A
mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela. Era una
vieja construcción de piedra, ya en desuso, a la que se accedía por
un camino reconocible solo por la gente del pueblo y algún que otro
excursionista. Cuando cumplí los trece años ya hacía tiempo que la
abuela y yo no íbamos hasta allí, pues al hecho de que sus piernas
ya estaban cansadas, se unía el deterioro del camino, herido por la
lluvia, los desprendimientos de tierra y el abandono.
Una tarde nublada de julio convencí a mi pandilla para hacer una
excursión al molino, pese a tenerlo prohibido. Salimos sigilosamente
del pueblo, separados en grupos de a tres y por distintas calles,
para no despertar sospechas.
Tras recorrer unos cinco quilómetros llegamos ante la estructura de
piedra, rodeada de maleza y de un montón de tejas rotas. Decidimos
entrar a echar un vistazo, tras descorrer un gran pasador de madera,
mientras nos preguntábamos a quién le podía interesar mantener
aquello cerrado. Una vez dentro, recorrimos la planta baja donde aún
quedaba un poste vertical alzándose hasta el primer piso, y en una
esquina unas ruedas de palas, que según me había explicado la
abuela, se movían con la fuerza del agua del río cercano. Después,
subimos con cuidado las destartaladas escaleras de madera. Arriba nos
encontramos con un gran embudo, donde se echaba el cereal para su
molienda y un par de muelas enormes. Nuestros mayores nos habían
contado cómo llevaban el maíz, la escanda, el trigo o la cebada al
molino para hacer en casa pan, tortas o boroña. Estábamos hablando
de ello, imaginándonos esos tiempos tan antiguos donde aún se hacía
el pan en casa, cuando Alejandro, que estaba fumando a la puerta,
sintió acercarse unos pasos acompañados de silbidos. Entró
rápidamente, cerró la puerta y subió a avisarnos. Nos agachamos,
tratando de hacernos invisibles, y permanecimos en silencio. Alguien
entró y volvió a salir. Tras esperar un tiempo prudencial,
respiramos tranquilos y seguimos hablando y riendo. De pronto, el
cielo comenzó a rugir y no tardó en estallar una fuerte tormenta.
El agua repiqueteaba en el deteriorado techo uniéndose al cantar de
las aguas del río. Nos miramos contrariados. Debíamos esperar a que
cesara el aguacero para volver a casa y ya podíamos ir pensando cómo
explicar dónde habíamos estado metidos y de dónde había salido el
barro que a buen seguro llevaríamos en nuestros playeros, sandalias
y piernas.
Por
suerte, a la media hora dejó de llover. Nos lanzamos trotando
escaleras abajo para regresar al pueblo, pero la puerta no se abría,
estaba cerrada por fuera. Asustados, examinamos todo el edificio en
busca de una salida, pero no había ni una sola ventana. Miramos al
techo. Los chicos mayores intentaron llegar hasta el tejado, pero
estaba demasiado alto, además de presentar un aspecto poco seguro.
Empujamos la puerta, dimos decenas de puñetazos y cientos de
patadas, sin obtener más resultado que el cansancio, la impotencia y
el miedo. Decidimos gritar. Gritamos hasta quedar afónicos, pero
nuestros gritos se perdían en la soledad del lugar. La tarde se
siguió deslizando hasta enlazarse con las primeras sombras de la
noche. Sabíamos que, al no llegar a cenar, saldrían a buscarnos. En
eso confiábamos, aunque con miedo a ser encontrados, pues nadie se
libraría de un buen castigo. Yo, pensaba en la abuela, en el
disgusto que se llevaría y en la esperanza de que no les contara
nada a mis padres. Como no podíamos hacer nada, nos acurrucamos unos
junto a otros, dispuestos a esperar por nuestros salvadores. Las
ropas de verano y la angustia nos hacían tiritar. Miguel, sentado a
mi lado, me pasó el brazo por los hombros para darme calor y
consuelo y entonces pensé que no me importaba lo que pasara, que
ojalá tardaran mucho en encontrarnos. Uno a uno fuimos quedando
dormidos, hasta que un grito nos sobresaltó. Mónica dijo que era un
lechuza o un búho. Estaba muy cerca y era un sonido espeluznante.
