Vidas encontradas (Capítulos 1 al 17) - Relato encadenado




        
 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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                                                   CAPÍTULO 1



Era de noche y fuera comenzaba a caer una lluvia fina y húmeda que se adivinaba persistente. Beatriz separó la cortina y miró a través del cristal. La ciudad estaba iluminada y rodeada por una leve bruma que le daba un aspecto melancólico, o romántico, o tal vez fantasmal. Como dice el refrán todo depende del color del cristal con que se mire. Beatriz suspiró pesadamente y se sentó en el sofá, dejándose caer en él cual si fuera un pesado saco de cemento. El cristal con el que miraba ella desde hacía unos días era más bien gris, incluso por momentos negro.
Cogió su bolso y sacó de su interior una revista de crucigramas y un bolígrafo, dispuesta a entretenerse un poco y evadirse de la cruel realidad que se empeñaba en atosigarla desde hacía unos días. Uno, horizontal, capital de Grecia. Capital de Grecia...... ¡Joder! ¿Cómo era posible que no se acordara de cuál era la capital de Grecia? Definitivamente su cerebro no estaba en su lugar, probablemente se hubiera ido a dar una vuelta por ahí, como tal vez debiera de hacer ella. Claro que no era de extrañar, después de la semanita que llevaba como para mantenerse en sus cabales. Todavía no era capaz de comprender cómo después del maravilloso fin de semana que había pasado con Richi todo se había ido a la mierda, todo, una cosa detrás de otra. Aunque ahora que lo pensaba, el comportamiento de su novio no había sido del todo normal. Se había presentado el viernes por la mañana en casa, totalmente eufórico, diciéndole que hiciera las maletas, que se iban de fin de semana a Peñíscola y ella le había obedecido ciegamente, contagiada por aquel entusiasmo fuera de lugar. Nunca había sido su novio de viajes sorpresa, ni de nada sorpresa, la verdad es que era un poco soso, pero bueno, también era tranquilo, complaciente, y follaba bien, al menos eso creía, porque hacía mucho tiempo que no follaba con otro y ya casi no podía comparar. Alguna vez la había dejado a medias, pero suponía que eso era normal, que le pasaba a todas las parejas... En fin, el caso es que el viernes a media mañana se fueron a Peñíscola. Cuatro horas y media de viaje y un mundo de ensueño a sus pies. El pueblo era maravilloso, el hotel que Richi había reservado era lo mismo que un palacio, el clima los había acompañado y entre salidas, entradas, playa, saraos y comilonas se había pasado el tiempo. Todo había sido estupendo, todo si no tenía en cuenta el nerviosismo sin sentido de su novio, los mensajes que le llegaban al móvil un minuto sí y al siguiente también, los viajes al baño cada vez que se sentaban a comer o a cenar, la cara de vinagre con la que regresaba a la mesa... De todas maneras ser consciente de que el comportamiento de Richi había sido extraño aquel fin de semana no le solucionaba nada, más bien al revés, puesto que significaba que ya se estaba mascando la tragedia.
Pero cuando realmente comenzaron a ir mal las cosas fue el lunes. Llegó al hospital a las ocho, con un increíble buen humor, indiscutible reminiscencia del fin de semana. Nada más salir de los vestuarios, ataviada con su uniforme de enfermera, Lidia Méndez, la jefa de planta, le comunicó que el doctor Gutiérrez reclamaba su presencia en su consulta. Y para allí fue más contenta que unas castañuelas, a pesar de que el doctor en cuestión era un presuntuoso, gilipollas, incompetente, presumido y alguna cosilla más. Llamó a la puerta y sin esperar respuesta abrió y entró. El doctor, sentado al otro lado de la mesa de consulta, guardó unos documentos dentro de una carpeta y le hizo una seña para que se sentara. Cuando ella lo hubo hecho comenzó la bronca.
-No sé si sabes que el paciente de la 505 ha muerto anoche.
Beatriz pensó que aquel imbécil se había equivocado de persona, no con el paciente muerto, sino con ella misma, porque ni conocía al fallecido, ni había puesto pie en la 505 desde que habían ingresado en ella al muerto, cuando todavía estaba vivo evidentemente. Se trataba de un hombre con una enfermedad infecciosa que había ingresado en el hospital el jueves a media tarde, poco antes de que ella hubiera terminado su turno.
-¿Y? - preguntó desafiante.
-¿Cómo qué y? Le has administrado una medicación equivocada que le ha debilitado su sistema inmunitario y lo ha llevado a la tumba.
-¿Yo? Me parece que te estás equivocando. No entré en esa habitación para nada, de hecho el jueves por la noche acabó mi turno y he tenido días libres hasta hoy, que acabo de entrar. Así que te recomiendo que te informes bien, para lo cual basta con consultar los partes de ese día y verás mi firma estampada en cuatro habitaciones a las que yo repartí la medicación y ninguna fue esa, precisamente.
