Nana - Cristina Muñiz Martín


                                         


Elsa llega a casa de su hija para ver a Manuel, su bisnieto de cinco años. El pequeño la recibe con alborozo, llenándola de besos y abrazos. Hace solo un mes que Francisco, el único nieto de Elsa, ha regresado por fin al hogar tras pasar varios años trabajando en Italia, país donde ha nacido y crecido el niño al que, hasta ese momento, solo veía de año en año, en las vacaciones estivales. En toda casa debería haber un niño pequeño, resuenan en sus oídos las palabras de su madre. Está de acuerdo. Con lo que no está de acuerdo es con que llegan al mundo con un pan debajo del brazo, no qué va, lo que traen los niños bajo el brazo es algo mucho mejor: una gran caja envuelta en papel de colores brillantes y alegres que, al abrirla, deja escapar un arco iris de globos que ascienden por el aire y, poco a poco, van explotando derramando sobre los adultos una lluvia incesante de felicidad y momentos dichosos. Esa mañana de principios de verano hace calor y su hija está preparando al niño para ir a la playa.
--Nana, ven con nosotros –dice el pequeño, cogiéndole la mano.
– No cariño, yo no puedo ir a la playa –responde ella con una sonrisa mezcla de dulzura y tristeza.
--¿Por qué? --pregunta el niño.
--Hace mucho que no voy a la playa. Me canso.
--Anda, ven Nana. Ven con nosotros y te enseñaré a hacer castillos de arena.
--Venga, mamá, no te hagas de rogar, ven con nosotros hasta la playa. Solo estaremos un rato, hasta la hora de comer. Te llevaré una silla y estarás cómoda, no te preocupes.
Elsa se deja convencer, no por su hija, sino por los ojos vivarachos de Manuel. La playa está cerca, tan solo tienen que cruzar la calle, y el niño no suelta la mano de su bisabuela. A Elsa le recuerda su propia niñez, cuando su padre la llevaba al cine en el pueblo vecino mientras su madre quedaba en casa atendiendo a su hermano pequeño. Iba en el guardabarros de una bicicleta que en su recuerdo es roja y preciosa, aunque en las fotografías aparezca vieja y descolorida. Su padre siempre le compraba alguna golosina, como aquellas largas barras de caramelo que le duraban toda la sesión. Ahora ella tiene muchos más años de los que tendría su padre en aquella época, aunque Manuel tiene más o menos los mismos que tenía ella. Antes de llegar a la playa, Elsa le compra a un entusiasmado Manuel un cubo azul con un asa roja y una paleta amarilla. Al llegar a la playa buscan un hueco cerca de la orilla para que el niño juegue con el agua. Elsa y su hija se instalan en un par de cómodas sillas ante la atenta mirada de Manuel que hace un mohín de disgusto. Se acerca a la bisabuela, la coge de la mano y hace fuerza para que se levante.
– Ven, Nana, ven, vamos a hacer un castillo de arena.
--Deja tranquila a Nana, Manuel. Juega tú solo –dice Mayte a su nieto.
Eso mismo pensaba decirle Elsa al niño, pero al oírlo en boca de su hija le ha sonado mal, como si le estuviera diciendo que no era más que un estorbo.
--Déjalo –le dice a su hija. Me vendrá bien jugar un rato con él –dice mientras se levanta de la silla con una agilidad inusitada.
Y Elsa se sienta sobre la arena, sin importarle manchar su coqueta falda blanca, para algo están las lavadoras, ese invento tan maravilloso, piensa. Sus manos, entrelazadas con las de su bisnieto, comienzan a llenar cubos de arena y a hacer “quesitos”, como decía de niña. Manuel, ante la atenta mirada de la bisabuela, va y viene a la orilla a coger agua para humedecer la arena. Al cabo de una hora, montones de “quesitos” forman algo parecido a un imaginario castillo rodeado de un foso húmedo. El niño ríe y palmotea. La bisabuela ríe y palmotea. Y se abrazan y se regalan besos para festejar su hazaña.
Cuando quiere levantarse, Elsa tiene que pedir ayuda. Manuel le ofrece sus dos manos tiernas y menudas. Ella las coge, se incorpora un poco y vuelve a caer sentada sobre la arena como un fardo pesado. Los dos ríen a carcajadas. Lo intentan varias veces con el mismo resultado y no pueden dejar de reír. Mayte va hacia su madre y, con gran esfuerzo, consigue levantarla, pues las piernas de Elsa han quedado adormiladas, aunque su corazón está despierto, sus ojos alegres y su boca adornada por una gran sonrisa.
