Un don natural - Esperanza Tirado Jiménez


No servía para estudiar. Sus profesores lo tenían claro. Sisi también. No se veía entre libros y jamás había pisado la biblioteca del pueblo. Prefería frecuentar otras ‘tecas’; la disco ambulante los fines de semana era como su segunda casa. Y de ella no salía hasta que clareaba la mañana del lunes.

Sus padres, preocupados por el rumbo que llevaba su única hija, la colocaron en la tienda familiar cuando cumplió los dieciséis. Pero vender ‘mondarinas’ y tomates pasados a sus vecinas cotillas no era lo que ella había imaginado hacer el resto de su vida.

Así que los fines de semana Sisi cambiaba la fruta por la disco. Y entre bailes y borracheras pasaba 48 horas, anestesiada, olvidándose de que vivía en un pueblo de unos 1000 y pocos habitantes. La carretera los conectaba con el resto de la comarca. Pero sin coche propio ni línea de bus regular aquello seguía siendo un agujero lejos de toda zona civilizada, en el que la única distracción era la cutrediscoteca.

Harta de aquello, decidió dar un giro a su vida. Pero no sabía por dónde tirar, hasta que en un anuncio de teletienda vio un «curso de autopeinados fácil». Aquello le llamó la atención. Siempre le había gustado peinarse a su aire, hacer trenzas y peinados a sus muñecas, cortarse el pelo ella misma, con resultados imprevisibles... Hasta le teñía el pelo a su madre en casa. Quizá con esa base podría hacer un módulo de estética y peluquería.

A su padre la idea le pareció extravagante. La fruta era algo seguro. Todo el mundo tenía que comer. Hacerse peinados era un lujo del que se podía prescindir.

Su madre, más práctica, entendió que aquello sería bueno para que su hija cambiara de actitud.

Déjame hablar con tu padre. Es duro de entendederas, pero verás cómo acaba convencido.

Un mes después ya estaba matriculada en una academia de peluquería, había encontrado piso y hasta dos chicas con las que compartir gastos. Y de paso hacer prácticas en sus melenas.

La capital era un mundo deslumbrante. Había tiendas, y no sólo de fruta, cines y bares, peluquerías en las que podría trabajar. Y chicos guapísimos... mil cosas. Pero no se dejó cegar y se centró en lo que había planeado.

En la academia destacó por ser de las más aplicadas. Jamás le quemó el pelo a ninguna compañera, ni se le pasó la hora del secador, ni puso un rulo de más ni un rizo de menos. Y sus tintes siempre salían con el tono perfecto.

Tienes un don natural –la felicitó uno de sus profesores– llegarás lejos.

Ella sonreía y se crecía con los halagos y practicaba los fines de semana con sus compañeras de piso o con su madre cuando volvía a casa.

Podrías poner una peluquería en el pueblo –le sugería su madre durante las visitas.

Ella disimulaba para no herirla, -la sola idea de peinar a orondas marujas que solo hablaban de nietos, comidas y horarios de misa, la aterrorizaba- y siempre acababa dándole un abrazo.

Ya veremos cuando acabe, mamá. Que me han ofrecido unas prácticas en una pelu de la capital...

Efectivamente, le tocaban dos meses de prácticas. Ella estaba contentísima. Podría demostrar su valía y seguro que la contratarían en la más elegante. Y no tendría que volver al pueblo.

La lista de alumnas seleccionadas apareció en el tablón de anuncios de la academia. A cada una se le había asignado una dirección que ‘sería como su lugar de trabajo, aunque sin cobrar. Si lo hacéis bien... ya se verá después.’ Palabras textuales del director de la academia, un tipo bigotudo y desgarbado, con pinta de haber salido de una peli cutre de los 70, que las había convocado en su despacho para darles los diplomas y las señas donde realizar las prácticas.

Todas estaban tan ilusionadas como ella y ninguna pudo dormir la noche antes, pensando en un futuro lleno de cardados, largas melenas y bigudíes. No pensaban en las horas interminables que tendrían que pasar de pie o en soportar los chismes de clientas de lengua larga.

Madrugó más de la cuenta. Se duchó, se vistió y se maquilló lo más elegante que supo.

Tengo que causar buena sensación.

Mientras se miraba al espejo los shorts destacaban sus largas y proporcionadas piernas. Se sonrió dándose ánimos y salió a buscar el sitio.

Cuando llegó pensó que se habían equivocado con la dirección. En la fachada un luminoso medio fundido y varios espejos rotos enormes le daban la bienvenida. Su imagen desportillada se repetía en miles de trocitos.

A punto de dar la vuelta la puerta se abrió.

Una mujer delgaducha, de edad indefinida, labios exageradamente rojos y pelo exageradamente rubio, ataviada con un estrecho vestido atigrado, apareció en la acera, cigarrillo en mano.

Se miraron unos segundos.

Nena, ¿Buscas algo?

Un salón de... belleza –dudó al contestar.

Una carcajada interrumpida por una tos cascada le respondió.

Aquí es, muchacha. Pasa, pasa. Eres la nueva. Pues sí que tiene buen gusto el jefe...

Entraron y la luz del día despareció. Todo estaba en penumbra y olía raro. Aquello no se parecía en nada a los salones de belleza de las revistas. Ni siquiera había revistas, ni secadores, ni... Aquello no era una peluquería.

Anda, una nueva. Ya tenía yo ganas de descansar. Pues tiene buenas piernas...

La aparición de otra chica, más joven, igual de rubia, vestida con un picardías casi transparente y muy hortera, la hizo despertar.

Sube arriba, chata. Prepárate, que en un rato llegan clientes. –ordenó la primera rubia.

Sisí abrió los ojos y el cerebro. Y su cara se volvió roja, de ira y de vergüenza ante el engaño.

Se me ha... olvidado... una cosa... en casa. –logró articular.

Y salió a la calle, a todo correr sin mirar atrás, alejándose de aquel tugurio, que sabe Dios lo que escondería en el piso de arriba.



Ahora en su modesta peluquería, -que antes fue el garaje donde su padre guardaba sus trastos del campo- sonríe mecánicamente mientras peina y hace permanentes a sus clientas, que le cuentan lo guapos que estaban sus nietos de Primera Comunión o lo bien que da el cura el sermón de los domingos, mientras echan pestes de los retoques de las famosas del papel couchè y celebran otro programa clónico de nuevas estrellas de la canción.

Qué dolor de pies... Al menos, el sábado abren la discoteca –piensa para sí, mientras coloca el enésimo rulo y enciende el secador.







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