El médico ni se inmutó. Abrió la carpeta que tenía ante sí, sacó de su interior unos papeles y los puso delante de Beatriz. Parte de medicación de la 505, firmado el jueves a las ocho treinta y cinco por Beatriz Salgado.
-Esta no es mi firma.
-Pues Beatriz Salgado eres tú.
-Pues esta no es mi firma – afirmó categóricamente levantando la voz.
Estaba comenzando a ponerse nerviosa. Sacó del bolsillo interior de su bata su tarjeta identificativa del hospital y dando un golpe en la mesa la puso delante de Gutiérrez. Las firmas tenían un ligero parecido, como si alguien hubiera intentado falsificarla, pero se notaba a la legua que no era la misma.
El hombre levantó la mirada hacia la enfermera y devolviéndole la tarjeta le dijo.
-Esto es muy grave y se va a abrir una investigación. Ándate con ojo porque todavía no estás libre de culpa. Puedes marcharte.
Beatriz salió de la consulta hecha una furia, pensando que aquel medicucho de mierda se la tenía cruzada. Pero no sabía el muy ladino a quién se estaba enfrentando. ¿Quería guerra? Pues guerra iba a tener, ella no era mujer de amedrentarse ante las injusticias procedentes de gente amargada y ruin.
Se le esfumó el buen humor como por encanto, aunque según transcurrían las horas con ellas se llevaban la bronca, que iba cayendo en el olvido. Por la noche, a pesar de que seguía cabreada, ya estaba convencida de que el problema no era tal. La verdad siempre sale a la luz y esa vez no iba a ser diferente.
Pero lo que no esperaba era que el miércoles trajera consigo un nuevo disgusto, esta vez de mano de Rebeca, su mejor amiga. Cuando la llamó por teléfono a media tarde casi ordenándole que se reunieran ya en la cafetería de siempre, que tenían que hablar, Beatriz no podía sospechar lo que se avecinaba. Rebeca tenía un problema gordo, muy gordo, gordísimo, aunque tenía solución y en ello andaban, en preparar la solución, cosa ciertamente delicada. Y es que su amiga, casada desde hacía unos cuantos años con Raúl, un muchacho encantador, pero un poco insulso, con el que tenía dos hijos, se había liado con Leo, al postre jefe de Raúl en la empresa de informática en la que todos, incluida ella, trabajaban. Todo había comenzado de manera un poco tonta, como suelen comenzar estas cosas, una cena de empresa, una charla intranscendente, miradas por aquí y por allá, indirectas nada difíciles de captar... en fin, que terminaron retozando una tarde en el apartamento de Leo, soltero recalcitrante donde los haya y conquistador nato. Rebeca lo sabía y no le importaba. Ella no quería ninguna relación seria, estaba bien con su marido y sus niños preciosos, lo único que pretendía era escapar un poco de la rutina y darle una alegría al cuerpo de vez en cuando, que las que le daba Raúl ya las conocía demasiado y no eran alegrías ni nada. Pero con lo que no contaba la mujer era con que un embarazo se cruzara en su camino de esposa infiel y dado que su marido se había hecho la vasectomía poco después de nacer los gemelos... para que decir más. Había que abortar ya, y en eso andaban, preparando lugar y día para llevar a cabo la operación de la manera más discreta posible.
Por eso Beatriz imaginó que Rebeca la citaba para hablar sobre ello, pero se equivocó. Lo supo en cuanto la vio entrar en la cafetería. No venía con la cara de pena de los últimos días, sino con el ceño fruncido y una mirada que destilaba furia por los cuatro costados. Se sentó frente a ella y no se anduvo con rodeos.
–¿Cómo has podido hacerme esto? –preguntó con voz de demonio.
–¿El qué? –preguntó a su vez Beatriz sintiéndose confusa.
–Bien sabes tú el qué. Nunca pensé que llegaras a traicionarme de esta manera. Eres una arpía. ¿Qué es lo que pretendes? Dí, porque no lo entiendo.
La conversación que estaba teniendo Rebeca le recordaba un poco a la mantenida con el doctor Gutiérrez dos días atrás. Ambos soltaban por aquella boca cosas que ella no comprendía. A ver si estaba soñando, o viviendo una realidad paralela a su vida normal o algo así.
–Rebeca, no me gusta jugar a los acertijos –dijo finalmente– te pido por favor que seas clara. ¿Qué te he hecho?
–¿Qué me has hecho? Intentar contarle a Raúl lo de mi embarazo, eso has hecho. ¿Qué quieres? ¿Terminar con mi matrimonio? ¿Tienes envidia de mi estabilidad familiar? Yo no tengo la culpa de que estés rondando los cuarenta y no hayas conseguido todavía formar tu propia familia.
Beatriz no se echó a reír porque la situación no estaba para bromas, pero que Rebeca le hablara de estabilidad familiar le parecía poco menos que una broma. Y eso de la envidia... ¿de dónde lo había sacado? Si sabía perfectamente que a ella le asustaban los compromisos y le aterraban los niños. No le hacía falta una familia para nada.
