Lo de ser dependienta estaba muy bien, el sueldo que ahora era totalmente suyo le daba para pagarse una habitación en la pensión, y además libraba los domingos, en los que salía al parque o a tomar un chocolate con sus amigas. Pero su espíritu inquieto le pedía algo más. No descubrió lo que era hasta que los dueños del negocio la invitaron un domingo a comer en la finca del pueblo. La casa pertenecía de antiguo a la familia de la dueña y aunque parecía acogedora, le habían cogido manía. Según contaban ocurrían fenómenos extraños en ella. Algo tan raro como que la fruta desaparecía del frutero o del cesto de la cocina, por más que preguntaban nadie de la casa había sido e iniciaron a sospechar que algún fantasma les rondaba. Se dio cuenta que sus jefes estaban preocupados por el asunto y no sabían cómo resolverlo, por lo que decidió encontrar al culpable ya que no creía en tal tontería. Dio una vuelta por la casa, por el jardín que la rodeaba e inspeccionó incluso los arbustos y el seto que hacía linde con el vecino. Una sonrisa apareció en su cara, al comprobar que en una oquedad existente detrás de un rosal, había apilados huesos y restos de frutas comidas y podridas por el transcurso del tiempo. Se retiró prudentemente, y observó como un gato de pelaje marrón se colaba por aquel agujero. Se echó a un lado silenciosamente y siguió con la mirada el recorrido del felino, quien saltando ágilmente hasta el alfeizar de la ventana, se colaba en el interior de la casa sin ser visto, saliendo poco después con una pieza de fruta en la boca. Contárselo a los moradores de la finca iba a ser muy fácil, pero por instinto decidió recomendarles comprar un perro, quien les iba a librar de las desapariciones. Así lo hicieron, y creyeron que en aquel consejo había algo milagroso por su acierto. Tan encantados quedaron que lo comentaron a todas sus amistades y enseguida la muchacha logró fama de pitonisa.

La siguiente revelación fue en casa de la prima de su jefe, la boticaria, viuda sin hijos, no paraba de escuchar ruidos en su alcoba por las noches, pensando si sería su difunto marido quien pretendía ponerse en contacto con ella. La visita fue una tarde de viernes que su jefe dio permiso para acercarse hasta allí, dudaba de cómo salir airosa, pero el hecho de tomar un rico refrigerio y librarse de estar toda la tarde en pie, la animó a sobrellevar el asunto como buenamente pudiera. Tras relatarle los ruidos e indagar sobre su vida matrimonial pasada y la actual, dio un repaso a todos los rincones del dormitorio que antaño fuera conyugal, la limpieza brillaba por su ausencia, sobretodo debajo de la cama donde los muertos, o más bien las pelusas, campaban a sus anchas. Encontrando un pequeño hilo que colgaba del somier y en cuyo final estaba aún atado un botón, seguramente éste era el que hacía ruido al moverse o roncar la boticaria, con el dedo lo cortó y en un bolsillo de su chaqueta lo guardó, dio unos cuantos responsos en la alcoba, confiándole a su dueña que ya estaba liberada del ruido y que su difunto marido aún no la llamaba.

Con la de gente que pasa por la botica, todo el pueblo se enteró de los milagros de Elsa, así es como se llama la joven. Todo aquel que tenía sospecha de fenómenos extraños en su casa, la llamaban para poder librarse del maligno. No cobraba nada, tan sólo una merienda y la voluntad, así comenzó a engordar físicamente y también su cartilla de ahorros. La zapatería estaba siempre repleta de clientes que querían ser atendidos por Elsa, casi todas las semanas tenían que hacer pedidos porque ciertos modelos se agotaban al ser recomendados por ella. Todos parecían felices con su don, tanto en ventas como en arreglar espacios hechizados, aunque sabía de sobra que los fantasmas no existen. No existían hasta que llegó el caso del matrimonio Rendueles, eran personas agnósticas que ni en espíritus ni en apariciones creían, pero cosas extrañas pasaban en su casa. Ventanas que se abrían de par en par repentinamente, aparatos de radio desconectados que comenzaban a sonar inesperadamente, bombillas que se fundían cada poco o frialdad inoportuna en un día de mucho calor. Hacían caso omiso a todo aquello y se lo tomaban como defectos del hogar, hasta que un día se quedaron encerrados en su interior, sin poder salir por más que lo intentaron ellos por dentro y sus vecinos desde fuera. Digamos que aquello fue la gota que colmó el vaso y los Rendueles fueron en busca de solución.

Cuando llegaron a Elsa el nerviosismo de la pareja era evidente, como siempre estaba dispuesta a ayudar no lo pensó mucho y aquella misma tarde se la tomó libre y fue con ellos a merendar. Un pequeño chalet de dos plantas en la parte antigua del pueblo, un frondoso jardín circundaba el edificio, al que se accedía a través de un alegre portón decorado con estrellas y conchas. Atravesó el cincel de la puerta, como hacía siempre, con una sonrisa en la cara, la cual se torció nada más alcanzar su interior. Un aire gélido le corrió su espina dorsal, su melena se llenó de electricidad estática y atónita contempló en la penumbra de la tarde, como su anfitrión tenía colgada a su espalada, por una cuerda, una figura difusa. Miraba y remiraba a aquel hombre, cuyo semblante serio denotaba cansancio, aquella apariencia en su espalda sólo la presentía ella, en la realidad no existía. Atemorizada frenó su impulso de correr hacia la calle, hizo acopio de valor y comenzó a tomar la merienda mientras indagaba hechos pasados de aquella pareja que pudiera relacionar con la sombra atada a aquella espalda.

A través de las manifestaciones del señor Rendueles llegó a la convicción que los fenómenos paranormales se iniciaron tras haber sufrido un accidente de tren, un accidente en el que murieron muchas personas, teniendo la gran suerte de salir sólo con una pierna rota y algunos golpes sin importancia. Su compañero de asiento no fue tan afortunado, aún estaba vivo cuando él logró escapar del vagón, pero falleció antes de poder ser rescatado. Este hombre era un famoso pintor e iba a la ciudad para inaugurar una exposición. Rendueles seguía soñando por las noches con sus gritos, pidiendo auxilio sin que él pudiera hacer nada por salvarle. Elsa pronto se dio cuenta que aquella sombra a la espalda debía ser el espíritu del pintor, que aún no había alcanzado la paz eterna y su energía alteraba la vida cotidiana de los Rendueles.

No se creía capacitada para solucionar aquel problema, pero haciendo un poco de teatro, preguntó por la iglesia más cercana para hacer una visita los tres, aunque ellos no eran religiosos, aceptaron la propuesta, y en la entrada, Elsa les pidió que mojaran la mano en el agua bendita y se la llevaran a la frente. Hizo el mismo ademán además de salpicar con ella la espalda del señor Rendueles, notando al instante como aquella sombra desaparecía de su espalda y ésta se estiraba, como si su peso ya no le obligara a encorvarse. Regresaron a la casa, donde terminaron de merendar, les aconsejó que observaran durante unos días su vivienda, pues seguramente aquella presencia ya no volvería a estar rondando más.

Así es como Elsa logró fama de pitonisa, pudiendo ganarse la vida sentada ante una mesa camilla escuchando los avatares de otras personas. Su intuición labrada durante tantos años contemplando pies ajenos, le valió para ser no sólo una buena oyente, sino una comprensiva y resolutiva mujer que arreglaba vidas ajenas desde la comodidad de una silla, o mediante alegres ágapes a los que era invitada para deshacer hechizos y maleficios que sólo existían a los ojos de sus clientes, porque ella seguía pensando que los fantasmas no existen.

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