Recuerdo el
pueblo de mi niñez como si el tiempo se hubiera detenido y la
civilización hubiese dado un rodeo. Quizá era así o quizá mis
marcados recuerdos infantiles lo preservaban intacto. Nunca he
vuelto. Así que no puedo asegurar que siga así o que haya cambiado
desde entonces.
Cuando cumplí
doce años en mi familia hubo una reunión llena de caras serias,
lágrimas, lamentos y mucho humo de pipa que me escoció la garganta
y me hizo toser. En esa reunión, que marcó el destino familiar, se
decidió vender lo poco que tenían y todos emigramos a la gran
ciudad.
Me vi
obligado por las circunstancias a espabilarme y a olvidarme del
campo, y cambiar arboles y sembrados por el asfalto gris que crecía
entre horribles edificios en forma de cajón. La única naturaleza
eran unos descampados terrosos que luego fueron ocupados por más
cajones impersonales; que casi parecían celdas donde hacinar a los
futuros presos de la ciudad.
Por aquel
entonces el
autobús no llegaba hasta allí.
Solo un tranvía lento y traqueteante nos conectaba con el centro. El
metro ni siquiera sabíamos lo que era.
Mi infancia
verdadera y más feliz transcurrió en el pueblo. Mis días pasaban
tranquilos en la escuela de Doña María. Cuando no había clase
pedaleaba hasta el río con mis amigos para buscar tesoros por las
orillas. Y los domingos algunos ayudábamos en misa a Don Salustiano,
el cura. Del que me llevé más de un tirón de orejas. Quizá por
eso de adolescente las tuve de soplillo y las intentaba esconder
dejándome el pelo largo, cosa que mi padre odiaba.
En mis
recuerdos siempre aparecen mis abuelos y el molino del río. A
mí me encantaban aquellas visitas al molino con mi abuela.
Siempre íbamos juntos a llevarle la comida a mi abuelo.
Me
gustaba tocar aquellas dos piedras enormes y meter mis manos en la
pastosa sustancia blanquecina aún sin refinar. Soñaba con vivir
como mi abuelo, en plena naturaleza; comiendo de su tartera metálica,
cortando con su navaja la hogaza de pan que la abuela le cocinaba y
bebiendo a morro de su bota de vino.
Los
dos eran firmes y sólidos como aquellas piedras gigantes. De ellos
aprendí lo que jamás me enseñaron en mis años de estudiante. A
ser honesto, a ser una persona con los pies en el suelo.
Mi
abuelo fue un hombre de marcado carácter solitario, amante de la
naturaleza, de muchos silencios y palabras exactas. Le gustaba ir a
su aire, y siempre andaba por espacios abiertos, buscando plantas o
pájaros.
En
raras ocasiones le vi pisar la taberna del pueblo. Cuando iba se
quedaba poco rato y a disgusto, ya que le
molestaba sobremanera el siseo que producía el ventilador de
palas del techo. Decía que le desconcentraba para decidir las
jugadas del mus.
Los
vecinos tenían otra teoría. Se rumoreaba que era un tacaño y no
quería pagar las rondas de chatos cuando le tocaba. La verdad es que
en ese pueblo mucho dinero nunca hubo. Por eso nos fuimos nosotros.
Por eso se fueron otros siguiendo el mismo sueño.
Pero
lo que esperábamos que la ciudad nos ofreciera no se cumplió del
todo. Es cierto que mi padre y otros tantos encontraron un trabajo en
aquellas fábricas mastodónticas que parecían tragárselos por las
mañanas y escupirlos sin fuerzas por las noches.
Con
el salario que ganaban consiguieron comprar a plazos un piso modesto.
Y algunos compraron locales y abrieron su tiendecita, de aquellas de
toda la vida. Nosotros íbamos al colegio y los más avispados
incluso llegaron a la universidad.
Había
donde comprar y cierto desahogo económico que no consiguió aliviar
el embrutecimiento con el que el asfalto y la soledad castigaban a
muchos.
Algunos
sobrevivieron a la voracidad de la ciudad. Pero muchos sucumbieron a
excesos y delitos. Alcohol, drogas y robos estaban a la orden del día
en los periódicos y en el boca a boca.
Mi
peor recuerdo en la ciudad fue la desaparición de Marieta, una de
mis vecinas, compañera de clase de mi hermana pequeña. Entonces el
pánico cundió en el barrio. Las madres no nos dejaban bajar a jugar
solos al parque. Íbamos y volvíamos del colegio siempre acompañados
de un profesor, un municipal, el sereno o varias de nuestras madres
en patrulla.
Durante
la reunión que congregó a nuestros preocupados padres en el patio
del colegio, el jefe de policía del barrio aseguró que los
niños estarían en buenas manos.
El director del colegio permanecía a su lado, mudo, mientras fumaba
nervioso un cigarrillo tras otro. Acto
seguido miró alguien el reloj
y se oyeron murmullos y toses incómodas porque nadie estaba
tranquilo, a pesar de las medidas de seguridad tomadas. El humo se
cortaba en un ambiente de nerviosismo permanente.
Unos
meses después todo se resolvió de la peor manera posible.
Encontraron a Marieta en el pozo de uno de los descampados, detrás
de una casilla que alguno del pueblo había construido para recordar
sus raíces. Pero sus raíces se habían podrido y el alcohol le
había degenerado los sentidos hasta el punto de acosar y engañar a
las niñas cuando iban a algún recado para sus madres. La pequeña
Marieta no volvió a casa. Y nosotros no volvimos a ver volar sus
brillantes rizos oscuros ni su sonrisa en los columpios del parque.
Todos, niños y adultos, quedamos marcados por ese suceso. Nadie
volvió a ser el mismo en el barrio.
Nunca
fui tan feliz como lo fui en el pueblo. Era un niño rodeado de
tranquilidad y naturaleza. En la ciudad crecí de golpe, marcado con
las bofetadas que el asfalto me fue dando.
Nunca
he vuelto al pueblo. No quiero volver. Porque temo que al mirarlo con
mis ojos de adulto arruine ese recuerdo, que a veces creo que se va
desdibujando.
O
quizá sea yo el desdibujado, marcado a base de penurias y tristezas
por el paso de la vida.
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