–Y no me digas que tú no has sido –prosiguió Rebeca sin darle derecho a réplica– Reconocí perfectamente tu voz en el mensaje que le dejaste en el móvil. Menos mal que esta mañana se le olvidó en casa y no lo leyó, si no me habrías jodido la vida. No quiero volver a verte nunca más, ¿me entiendes? ¡Nunca más!
Dicho lo dicho se levantó y salió de la cafetería arrastrando en su loca carrera a una pobre anciana que acababa de entrar y que terminó por los suelos sin que la otra tuviera la deferencia de pedirle disculpas siquiera.
Beatriz acabó de tomarse su café mientras pensaba en lo sucedido. No le preocupaba demasiado. Conocía bien a Rebeca y sabía que era una histérica. Arrebatos como aquel le daban de vez en cuando y luego todo quedaba en nada. Lo que realmente le intrigaba era quién, aparte de ellas dos, conocía el embarazo de Rebeca, puesto que, según ella misma le había confesado, ni siquiera se lo había dicho a Leo, para qué, si total dentro de nada aquella desagradable situación pasaría a la historia.
Salió del bar cavilando sobre ello. Dentro de dos o tres días llamaría a su amiga. Para entonces ya estaría más calmada y podrían charlar como personas civilizadas. Mientras había que andar con ojo por si acaso alguien más era conocedor de su secreto.
Poco se imaginaba Beatriz que semejantes cavilaciones iban a pasar a segundo plano esa misma noche. Richi la llamó por teléfono para decirle que se iba a retrasar, que tenía una importante cena de empresa y que después debía salir a tomar unas copas con unos clientes. No, no tenía ninguna gana pero eran gajes del oficio. A eso de las nueve Beatriz salió de casa a dar un paseo con su perrita Marilín y como si una fuerza extraña y desconocida la atrajese, cambió la ruta que habitualmente hacía. Se metió por la calle Colorín Colorado, que no frecuentaba demasiado porque estaba repleta de bares de ambiente y allí los vio, a Richi y a Armando, su novio y el mejor amigo de su novio … morreando a la entrada de un pub mientras se tocaban en culo uno al otro con total impunidad. Aquello era demasiado. Parecía que los dioses se habían confabulado en su contra para poner patas arriba su apacible y tranquila vida de mujer independiente y razonablemente feliz.
Dio media vuelta y regresó a su casa llevando a su perrita casi a rastras, haciendo caso omiso a los lamentos del pobre animal que no comprendía por qué a su dueña le había entrado la prisa de repente. Cuando llegó a su hogar se tiró en el sofá e intentó pensar con claridad, sin dramas y sin llantos. Repasó mentalmente los sucesos de los últimos días. La bronca del médico, el enfado de su amiga y ahora su novio de la otra acera. Quizá lo mejor fuera no pensar, porque si analizaba el asunto en profundidad tal pareciera que una mano negra estaba conspirando contra ella. Entonces fue cuando se puso a resolver el maldito crucigrama. Capital de Grecia.... ¡Atenas, joder! ¡Atenas!, pues mira, ahí mismo se iba a largar mañana mismo, a Atenas, a ver si pillaba por allí algún Varoufakis que le hiciera olvidar a su jefe, a su amiga y a su maldito novio.





                                 CAPÍTULO 2



Beatriz se despertó al día siguiente tarde y aturdida, sin ninguna gana de ir a Atenas. Richi dormía a su lado a pierna suelta, y roncaba como una bestia. Era el escenario de todos los días, pero esa vez ella le miró con un asco profundo. Se sintió engañada y decepcionada. Se acercó a la mesa donde tenía los útiles de escribir y redactó una nota que dejó en su lado de la almohada. “No quiero saber nada de ti, traidor de mierda. No quiero volver a verte”, le decía.
Luego, Beatriz se dirigió a la cocina, recordando los sucesos inexplicables del día anterior, lo que le había pasado con su amiga Rebeca y los problemas con el paciente en el hospital. Aquello era muy serio, y su perrita parecía comprenderlo, porque le lamía una y otra vez las manos. Antes de poder prepararse su primer café, la llamó Eduardo, el director del banco donde tenía su nómina y sus ahorros, una buena cantidad, gracias a la herencia que había recibido de sus padres.
–Hola, Beatriz. Quería hablar contigo. Sé que has sacado todos tus ahorros esta mañana, a pesar de que llevamos días intentando convencerte de que no lo hicieras. Quería que me explicaras si te hemos molestado en algo, porque me he quedado con muy mal sabor de boca.
Beatriz pensó estar soñando. Casi no podía articular palabra.
–Eduardo, aún estoy en casa. No he salido hoy y no he ido al banco. No entiendo lo que me dices.
