Elsa
llega a casa de su hija para ver a Manuel, su bisnieto de cinco años.
El pequeño la recibe con alborozo, llenándola de besos y abrazos.
Hace solo un mes que Francisco, el único nieto de Elsa, ha regresado
por fin al hogar tras pasar varios años trabajando en Italia, país
donde ha nacido y crecido el niño al que, hasta ese momento, solo
veía de año en año, en las vacaciones estivales. En toda casa
debería haber un niño pequeño, resuenan en sus oídos las palabras
de su madre. Está de acuerdo. Con lo que no está de acuerdo es con
que llegan al mundo con un pan debajo del brazo, no qué va, lo que
traen los niños bajo el brazo es algo mucho mejor: una gran caja
envuelta en papel de colores brillantes y alegres
que, al abrirla, deja escapar un arco iris de globos que ascienden
por el aire y, poco a poco, van explotando derramando sobre los
adultos una lluvia incesante de felicidad y momentos dichosos.
Esa mañana de principios de verano hace calor y su hija está
preparando al niño para ir a la playa.
--Nana,
ven con nosotros –dice el pequeño, cogiéndole la mano.
–
No cariño, yo no puedo ir a la playa –responde ella con una
sonrisa mezcla de dulzura y tristeza.
--¿Por
qué? --pregunta el niño.
--Hace
mucho que no voy a la playa. Me canso.
--Anda,
ven Nana. Ven con nosotros y te enseñaré a hacer castillos de
arena.
--Venga,
mamá, no te hagas de rogar, ven con nosotros hasta la playa. Solo
estaremos un rato, hasta la hora de comer. Te llevaré una silla y
estarás cómoda, no te preocupes.
Elsa
se deja convencer, no por su hija, sino por los ojos vivarachos de
Manuel. La playa está cerca, tan solo tienen que cruzar la calle, y
el niño no suelta la mano de su bisabuela. A Elsa le recuerda su
propia niñez, cuando su padre la llevaba al cine en el pueblo vecino
mientras su madre quedaba en casa atendiendo a su hermano pequeño.
Iba en el guardabarros de una bicicleta que en su recuerdo es roja y
preciosa, aunque en las fotografías aparezca vieja y descolorida. Su
padre siempre le compraba alguna golosina, como aquellas largas
barras de caramelo que le duraban toda la sesión. Ahora ella tiene
muchos más años de los que tendría su padre en aquella época,
aunque Manuel tiene más o menos los mismos que tenía ella. Antes de
llegar a la playa, Elsa le compra a un entusiasmado Manuel un cubo azul con un asa roja y una paleta amarilla. Al llegar a la playa
buscan un hueco cerca de la orilla para que el niño juegue con el
agua. Elsa y su hija se instalan en un par de cómodas sillas ante la
atenta mirada de Manuel que hace un mohín de disgusto. Se acerca a
la bisabuela, la coge de la mano y hace fuerza para que se levante.
–
Ven, Nana, ven, vamos a hacer un castillo de arena.
--Deja
tranquila a Nana, Manuel. Juega tú solo –dice Mayte a su nieto.
Eso mismo pensaba decirle Elsa al niño, pero al oírlo en boca de su
hija le ha sonado mal, como si le estuviera diciendo que no era más
que un estorbo.
--Déjalo –le dice a su hija. Me vendrá bien jugar un rato con él
–dice mientras se levanta de la silla con una agilidad inusitada.
Y
Elsa se sienta sobre la arena, sin importarle manchar su coqueta
falda blanca, para algo están las lavadoras, ese invento tan
maravilloso, piensa. Sus manos, entrelazadas con las de su bisnieto,
comienzan a llenar cubos de arena y a hacer “quesitos”, como
decía de niña. Manuel, ante la atenta mirada de la bisabuela, va y
viene a la orilla a coger agua para humedecer la arena. Al cabo de
una hora, montones de “quesitos” forman algo parecido a un
imaginario castillo rodeado de un foso húmedo. El niño ríe y
palmotea. La bisabuela ríe y palmotea. Y se abrazan y se regalan
besos para festejar su hazaña.
Cuando
quiere levantarse, Elsa tiene que pedir ayuda. Manuel le ofrece sus
dos manos tiernas y menudas. Ella las coge, se incorpora un poco y
vuelve a caer sentada sobre la arena como un fardo pesado. Los dos
ríen a carcajadas. Lo intentan varias veces con el mismo resultado y
no pueden dejar de reír. Mayte va hacia su madre y, con gran
esfuerzo, consigue levantarla, pues las piernas de Elsa han quedado
adormiladas, aunque su corazón está despierto, sus ojos alegres y
su boca adornada por una gran sonrisa.
--Te
está bien por consentirlo tanto. Mañana te estarás quejando todo
el día –la reprende su hija.
--Estoy
estupendamente. No seas pesada, hija, y déjame vivir.
Salen
de la playa y se despiden en el portal. El pequeño le arranca la
promesa de construir al día siguiente otro castillo de arena y Elsa,
cansada y feliz, regresa a su casa, donde tras comer con más hambre
de lo acostumbrado, duerme una buena siesta. Por la tarde, sale con
sus amigas, aunque ese día está ajena a sus quejas y parloteos, su
mente imaginando el amanecer de un nuevo día para ir en busca de su
pequeño.
Y
día tras día, Elsa y Manuel van a la playa, unas veces acompañados
y otras solos. En realidad no necesitan a nadie más. Hay entre ellos
una corriente de amor y simpatía mutua, como si fueran dos corazones
gemelos. Desde que llegó Manuel, Elsa come mejor, duerme mejor y ha
recuperado la ilusión y la alegría de vivir. Ya no le da pereza
levantarse por la mañana, ni arreglarse para salir. Incluso ha
comprado ropa nueva por primera vez en cinco años, pues decía que
para qué iba a comprarla si no le iba a dar tiempo a gastarla. Un
día, cuando los dos contemplan satisfechos su último y mejor
castillo, Elsa piensa que ese castillo no es solo de arena, sino
también un castillo de sueños donde están enterrados los suyos de
niña y donde viven y crecen los sueños de futuro de Manuel. Éste
la mira de repente muy serio y le pregunta:
--Nana,
¿tú eres muy vieja?
–
Sí, cariño, lo soy. Tengo muchos años.
--¿Cuántos?
--Ochenta
y dos.
--Jo...¿eso
es más que sesenta? La abuela tiene sesenta y también es vieja.
--Sesenta...quién
los pillara – contesta para sí misma.
--¿Y
te vas a morir pronto?
Una
sombra nubla los ojos de Elsa, aunque pronto se repone.
--Todavía
no.
--Qué
bien, porque yo no quiero que te mueras, quiero que seas siempre mi
“Nana” para siempre y jamás.
--Siempre
seré tu “Nana”, cariño mío, siempre.
--¿Me
lo prometes?
--Te
lo prometo.
El
verano pasó y el otoño trajo con él la huida del buen tiempo y la
llegada de los horarios escolares. Pero Elsa no estaba dispuesta a
perder los momentos mágicos que vivía con Manuel, así que comenzó
a ir a buscarlo todos los jueves por la tarde para ir los dos solos a
comer chocolate con churros. Al principio le costó, pues su hija
quería acompañarlos, pero ella se puso firme y dijo un “no”
rotundo. Los jueves por la tarde eran de ella y de Manuel, de nadie
más. La anciana y el niño iban siempre a la misma chocolatería,
donde el camarero, nada más verlos, ya les ponía sus tazas de
chocolate caliente y sus churros crujientes. Los clientes de las
mesas de al lado se asombraban de ver a aquella mujer y a aquel
chiquillo hablar y reírse sin parar. Elsa contaba historias que el
niño escuchaba atentamente y él enumeraba sus muchas aventuras en
el colegio. Y entre los dos iban tejiendo una maraña de amor y risas
cómplices. Algunas veces, cuando el chocolate salpicaba la ropa,
Elsa se reía de la cara que ponía la gente, que la miraba como si
fuera una vieja chocha. Qué importaba, si pasaba la semana entera
esperando por la llegada del jueves, por disfrutar de su pequeño,
por escucharle sus locas ideas infantiles, por verlo crecer sano y
feliz.
El
tiempo siguió corriendo y el chocolate dio paso al cine de dibujos animados
primero y de aventuras infantiles y juveniles después. Y Elsa y
Manuel continuaron disfrutando de sus jueves, salvo que, el ya
adolescente, estuviera en época de exámenes. Y Elsa cumplió
noventa años y Manuel trece. Y con los noventa llegó la incapacidad
tan temida, la silla de ruedas, la cama. Pero Manuel nunca faltaba a
la cita con su querida Nana. Se sentaba junto a la cama, le cogía la
mano, le contaba sus cosas, le leía y la mimaba. Cuando llegó el
final, Elsa se sentía en paz con el mundo, con su familia y con
ella misma. No podía quejarse de la vida, pensaba. Su única hija la
quería y la atendía con dedicación y cariño y su único nieto la
visitaba regularmente. Sí, la vida había sido buena con ella y
aunque su niñez, su juventud y su madurez no habían sido fáciles,
al final, quizás para compensar, además de una vejez cómoda
y serena le había hecho el más maravilloso de los regalos: el amor de su pequeño Manuel.
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