Esto lo hago por amor al arte. Y nunca
mejor dicho, porque es un arte, y yo soy un artista, un virtuoso, y
pongo mi corazón en cada movimiento. Sin embargo, recibo dinero a
cambio, porque, como dijo mi madre, resultaría raro hacerlo gratis.
Mi madre, mi santa madre que en paz
descanse, fue quien me dio la idea y quien me ayudó a desmantelar la
vieja carpintería de mi abuelo para montar mi laboratorio, como lo
llamo yo, y convertirlo en lo que es ahora, un remanso de paz y
relajación con todo el mobiliario y las herramientas necesarias que
me permiten entregarme cada fin de semana a mi pasión.
A media mañana del lunes ya empiezo a
soñar con la llegada del viernes, con el fin de la jornada laboral,
para subirme en el coche y conducir hasta el pueblo, las cuatro horas
de viaje anticipando los placeres que me esperan.
Nada parecido a lo que la sociedad
entiende que es mi trabajo verdadero, tras el mostrador de la agencia
tributaria resolviendo las dudas y los problemas de los que allí
llegan; a veces incluso teniendo que escuchar detalles de sus vidas,
como si yo fuese el ministro y les fuera a solucionar algo.
Es un trabajo tedioso e inútil. La
mayoría de los usuarios son grises por fuera y por dentro, pero de
vez en cuando aparece alguien que destaca. No es necesariamente quien
más grita o quien más documentos aporta para demostrar su versión.
Se le nota una diferencia en la mirada, en la postura, es un algo que
hace que mi vista se llene de rojo bermellón. Pero son los menos,
son escasos.
Así era aquella chica, la alemana que
vino al pueblo aquel turbulento verano. Sólo mamá intuyó lo que
había pasado en realidad. Y por eso montamos el laboratorio y ella
pudo irse al cielo tranquila, sabiendo que yo encontraba aquí lo que
necesitaba.
Siempre trabajo con música, me ayuda a
concentrarme. Escucho las piezas más contundentes de Wagner que
hacen parecer silenciosas a mis herramientas. Y hoy he tenido el
volumen especialmente alto, porque me encuentro especialmente feliz,
con quince días de vacaciones por delante que pienso pasar aquí, en
el pueblo, en mi pequeño oasis, atendiendo todos los encargos que
pueda.
Por eso no he oído llegar a Don Gustavo,
que me mira desde la entrada, un poco cohibido. Le hago una seña
para que se acerque y le señalo con orgullo los baldes, con los
trozos de la ternera perfectamente despiezados y clasificados, a la
vez que le digo “vuelva el jueves y le corto la otra”.
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