El director no podía dar crédito. Ella decidió ir corriendo a la sucursal, vestida únicamente con un chándal y unas zapatillas deportivas. Eduardo la esperaba con las grabaciones de las cámaras de seguridad preparadas. En ellas, se veía a una joven exactamente igual que Beatriz entrando en el banco.
¡Dios!, no podía asumir lo que estaba viendo. Era su hermana gemela Lola, con la que no se hablaba desde el fallecimiento de sus padres, hacía cuatro años. Lola siempre la había odiado y envidiado de una forma enfermiza y la había hecho sufrir muchísimo. Se había hecho pasar por Beatriz con sus novios, con los profesores en el instituto, iba vestida con la misma ropa que ella y la miraba aviesamente por las noches cuando dormía. Era una demente, y, una vez comprobado que no podía hacer nada para ayudarla, decidió romper todo trato. Pero ahí estaba otra vez, jodiéndole la vida. Eduardo al principio no la creía, pero, cuando ella sacó de su cartera la foto no muy antigua de sus padres con las dos gemelas, gemelas idénticas, alucinó. Le explicó que tardarían bastante en poder solucionar lo que había ocurrido y que debía poner una denuncia en la comisaría.
Beatriz entonces se desmayó, y desde el banco llamaron a una ambulancia que la condujo al hospital donde trabajaba. El médico, Carlos, consiguió hacerla volver en sí. Cuando despertó, Beatriz se llevó las manos a la cabeza y empezó a gritar y a llorar. Carlos, un buen hombre, que siempre la había apreciado, estaba consternado.
–¿Qué te ocurre, Beatriz? ¿Qué pasa? –le preguntó, cogiéndole las manos.
Ella le miró y siguió llorando un buen rato. Cuando se calmó, recordó lo sola que estaba. Ya no tenía con ella a sus padres, que habrían solucionado todo, pues conocían la locura de Lola. Su mejor amiga, Rebeca, le había dado la espalda. Su novio la engañaba con su mejor amigo Armando. No tenía a nadie, salvo a ese doctor tan amable que la observaba apenado.
–Carlos, tienes que ayudarme. Estoy metida en un problema gravísimo.
Poco a poco, fue contándole todos los acontecimientos y lo ocurrido en el banco. Carlos estaba estupefacto al principio de la conversación, incluso llegó a dudar del equilibrio mental de Beatriz. Su corazón, sin embargo, le decía que la historia era cierta, que su enfermera favorita no mentía.
–Tienes que denunciarla, le dijo.
Entonces a Beatriz le sonó el teléfono móvil. Era el doctor Gutiérrez, quien le comunicaba que habían abierto una investigación sobre su actuación en el fallecimiento del paciente de la habitación 505. Entonces súbitamente comprendió. Había sido su hermana gemela. Trató de explicárselo a Gutiérrez, pero las palabras se le enredaban por lo alterada que estaba. Gutiérrez, con su insensibilidad habitual, no la escuchaba, sólo repetía una y otra vez que durante un mes estaba suspendida de empleo y sueldo, que la llamarían en ese plazo para declarar sobre la medicación equivocada suministrada al paciente, ante la cúpula del hospital.
Beatriz sufrió un ataque de ansiedad que le provocó otro desmayo. Cuando despertó, Carlos estaba junto a ella, cogiéndole la mano y ofreciéndole su ayuda. Sólo le quedaba una hora para terminar su turno, así que le pidió que descansara y le dijo que luego la acompañaría a la comisaría.
Mientras esperaba, Beatriz trató de calmarse y reflexionar sobre lo que le estaba sucediendo. Su vida se desmoronaba por culpa de su hermana. Volvió a sonar el teléfono. Era Richi. No tenía ganas de hablar con él y le colgó. Pero siguió llamando. A la cuarta vez, lo cogió con la intención de mandarle a la mierda.
–Hola Beatriz, cariño. ¿Te gustó lo de ayer?
–¿Gustarme qué? ¿Ver que mi novio me engaña con su mejor amigo?
–Pero, Beatriz, si eso era lo que querías, tú me dijiste que te ponía. Me mandaste correos electrónicos para pedirme que lo hiciera, que te excitaba un montón verme morreando con un tío, que era tu mayor fantasía. Sólo hice lo que me pediste.
Beatriz colgó el teléfono. Tenía que pensar. Llevaba una semana sin mirar su correo electrónico. Cogió el móvil y miró la bandeja de enviados. Allí estaban los correos que decía Richi. Su hermana había tenido que hackear su ordenador. Pero, ¿cómo era posible que se hubiera acercado a la zona de ambiente, donde vio a su novio morrearse, si ella apenas pasaba por allí? Recordó las pesadillas que tenía últimamente. En ellas escuchaba voces que le decían cosas. No les había querido dar importancia, pero la noche anterior, mientras dormía, recordó que se le repetía en la cabeza las palabras “Colorín Colorado”. Ese era el nombre de la calle que la condujo a la zona gay de la ciudad. No podía ser una simple casualidad. Lola había estado manejando su mente. No era la primera vez. Cuando vivían en la casa familiar, también ocurrieron cosas extrañas, como que Beatriz acudiera a sitios a los que no le apetecía ir, por un impulso incontrolable.