Alejandro encendió su mechero sin avisar y todos pegamos un blinco
al ver la llama ardiendo de repente en la oscuridad. Acto seguido
alguien miró el reloj. Eran las tres de la mañana, la hora de las
ánimas, dijo Juan. Nos estremecimos de terror. Laura dijo que no,
que la hora de las ánimas era las doce de la noche. Entramos en una
conversación sobré ánimas, fantasmas, espíritus y apariciones que
nos producía escalofríos, pero no podíamos parar de darnos miedo a
nosotros mismos y a los demás. Dormitando y hablando llegó el
amanecer y, con él, la ansiedad y el nerviosismo. No sabíamos qué
sería mejor, que nos encontraran o que no nos encontraran.
En
el pueblo, según supimos más tarde, habían saltado todas las
alarmas la noche anterior. Habían recorrido el pueblo, los
alrededores, las orillas del río, el bosque, los caminos que
llevaban al pueblo vecino, a las ruinas abandonadas… No había
rastro de nosotros.
Tras
la tormenta había amanecido un día espléndido y aquello parecía
un horno. Yo, mientras intentaba secar el sudor con mi propia ropa,
recordaba a la abuela, en casa, protestando porque entre otras cosas
modernas, le molestaba sobremanera el siseo que producía
el ventilador
que había comprado mi padre para aliviar las horas más calurosas.
El
tiempo pasaba lento, aunque a nuestras familias debió de parecerles
eterno. La mayoría de nosotros estaba con los abuelos, mientras
nuestros padres, aún sin vacaciones, habrían dormido a pierna
suelta en la creencia que de los niños
estarían en buenas manos. No
fue hasta la una de la tarde, cuando se dieron cuenta de que podíamos
estar atrapados en el viejo molino. Casimiro, el hijo del antiguo
molinero, se había acercado al pueblo, como todos los días, a tomar
su par de vasos de vino. Al enterarse de nuestra desaparición –
algo inaudito, según la guardia civil, pues éramos quince, entre
chicos y chicas-- recordó haber encontrado abierta la puerta del
molino, aunque había mirado en su interior sin ver a nadie ni
escuchar ningún ruido. Esperanzado, todo el pueblo se puso en
marcha, incluso la abuela. El camino estaba embarrado y resbaladizo
pero eso no fue impedimento para que lo recorriera una multitud
gritando nuestros nombres. Al oírlos nosotros también comenzamos a
gritar. Nos abrieron la puerta. Salimos muy despacio, llorando, sin
atrevernos a mirarlos a los ojos, esperando algún que otro tortazo.
Pero, ante nuestro desconcierto, los adultos se abalanzaron sobre
nosotros, cubriéndonos de besos y abrazos.
Recuerdo
aquella aventura con emoción y alegría, aunque aún me apena el
susto que llevó la pobre abuela. Al llegar a casa me mandó darme un
baño mientras preparaba algo de comer. Cuando salí, limpia y
hambrienta, no me atrevía a levantar la vista del suelo ni a decir
una sola palabra. Ella se puso delante de mí y me dijo que si
pudiera me mandaría ese mismo día para casa, con mis padres, que
ella ya no tenía edad para soportar esos disgustos. En medio de
todo, se me escapó una sonrisa, al pensar que el autobús no llegaba
hasta allí, así que
no podía mandarme a casa. Ella, al ver mi sonrisa, creyó que me
reía de ella y me dio una bofetada. Entonces rompí a llorar. Lloré
de tristeza, de vergüenza y de hambre. La abuela me abrazó y me
consoló, como se consuela a un niño pequeño, fundiendo sus
lágrimas con las mías, llenándome de unos besos con los que iba
diluyendo su propio miedo.
Mis
padres llegaron tres semanas más tarde, cuando a mi abuela ya se le
había pasado el disgusto y el asunto ya era tomado a risa por los
vecinos. Yo seguí disfrutando del verano más maravilloso de mi
vida. El verano en el que un chico me abrazó por primera vez y me
dio unos cuantos besos tiernos y furtivos.
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