El viejo molino - Cristina Muñiz Martín

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A mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela. Era una vieja construcción de piedra, ya en desuso, a la que se accedía por un camino reconocible solo por la gente del pueblo y algún que otro excursionista. Cuando cumplí los trece años ya hacía tiempo que la abuela y yo no íbamos hasta allí, pues al hecho de que sus piernas ya estaban cansadas, se unía el deterioro del camino, herido por la lluvia, los desprendimientos de tierra y el abandono.

Una tarde nublada de julio convencí a mi pandilla para hacer una excursión al molino, pese a tenerlo prohibido. Salimos sigilosamente del pueblo, separados en grupos de a tres y por distintas calles, para no despertar sospechas.

Tras recorrer unos cinco quilómetros llegamos ante la estructura de piedra, rodeada de maleza y de un montón de tejas rotas. Decidimos entrar a echar un vistazo, tras descorrer un gran pasador de madera, mientras nos preguntábamos a quién le podía interesar mantener aquello cerrado. Una vez dentro, recorrimos la planta baja donde aún quedaba un poste vertical alzándose hasta el primer piso, y en una esquina unas ruedas de palas, que según me había explicado la abuela, se movían con la fuerza del agua del río cercano. Después, subimos con cuidado las destartaladas escaleras de madera. Arriba nos encontramos con un gran embudo, donde se echaba el cereal para su molienda y un par de muelas enormes. Nuestros mayores nos habían contado cómo llevaban el maíz, la escanda, el trigo o la cebada al molino para hacer en casa pan, tortas o boroña. Estábamos hablando de ello, imaginándonos esos tiempos tan antiguos donde aún se hacía el pan en casa, cuando Alejandro, que estaba fumando a la puerta, sintió acercarse unos pasos acompañados de silbidos. Entró rápidamente, cerró la puerta y subió a avisarnos. Nos agachamos, tratando de hacernos invisibles, y permanecimos en silencio. Alguien entró y volvió a salir. Tras esperar un tiempo prudencial, respiramos tranquilos y seguimos hablando y riendo. De pronto, el cielo comenzó a rugir y no tardó en estallar una fuerte tormenta. El agua repiqueteaba en el deteriorado techo uniéndose al cantar de las aguas del río. Nos miramos contrariados. Debíamos esperar a que cesara el aguacero para volver a casa y ya podíamos ir pensando cómo explicar dónde habíamos estado metidos y de dónde había salido el barro que a buen seguro llevaríamos en nuestros playeros, sandalias y piernas.

Por suerte, a la media hora dejó de llover. Nos lanzamos trotando escaleras abajo para regresar al pueblo, pero la puerta no se abría, estaba cerrada por fuera. Asustados, examinamos todo el edificio en busca de una salida, pero no había ni una sola ventana. Miramos al techo. Los chicos mayores intentaron llegar hasta el tejado, pero estaba demasiado alto, además de presentar un aspecto poco seguro. Empujamos la puerta, dimos decenas de puñetazos y cientos de patadas, sin obtener más resultado que el cansancio, la impotencia y el miedo. Decidimos gritar. Gritamos hasta quedar afónicos, pero nuestros gritos se perdían en la soledad del lugar. La tarde se siguió deslizando hasta enlazarse con las primeras sombras de la noche. Sabíamos que, al no llegar a cenar, saldrían a buscarnos. En eso confiábamos, aunque con miedo a ser encontrados, pues nadie se libraría de un buen castigo. Yo, pensaba en la abuela, en el disgusto que se llevaría y en la esperanza de que no les contara nada a mis padres. Como no podíamos hacer nada, nos acurrucamos unos junto a otros, dispuestos a esperar por nuestros salvadores. Las ropas de verano y la angustia nos hacían tiritar. Miguel, sentado a mi lado, me pasó el brazo por los hombros para darme calor y consuelo y entonces pensé que no me importaba lo que pasara, que ojalá tardaran mucho en encontrarnos. Uno a uno fuimos quedando dormidos, hasta que un grito nos sobresaltó. Mónica dijo que era un lechuza o un búho. Estaba muy cerca y era un sonido espeluznante. Alejandro encendió su mechero sin avisar y todos pegamos un blinco al ver la llama ardiendo de repente en la oscuridad. Acto seguido alguien miró el reloj. Eran las tres de la mañana, la hora de las ánimas, dijo Juan. Nos estremecimos de terror. Laura dijo que no, que la hora de las ánimas era las doce de la noche. Entramos en una conversación sobré ánimas, fantasmas, espíritus y apariciones que nos producía escalofríos, pero no podíamos parar de darnos miedo a nosotros mismos y a los demás. Dormitando y hablando llegó el amanecer y, con él, la ansiedad y el nerviosismo. No sabíamos qué sería mejor, que nos encontraran o que no nos encontraran.