Decidió llamar a su amiga Rebeca. Debía explicarle lo que estaba ocurriendo. Lo intentó tres veces. A la cuarta, descolgaron el teléfono.
–¿Qué quieres, Beatriz? No quiero saber nada de ti. Déjame en paz.
–Escucha, Rebeca, por Dios escúchame. Yo no dejé ese mensaje en tu teléfono. Te lo juro por mis padres. ¡Fue Lola!
Y se echó a llorar desconsoladamente. Le contó todo lo que le había pasado estos días. Lo del paciente del hospital, lo del dinero que su hermana había sacado del banco, hasta lo de su novio.
Rebeca permaneció callada mucho tiempo. Conocía a Beatriz desde hacía veinte años. Y también a Lola. Era la primera vez que se había sentido traicionada por su amiga. Algo le decía que no mentía, aunque la historia resultase tan difícil de creer.
–Está bien, Beatriz. Puede ser que me arrepienta después, pero te creo.
Rebeca quedó en visitarla a última hora de la tarde en su casa.
Ya había pasado una hora. Beatriz empezó a prepararse. Carlos, el médico, apareció enseguida.
–Vamos, dijo. Vamos a comisaría sin perder un minuto. Tienes que denunciar a tu hermana cuanto antes.
Beatriz estaba muy nerviosa y su cara era un poema. Se sentía conmocionada. Sin embargo, sacó fuerzas para explicar a los policías que la atendían cómo su hermana se había hecho pasar por ella en el banco y le había robado sus ahorros, y cómo la había usurpado en su trabajo como enfermera. Los policías la miraban con desconfianza. Parecía una historia poco creíble de una enferma mental. Entonces intervino Carlos. Se identificó como médico del hospital y atestiguó que conocía a Beatriz desde hacía diez años y que lo que ella contaba era cierto. Beatriz lo miró agradecida.
Después de poner la denuncia, subió en el coche de Carlos para acompañarla a su casa. Beatriz no podía parar de pensar. Tenía que haber algo más, algo que se le estaba escapando. De repente, recordó. Antes de que fallecieran sus padres, ya había alquilado el piso donde vivía, y había dado unas llaves a sus padres, por si algún día perdía las suyas. Cuando murieron, con la pena y el lío del funeral, se le había olvidado recogerlas.
–Carlos, conduce rápido. Tengo un presentimiento. Necesito llegar cuanto antes a casa.
Carlos aceleró y pronto llegaron al centro, donde estaba el piso. Subieron las escaleras corriendo y Beatriz abrió la puerta. Se dirigió al salón, presidido por una gran estantería llena de libros, figuras y fotografías.
–Carlos, ayúdame. Hay que revisarlo todo, detrás de las fotos, de los libros, los cuadros, el sofá, en toda la casa. Estoy segura de que mi hermana ha colocado micrófonos.
–¿Qué dices, mujer? Eso es imposible. Si no te tratabas ya con ella. Sé que estás muy nerviosa, pero no te dispares, Beatriz.
–Si quieres ayudarme, haz lo que te digo. No hay tiempo que perder.
La corazonada de Beatriz era cierta. Encontraron micros detrás del sofá, y detrás de varias fotografías. En el dormitorio, debajo de la cama, había dos. También encontraron una cámara disimulada en la parte de arriba de la lámpara. Lo tiraron todo a la basura, después de destrozarlos.
Beatriz miró a Carlos desconsolada. Se sentaron en el sofá y él le cogió la mano. Aunque estaba muy preocupado, quiso calmarla:
–No te preocupes, Bea. Todo se solucionará




                                 CAPÍTULO 3



Era la cuarta mañana que Beatriz se despertaba en casa de Carlos. Estaba siendo su ángel salvador, abriéndole su casa y dándole apoyo sin reservas. Y su mujer, Sandra, que no la conocía más que de alguna cena del hospital, había aceptado su historia y la había escuchado con atención y serenidad. La tarde anterior la habían pasado las dos solas sentadas en el sofá, con muchos cafés, hablando hasta que se hizo de noche. Sólo echó de menos a su querida Marilín que, por la alergia de Sandra, había tenido que quedarse en una guardería. Beatriz descubrió en Sandra una oyente maravillosa, más parecida a una psicóloga que a una profesora de bachillerato. Prácticamente le contó toda su vida, sobre todo en lo relacionado con Lola. Cómo su madre las vestía igual de pequeñas y se parecían tanto que ni siquiera ella podía distinguirlas. Cómo Lola había ido creciendo a la sombra de Beatriz, muy a su pesar, copiando sus aficiones sin forjarse una personalidad propia. El infierno de la adolescencia, cuando se hacía pasar por ella, y le estropeaba todas las relaciones de amistad y de primeros amores. Sus padres habían visitado a varios especialistas, pero Lola era una gran actriz, y había continuado igual hasta que Beatriz se fue a la universidad, afortunadamente en otra ciudad, y pudo empezar a vivir su vida sin ella.