--Te está bien por consentirlo tanto. Mañana te estarás quejando todo el día –la reprende su hija.
--Estoy estupendamente. No seas pesada, hija, y déjame vivir.
Salen de la playa y se despiden en el portal. El pequeño le arranca la promesa de construir al día siguiente otro castillo de arena y Elsa, cansada y feliz, regresa a su casa, donde tras comer con más hambre de lo acostumbrado, duerme una buena siesta. Por la tarde, sale con sus amigas, aunque ese día está ajena a sus quejas y parloteos, su mente imaginando el amanecer de un nuevo día para ir en busca de su pequeño.
Y día tras día, Elsa y Manuel van a la playa, unas veces acompañados y otras solos. En realidad no necesitan a nadie más. Hay entre ellos una corriente de amor y simpatía mutua, como si fueran dos corazones gemelos. Desde que llegó Manuel, Elsa come mejor, duerme mejor y ha recuperado la ilusión y la alegría de vivir. Ya no le da pereza levantarse por la mañana, ni arreglarse para salir. Incluso ha comprado ropa nueva por primera vez en cinco años, pues decía que para qué iba a comprarla si no le iba a dar tiempo a gastarla. Un día, cuando los dos contemplan satisfechos su último y mejor castillo, Elsa piensa que ese castillo no es solo de arena, sino también un castillo de sueños donde están enterrados los suyos de niña y donde viven y crecen los sueños de futuro de Manuel. Éste la mira de repente muy serio y le pregunta:
--Nana, ¿tú eres muy vieja?
– Sí, cariño, lo soy. Tengo muchos años.
--¿Cuántos?
--Ochenta y dos.
--Jo...¿eso es más que sesenta? La abuela tiene sesenta y también es vieja.
--Sesenta...quién los pillara – contesta para sí misma.
--¿Y te vas a morir pronto?
Una sombra nubla los ojos de Elsa, aunque pronto se repone.
--Todavía no.
--Qué bien, porque yo no quiero que te mueras, quiero que seas siempre mi “Nana” para siempre y jamás.
--Siempre seré tu “Nana”, cariño mío, siempre.
--¿Me lo prometes?
--Te lo prometo.
El verano pasó y el otoño trajo con él la huida del buen tiempo y la llegada de los horarios escolares. Pero Elsa no estaba dispuesta a perder los momentos mágicos que vivía con Manuel, así que comenzó a ir a buscarlo todos los jueves por la tarde para ir los dos solos a comer chocolate con churros. Al principio le costó, pues su hija quería acompañarlos, pero ella se puso firme y dijo un “no” rotundo. Los jueves por la tarde eran de ella y de Manuel, de nadie más. La anciana y el niño iban siempre a la misma chocolatería, donde el camarero, nada más verlos, ya les ponía sus tazas de chocolate caliente y sus churros crujientes. Los clientes de las mesas de al lado se asombraban de ver a aquella mujer y a aquel chiquillo hablar y reírse sin parar. Elsa contaba historias que el niño escuchaba atentamente y él enumeraba sus muchas aventuras en el colegio. Y entre los dos iban tejiendo una maraña de amor y risas cómplices. Algunas veces, cuando el chocolate salpicaba la ropa, Elsa se reía de la cara que ponía la gente, que la miraba como si fuera una vieja chocha. Qué importaba, si pasaba la semana entera esperando por la llegada del jueves, por disfrutar de su pequeño, por escucharle sus locas ideas infantiles, por verlo crecer sano y feliz.
El tiempo siguió corriendo y el chocolate dio paso al cine de dibujos animados primero y de aventuras infantiles y juveniles después. Y Elsa y Manuel continuaron disfrutando de sus jueves, salvo que, el ya adolescente, estuviera en época de exámenes. Y Elsa cumplió noventa años y Manuel trece. Y con los noventa llegó la incapacidad tan temida, la silla de ruedas, la cama. Pero Manuel nunca faltaba a la cita con su querida Nana. Se sentaba junto a la cama, le cogía la mano, le contaba sus cosas, le leía y la mimaba. Cuando llegó el final, Elsa se sentía en paz con el mundo, con su familia y con ella misma. No podía quejarse de la vida, pensaba. Su única hija la quería y la atendía con dedicación y cariño y su único nieto la visitaba regularmente. Sí, la vida había sido buena con ella y aunque su niñez, su juventud y su madurez no habían sido fáciles, al final, quizás para compensar, además de una vejez cómoda y serena le había hecho el más maravilloso de los regalos: el amor de su pequeño Manuel.















Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario