Pequeña Amelia, Clara Fernández Conde


Amelia fue la primera persona que entró en mi peluquería, sin contar a los vecinos, que se habían reunido el día anterior, en la inauguración, para echarle un vistazo a mi local y, seguramente, merendar gratis.
Era viernes. Por tradición, un día de muchas clientas en una peluquería de barrio, pero yo entendía que los principios no son fáciles y me lo tomaba con calma.
El suelo brillaba, las revistas estaban perfectamente colocadas, las toallas y las capas dobladas con primor, y la caja registradora muda y ansiosa, como yo, por empezar a trabajar.
Había estado entretenida un rato en la estantería del fondo, recolocando por enésima vez los tubos de tinte, y al darme la vuelta allí estaba Amelia, mirándome sin decir nada, como esperando a que yo la viera. No supe calcular su edad. Yo no tenía hijos ni sobrinos, ningún niño cercano a mi vida, para poder hacer una comparación. Era una niña pequeña, con pantalón corto y la camiseta estampada con un pony. Un cabello bonito, castaño claro, color caramelo, recogido en dos trenzas que colgaban a su espalda. Llevaba bajo el brazo un libro de cuentos, así que quizás era algo mayor de lo que parecía, por lo menos con edad para saber leer.
- ¿Quieres algo, pequeña?
- Tengo que esperar a mi mamá, ¿puedo estar aquí?
Tenía unos ojos muy bonitos. Como dos caramelos de café con leche, del mismo color que su pelo, y me miraba implorante.
Le dije que sí y ella fue hasta el lavacabezas, lo rodeó por detrás y se sentó en el suelo con las piernecitas dobladas como un indio. Colocó el libro sobre ellas, lo abrió, y se puso a leer como si yo no estuviese allí.
Al rato yo también volví a mis cosas, y seguí limpiando sobre limpio y colocando lo que ya estaba colocado, casi hasta la hora de cerrar. Me cambiaba de ropa, en mi pequeño cuarto de baño, pensando en quién sería la madre de Amelia, en si trabajaría por allí cerca, en ofrecerme a llevar a la niña a donde tuviese que ir, para que no anduviese sola a aquellas horas, pero cuando salí ya no estaba, así que di por terminado mi primer día como empresaria peluquera y me fui a casa.
Amelia volvió al viernes siguiente. Y al otro. Me saludaba con una sonrisa y ocupaba su sitio detrás del lavacabezas y se entretenía con su libro. No tuve grandes conversaciones con ella, como mucho, si no había clientas y yo salía a por un café, le preguntaba si tenía hambre o sed. Cada vez me decía que no. Supongo que era uno de esos escasos niños educados para no molestar a los extraños, y allí se quedaba, en su rincón, haciéndose casi invisible en su silencio. Yo, realmente, no hubiera sabido de qué hablar con una niña pequeña.
El día que Carmen vino a mi peluquería era el quinto viernes desde que había abierto, y el quinto viernes que Amelia estaba allí.
No había sido una tarde con demasiada gente y, en aquel momento, sólo había una chica leyendo una revista, mientras esperábamos el tiempo necesario para que el moldeador hiciera efecto.
Carmen iba en silla de ruedas y luchaba con la puerta de entrada, así que fui a ayudarla y la coloqué delante de un espejo.
- Mira qué pelos, hija, he estado pachucha y llevo casi un mes sin salir de casa.
Efectivamente, su blanco cabello estaba hecho un desastre, sin brillo, lacio, y aplastado en la coronilla.
- Pues a trabajar –le dije- La voy a dejar como una modelo.
Me dedicó una sonrisa cansada; nos mirábamos a través del espejo, yo a su espalda, sin decidirme a empezar mientras la anciana hablaba.
- Es duro verme así, ¿sabes? Hace muchos años yo era peluquera, como tú, y era feliz en mi pequeño local. Hace mucho de eso… Desde el accidente. No pude trabajar más, por mi lesión, aunque de todas formas no lo hubiera hecho. Con lo que pasó… Mi niña no debería haber estado allí… Pero aquel día no había colegio, y yo no tenía con quién dejarla… Podría haber cerrado, podría haberme quedado en casa con ella…
Amelia se nos había acercado. Yo no me había dado cuenta, pero allí estaba, al lado de Carmen. Con sus ojitos llorosos, a pesar de lucir una sonrisa de felicidad.
Sentí algo extraño en la boca del estómago. ¿Una premonición? Lo que fuera me hizo permanecer inmóvil, casi aguantando la respiración.
Amelia cogió la mano derecha de Carmen y esta dio un respingo. Pero entonces vio a la niña. Y su boca esbozó una sonrisa de felicidad igual a la de Amelia. Y una lágrima resbaló de sus ojos color caramelo.
- Amelia… -musitó.
Se soltó de la mano de la niña para llevarse las suyas al pecho, y así, sin más movimientos, sin emitir ningún sonido, dejó de respirar.
Entonces yo reaccioné y grité, y la chica del moldeador gritó también, y salimos a la calle para seguir gritando.
Alguien más cuerdo que nosotras se hizo cargo de la situación y llamó a una ambulancia, y mi peluquería se llenó de gente, unos para ayudar, otros sólo a cotillear.
Yo tardé horas en tranquilizarme, en pensar en aquella chica que se había ido con el líquido moldeador en la cabeza, en que iba a quemársele el pelo, y en Amelia, que había desaparecido, que no la había visto desde que empezaron los gritos.
No he querido pensar mucho en ello. No he querido ponerle palabras. Yo he seguido con mi negocio y mi trabajo, sacándolo adelante poco a poco, y sin dar explicaciones a las personas que, al principio, con la excusa de un corte de pelo, venían a hacer preguntas morbosas sobre la muerte de Carmen.
Amelia se dejó el libro. Es un libro de cuentos de hadas y princesas, de reinos mágicos, que adorna una estantería de mi peluquería y que no le dejo tocar a nadie.



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