Y ahora allí estaba de nuevo. Intentando estropear todo lo que Beatriz tenía, por razones que no llegaba a entender.
Carlos llegó del turno de noche cuando Sandra ya se había ido al trabajo, y encontró a Beatriz desayunando en la cocina. Se paró en el umbral y la miró con una gran sonrisa a la que ella correspondió con cariño.
–Me ducho en un minuto –le dijo. Y, efectivamente, eso debió de tardar, porque Beatriz seguía sentada con su café cuando Carlos apareció de nuevo, con el pelo húmedo, una toalla blanca sujeta alrededor de la cintura y descalzo. Se sintió un poco incómoda de verlo así, le parecía demasiado íntimo, pero no lo demostró. Después de todo él estaba en su casa, en su territorio, y no iba ella a poner las normas. Pero Carlos se le fue acercando despacio y algo en su mirada, en su sonrisa apenas insinuada, la hizo ponerse tensa. La rodeó, se colocó a su espalda y posó sus manos sobre sus hombros, de manera acariciante, como un pequeño masaje.
–Carlos…
Él le levantó el pelo y le acarició la nuca con sus labios.
–Carlos… -repitió ella, un poco asustada, deseando que aquello no estuviera pasando, no tener que rechazarle y quedarse sin el ancla que tanto necesitaba.
–Este pijama no es muy sexy, pero estás preciosa igual –le dijo susurrante, a la vez que sus manos se movían, a punto de alcanzarle los pechos.
Beatriz se levantó de un salto y se alejó unos pasos.
–Carlos, no, ¿qué haces? Yo no soy así.
–Sí que lo eres, Bea.
–¿Qué? ¿Por qué? Si te he dado pie a pensar… perdóname… yo nunca… Por Dios, aunque me estuviese muriendo de ganas, después de cómo Sandra se ha portado conmigo…
Carlos se puso un poco serio.
–Ayer no pensabas en Sandra.
Beatriz se quedó estupefacta.
–¿Ayer?
–Si, Bea, ayer. Cuando me llevaste a tu casa con la excusa de cambiar la cerradura.
–Ayer no salí de aquí. Estuve con Sandra toda la tarde, puedes preguntárselo.
–Claro –Carlos reía sin ganas-- Cariño, dime, ¿dónde estaba Beatriz? ¿Estaba contigo o estaba conmigo follando como una loca?
–Carlos… –Beatriz no sabía qué decir, ni qué pensar. Empezaba a darle vueltas la cabeza y no quería desmayarse otra vez.
–Mira, si ahora te arrepientes, puedo aceptarlo. Pero lo que pasó, pasó.
A la mente de Beatriz acudió la imagen de Lola, con Carlos y en su propia cama, y tuvo que sentarse para no caer. A la vez, fue naciendo un sentimiento de decepción hacia él, que había participado aunque fuese engañado.
–Bueno. Creo que has conocido a mi hermana. Cuéntame que más pasó.
Y Carlos le contó cómo había recibido la llamada, que él creía de Beatriz, poco después de empezar su turno. Ella había comprado una cerradura nueva y estaba ansiosa por cambiarla, así que él había hecho milagros para escaparse un rato del hospital y acompañarla, porque le aterraba ir sola a su casa. Le ahorró los detalles del encuentro sexual y le dijo que la había dejado allí, bien entrada ya la noche, y había vuelto al hospital.
Beatriz lloraba en silencio, dejando que las lágrimas corrieran por su cara sin hacer ademán de limpiarse. ¿Hasta dónde pensaba llegar Lola? ¿Y Carlos? Sentía una tristeza enorme, dándose cuenta de que era un hombre normal y corriente, de que era capaz de acostarse con quien él creía que era ella, a pesar de tener a su lado a una mujer preciosa por dentro y por fuera. Era una dolorosa caída del pedestal.
Pero Beatriz siempre había sido una mujer fuerte y pensaba seguir siéndolo. Así que respiró hondo, se recompuso como pudo y se puso en pie.
–Medidas drásticas –dijo-- Voy a vestirme y a salir. Buscaré un tatuador y marcaré en mi cuerpo una diferencia bien visible con mi hermana. Algo que vea todo el mundo, incluso la cámara de vigilancia de un banco.
–Drástico, sí –dijo Carlos-- Pero no me parece mala idea.
Antes de que Beatriz pudiera abandonar la cocina, sonó su teléfono. Lo miró con algo de miedo al no reconocer el número, pero contestó. Y al colgar, sonreía.
--Tengo que ir a comisaría –dijo-- No me han dado detalles, no sé si habrán encontrado a Lola. ¿Vienes conmigo?
