Un hobby especial - Clara Conde

                                      





Esto lo hago por amor al arte. Y nunca mejor dicho, porque es un arte, y yo soy un artista, un virtuoso, y pongo mi corazón en cada movimiento. Sin embargo, recibo dinero a cambio, porque, como dijo mi madre, resultaría raro hacerlo gratis.
Mi madre, mi santa madre que en paz descanse, fue quien me dio la idea y quien me ayudó a desmantelar la vieja carpintería de mi abuelo para montar mi laboratorio, como lo llamo yo, y convertirlo en lo que es ahora, un remanso de paz y relajación con todo el mobiliario y las herramientas necesarias que me permiten entregarme cada fin de semana a mi pasión.
A media mañana del lunes ya empiezo a soñar con la llegada del viernes, con el fin de la jornada laboral, para subirme en el coche y conducir hasta el pueblo, las cuatro horas de viaje anticipando los placeres que me esperan.
Nada parecido a lo que la sociedad entiende que es mi trabajo verdadero, tras el mostrador de la agencia tributaria resolviendo las dudas y los problemas de los que allí llegan; a veces incluso teniendo que escuchar detalles de sus vidas, como si yo fuese el ministro y les fuera a solucionar algo.
Es un trabajo tedioso e inútil. La mayoría de los usuarios son grises por fuera y por dentro, pero de vez en cuando aparece alguien que destaca. No es necesariamente quien más grita o quien más documentos aporta para demostrar su versión. Se le nota una diferencia en la mirada, en la postura, es un algo que hace que mi vista se llene de rojo bermellón. Pero son los menos, son escasos.
Así era aquella chica, la alemana que vino al pueblo aquel turbulento verano. Sólo mamá intuyó lo que había pasado en realidad. Y por eso montamos el laboratorio y ella pudo irse al cielo tranquila, sabiendo que yo encontraba aquí lo que necesitaba.
Siempre trabajo con música, me ayuda a concentrarme. Escucho las piezas más contundentes de Wagner que hacen parecer silenciosas a mis herramientas. Y hoy he tenido el volumen especialmente alto, porque me encuentro especialmente feliz, con quince días de vacaciones por delante que pienso pasar aquí, en el pueblo, en mi pequeño oasis, atendiendo todos los encargos que pueda.
Por eso no he oído llegar a Don Gustavo, que me mira desde la entrada, un poco cohibido. Le hago una seña para que se acerque y le señalo con orgullo los baldes, con los trozos de la ternera perfectamente despiezados y clasificados, a la vez que le digo “vuelva el jueves y le corto la otra”.









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