Me
duele el cuello de estar en esta posición. Acaba ya, me gustaría
gritarle a esta chica, empeñada en darme masajes en la cabeza. ¡Qué
pesadilla! Debe de creer que es una especialista estupenda.
Especialista en echar champú y restregarlo por el pelo. ¡Qué
nivel! Dice que eso activa la circulación. Yo no quiero que me
active nada, lo único que quiero es que acabe pronto. Que si me
echa una crema suavizante, me pregunta. Le digo que no, que no
quiero nada. Me contesta que entonces el pelo me quedará áspero y
difícil de peinar. Acepto, aunque sé que me va a aumentar la
factura, pero parece que si dices que no a todo te miran mal, como
si fueras una tacaña o algo así. Ahora que la crema tiene que
esperar unos minutos ¡Qué suplicio! No entiendo coómo hay gente
que viene todas las semanas. Se ha marchado a coger el teléfono, y
menuda conversación, me gustaría gritarle que dejara de hablar y
me aclarara la cabeza de una vez, pero mi educación y mi timidez
no me lo permiten. Siempre me pasa lo mismo en la peluquería, que
me entran ganas de gritar y me aguanto y digo que vale que me echen
lo que quieran y salgo pagando lo que no pensaba. Por eso vengo tan
poco, solo cuando ya no soy capaz a domar mi pelo. Si hasta me tiño
yo misma, tan ricamente en mi casita, sin aguantar a nadie. Bueno,
parece que ya viene ¡Ay, que el agua quema! , protesto y va bajando
la temperatura y ahora está ya fría, muy fría, pues hala fría,
que más da, al fin y al cabo dicen que así brilla más el pelo.
Con que acabe de una vez me doy por contenta. Ya tengo el pelo
enrollado en una toalla, que siempre me pregunto si estará limpia
del todo o si tendrá pelos de otras, que nunca se sabe cómo las
lavan, o a lo mejor ni las lavan, vete tú a saber. Ya estoy sentada
en el sillón y como siempre me dan revistas de esas del corazón
que no me gustan nada, porque aunque mires una cada tres años
siempre encuentras a los mismos. Todos presumiento de casa con
piscina y doscientas habitaciones. Y claro, después salgo de aquí
y voy a mi cuchitril de una habitación y me deprimo. Qué cómo
quiero cortar el pelo, como siempre, como lo llevo, solo las puntas,
bueno un poco más ,como dos centímetros, pero dos centímetros
solo recalco, que con las peluqueras ya se sabe, le dices dos
centímetros y sales con dos metros menos de pelo. Me cortan el pelo
mientras me dan conversación, y no me apetece hablar, que hablen
entre ellas o con otras clientas, yo solo quiero cortar el pelo y
largar de aquí lo más rápido posible. Pero no, erre que erre, que
si viste la gala de los Goyas, que mona iba esta o la otra y que fea
la de más allá. Céntrate, céntrate en cortarme el pelo a ver si
te despistas con tanto trapo. Si se ve que te come la envidia.
Claro, como eres la dueña, hoy me tocó la dueña, una mujer madura
que se cree una adolescente, con sus pelos azules en un peinado
imposible, y su minifalda oculta bajo la bata. Siempre hablando de
moda, de que si se lleva esto o lo otro. Uy, y ahora sale la de
estética, ya ni me acordaba de ella. Enseguida vendrá al ataque.
¿Quieres que te corte las uñas, te depile las cejas, el bigote,
las piernas, te haga un feeling, un maquillaje especial, te saquee
la cartera? Digo que no a todo con educación, aprovechando que el
pelo me cae sobre la cara y no so me ve la expresión de “vete a
hacer puñetas”. Entra una clienta por la puerta y se deshacen en
parabienes, las dos, la dueña y la de estética. Ay, chica, que
mona vienes, qué quieres hacer. Se pierde en el interior del
establecimiento con la de estética, le va a hacer un repaso en toda
regla por lo visto. Y la otra, la dueña, todavía cortando, un poco
por aquí, un poco por allá, cuando salga de aquí voy a mirar por
internet, a ver si hay algún tutorial para cortarme el pelo yo
misma, como hacía de jovencita cuando lo llevaba muy largo. Ponia
la mitad del pelo a la derecha, la mitad a la izquierda, y cortaba.
Menudas broncas me metia mi madre que tenía luego que arreglar el
desaguisado. Bueno, parece que ya dejó las tijeras. Que no, que no
quiero que me pases esa otra tijera desmechadora, que me abre las
puntas. Ella dice que no, que queda mejor así, pero me resisto, al
fin y al cabo el pelo es mío y el dinero también. Pues parece que
no le gusta, por ese gesto que hace. Que no se me ponga tonta que no
vuelvo más, mira que no habrá cambiado yo de peluquería por mucho
menos. Al fin, ya llega la hora del secador. Anda, que no tarda
también, si yo en casa lo seco en un plisplás. Le digo que me pase
la plancha, que no quiero peinados aparatosos. Coge cada mechón y
lo pasa un montón de veces, hasta dejarme el pelo más tieso que el
de una escoba. Y ya estamos otra vez con el flequillo, que manía de
dejármelo siempre tapándome un ojo, habrá cosa más incómoda.
Le digo que me lo corte un poco más y lo repasa y lo repasa y lo
repasa. Ya vale, le digo, ya me veo bien. Me levanto y me vuelve a
sentar. Es que me quedó aquí un pelillo suelto, espera que te lo
arreglo. Por fin, me quita la toalla, y cuando me pongo de pie me
pasa un cepillo por la ropa. Voy hacia el mostrador y pago. ¡Hala!
Cuarenta euros por cortar cuatro pelos. Claro, con tanta cremita por
aquí y por allá, al final, ya me descolocaron el mes. Bueno, mira,
por lo menos me dan unas muestras de champú para mi pelo graso, a
ver si hay suerte, me gusta y lo compro. Total, el frasquito cuesta
veinticinco euros de nada y es muy bueno, me dice, y cunde mucho, te
durará meses. Salgo agobiada, mirándome en los cristales de los
escaparates, deseando llegar a casa para retocarme a mi gusto. Y,
como siempre, tengo que sacar mi plancha y poner el pelo a mi gusto.
¡Qué agobio! No entiendo cómo hay gente que va todas las semanas
a la peluquería. Yo, hasta pagaría por no ir.
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