Cuando al llegar a la comisaría les dijeron que no había rastro de Lola, Beatriz respiró aliviada. No se había dado cuenta, pero le aterraba encontrarse a su hermana cara a cara, no sabía qué podría decirle, ni qué esperar que ella le dijera.
Les condujeron a un cuartito minúsculo, igualito a tantos que había visto en las películas, con un panel de botones y media pared de cristal, a través del cual se veía otra habitación, también como en la tele, toda pintada de un verde horrible, con una mesa y dos sillas en el centro. Solo había una persona ocupando una de las sillas: su amiga Rebeca.
Beatriz se volvió extrañada al policía que les acompañaba.
- ¿Qué pasa? ¿Qué hace ella aquí?
- Sólo queremos hablar con ella. Es una de las pocas personas que conoce a su hermana Lola.
Beatriz no pudo preguntar más, porque un policía muy serio acababa de entrar y sentarse frente a Rebeca, colocando una carpeta de cartulina entre ellos.
Aquello cada vez se parecía más a un telefilm de sobremesa.
–Buenos días. Ante todo, gracias por venir.
Rebeca asintió con la cabeza.
–¿Desde cuándo conoce a Beatriz Salgado?
–Desde la universidad, hace un siglo.
–Pero usted no estudió enfermería.
–No. Pero estábamos en el mismo colegio mayor y acabamos compartiendo habitación.
–Es usted informática. ¿Podría hackear una cuenta de correo de google?
Beatriz se tapó la boca ahogando un grito. ¿Sospechaban de su amiga? Volvió a prestar atención a lo que ocurría al otro lado, y vio sonreír a Rebeca.
–Cualquier informático podría, pero eso no se hace.
–Bueno, no importa. Hábleme de Lola Salgado.
–Pues al parecer está algo desequilibrada.
–Eso ya lo sabemos. Pero hábleme de lo que sabe usted.
–Bueno, yo conozco su historia a través de Beatriz. Es un tema que le duele y que evita, pero en tantos años de amistad lo sabemos todo la una de la otra. Es algo así como que Lola siempre quería ser igual que Beatriz. Y ahora parece que se hace pasar por ella.
–¿Cuándo la vio por última vez?
–Puf… Hace años y años. Estaba en el último año de carrera y un día, al volver a mi habitación, la encontré allí. De hecho, hasta que no me dijo que era Lola, creí que era Beatriz. Son idénticas.
–¿Y qué pasó?
–Quiso ponerme en contra de mi amiga, contándome cosas que yo sabía que no eran ciertas. Como yo ya estaba en antecedentes sobre ella, no le hice caso. La eché de la habitación y no volví a verla.
–Nunca me lo había contado –susurró Beatriz.
–Otra pregunta –el policía continuaba-- ¿Ha notado comportamientos extraños en su amiga últimamente?
–Hombre, si eso me lo pregunta hace unos días le hubiera dicho que sí; pero ahora ya sé que la explicación está en Lola.
–De acuerdo. Una última cosa: ¿Tiene usted copia de las llaves del piso de Beatriz?
–Si. Y ella del mío.
Beatriz no dijo nada, pero no le gustaba el rumbo que estaba tomando aquello.
El policía al otro lado del cristal, empujó la carpeta hacia Rebeca.
–Mire esto y dígame qué le parece. Y le aseguro que está absolutamente contrastado, incluso en la prensa de la época a través de hemeroteca.
Beatriz vio como su amiga Rebeca cogía los papeles con una cierta inseguridad, y como su rostro se volvía pálido al leerlos.
–¿Qué le han dado? ¿Qué es eso? –preguntó en alto.
El policía la miró con gesto grave antes de contestar.
–Es el certificado de defunción de Beatriz Salgado Cuesta. Muerta en un accidente en la playa a los diecisiete años.




                                   CAPÍTULO 4



Toda aquella información era más de lo que su cerebro podía soportar. Y pensar que con Richi tenía problemas... ¿De verdad aquella era su vida o estaba soñando? Casi parecía que era la protagonista en un retorcido y macabro capítulo de ‘Mentes Criminales’.
Definitivamente debería haber hecho las maletas e irse sin mirar atrás. A Atenas, o a la Cochinchina. Lo más lejos posible de todo aquel embrollo.
Se sobrepuso a duras penas, pidió un vaso de agua y un par de aspirinas. Lástima no tener en el bolso una petaca. Un lingotazo de algo fuerte le hubiera venido de perlas en esos momentos.
Cuando el vértigo parecía que se le iba serenando fue invitada a entrar en la sala de interrogatorios. Las dos amigas se abrazaron, aún con la confusión y la desconfianza rondando por medio. Beatriz se sentó al lado de Rebeca, las dos enfrente del policía, e intentó recolocar las piezas del puzzle en su cabeza.