En el pueblo, según supimos más tarde, habían saltado todas las alarmas la noche anterior. Habían recorrido el pueblo, los alrededores, las orillas del río, el bosque, los caminos que llevaban al pueblo vecino, a las ruinas abandonadas… No había rastro de nosotros.

Tras la tormenta había amanecido un día espléndido y aquello parecía un horno. Yo, mientras intentaba secar el sudor con mi propia ropa, recordaba a la abuela, en casa, protestando porque entre otras cosas modernas, le molestaba sobremanera el siseo que producía el ventilador que había comprado mi padre para aliviar las horas más calurosas.

El tiempo pasaba lento, aunque a nuestras familias debió de parecerles eterno. La mayoría de nosotros estaba con los abuelos, mientras nuestros padres, aún sin vacaciones, habrían dormido a pierna suelta en la creencia que de los niños estarían en buenas manos. No fue hasta la una de la tarde, cuando se dieron cuenta de que podíamos estar atrapados en el viejo molino. Casimiro, el hijo del antiguo molinero, se había acercado al pueblo, como todos los días, a tomar su par de vasos de vino. Al enterarse de nuestra desaparición – algo inaudito, según la guardia civil, pues éramos quince, entre chicos y chicas-- recordó haber encontrado abierta la puerta del molino, aunque había mirado en su interior sin ver a nadie ni escuchar ningún ruido. Esperanzado, todo el pueblo se puso en marcha, incluso la abuela. El camino estaba embarrado y resbaladizo pero eso no fue impedimento para que lo recorriera una multitud gritando nuestros nombres. Al oírlos nosotros también comenzamos a gritar. Nos abrieron la puerta. Salimos muy despacio, llorando, sin atrevernos a mirarlos a los ojos, esperando algún que otro tortazo. Pero, ante nuestro desconcierto, los adultos se abalanzaron sobre nosotros, cubriéndonos de besos y abrazos.

Recuerdo aquella aventura con emoción y alegría, aunque aún me apena el susto que llevó la pobre abuela. Al llegar a casa me mandó darme un baño mientras preparaba algo de comer. Cuando salí, limpia y hambrienta, no me atrevía a levantar la vista del suelo ni a decir una sola palabra. Ella se puso delante de mí y me dijo que si pudiera me mandaría ese mismo día para casa, con mis padres, que ella ya no tenía edad para soportar esos disgustos. En medio de todo, se me escapó una sonrisa, al pensar que el autobús no llegaba hasta allí, así que no podía mandarme a casa. Ella, al ver mi sonrisa, creyó que me reía de ella y me dio una bofetada. Entonces rompí a llorar. Lloré de tristeza, de vergüenza y de hambre. La abuela me abrazó y me consoló, como se consuela a un niño pequeño, fundiendo sus lágrimas con las mías, llenándome de unos besos con los que iba diluyendo su propio miedo.

Mis padres llegaron tres semanas más tarde, cuando a mi abuela ya se le había pasado el disgusto y el asunto ya era tomado a risa por los vecinos. Yo seguí disfrutando del verano más maravilloso de mi vida. El verano en el que un chico me abrazó por primera vez y me dio unos cuantos besos tiernos y furtivos.










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