–¿Podría explicármelo de nuevo? –suplicó al inspector. –Tengo clara una única cosa: YO soy Beatriz y estoy vivita y coleando. Aquí está mi DNI.
Se volvió para abrir el bolso que había colgado en la silla y sacar su monedero.
Con los nervios de la situación, las manos y todo el cuerpo le temblaban de manera exagerada. Y con el tembleque le sobrevino un ataque de hipo que la hizo vomitar.
Rebeca se puso nerviosa con el olor y la visión de aquel desastre, y a punto estuvo de hacer dúo con Beatriz. El policía que estaba interrogándolas hizo gala de su profesionalidad y llamó por el interfono con voz neutra. Enseguida entró una señora de la limpieza que arregló el desorden y trajo sendas tilas a las chicas.
Tras la interrupción el policía reorganizó los documentos de la mesa.
–Comencemos de nuevo. –su voz adoptó un tono autoritario pero sereno. – ¿Hace cuánto tiempo que no mantiene contacto con su hermana?
–Pues..., –Beatriz dudó un instante, mientras bebía un sorbo de tila– Durante la adolescencia tuvimos nuestras diferencias. Lola tenía un carácter... En fin, que estuvimos un tiempo sin hablarnos. Después retomamos el contacto, por mis padres, más que nada. Pero cuando me fui a estudiar fuera, me centré en mis cosas, conocí a gente nueva y casi me olvidé de ella. Mis padres a veces me mandaban noticias suyas. Nada importante: que estaba bien, que estudiaba mucho, que se acordaba de cuando éramos pequeñas... Tonterías.
Beatriz hizo un gesto entre fastidio y desprecio y continuó hablando.
–En el 2012, año en que mis padres fallecieron, nos reencontramos durante el entierro. Pero apenas si cruzamos palabra. Y las que nos dijimos fueron bastante tensas. Nuestra relación de hermanas había desaparecido hacía mucho tiempo...
La puerta se abrió y se interrumpió la conversación. Un policía de paisano entregó al policía interrogador un grueso dossier marrón con letras en inglés.
Cuchichearon algo al oído y de nuevo salió, dejando el eco del portazo en la sala y la confusión en la cara de las dos amigas.
–Bien. Prosigamos. Me cuentan mis fuentes que en los archivos de expedientes de antiguos estudiantes de Harvard constan los datos de una tal Lola Salgado Cue...
Las dos gritaron a la vez.
–¡¡Lola!!
–¿¿Harvard??
El corazón se les quería escapar del pecho. Ambas miraron inquietas al policía que repasaba con gesto profesional el dossier.
–Expediente brillante, notas excelentes, presidenta de varios clubes de ciencias, consejera veterana de estudiantes de primer año...
Fue enumerando todos los méritos de Lola con admiración. Parecía increíble que esa fuera su hermana gemela, la que le había hecho la vida imposible durante media vida. Beatriz no daba crédito.
–...Terminó el Doctorado Cum Laude en Psicología Social y realizó un postgrado en Criminalística. De eso hace cinco años. Y ahí ya se pierde su pista. Es como si se la hubiese tragado la tierra.
–Pues parece que ahora nos volvemos a encontrar –el fastidio de Beatriz era evidente.
–Bien. Para asegurarnos de que ustedes dos son quienes de verdad dicen que son, sobre todo usted Beatriz, vamos a tomarles las huellas y declaración jurada de sus datos personales. Esperen aquí un segundo.
El policía las dejó solas y ambas se abalanzaron hacia el dossier, rebuscando e intentando comprender lo que su inglés de instituto les permitía.
No llegaron a mucho. Enseguida el policía volvió a entrar acompañado de una funcionaria que traía todo lo necesario para la identificación y toma de huellas.
Tras pasar toda la tarde encerradas en comisaría, después de verificar los recortes de la hemeroteca y contrastar la nueva documentación venida de EEUU tuvieron que realizar todos los trámites pertinentes, indicando domicilios, lugares de trabajo, y varios teléfonos de localización, salieron un poco reconfortadas. Ellas eran ellas, eso era lo único que estaba claro. Lo de Lola era más complicado de desenredar.
El aire de la calle despejó un poco sus mareados pensamientos. Caminaron despacio, camino de la cafetería donde siempre quedaban, su refugio del mundo, agarradas la una a la otra, sin hablar, pero sabiendo que eran las dos únicas personas en las que, de momento, podrían confiar.
–¿¡Dónde te habías metido!? Llevamos toda la tarde dando vueltas, llamándote al móvil, pensando que te había ocurrido una desgracia. No he empezado a buscarte en hospitales de milagro.
La visión de un Raúl con el rostro desencajado, con sus dos hijos agarrados de la mano, llorosos, mal vestidos, y llenos de mocos, las sobresaltó.
Con todo el jaleo de las últimas horas, Rebeca se había olvidado de su familia. A pesar de lo ocurrido entre ellos, Raúl seguía siendo su pareja. Y sintió una punzada de remordimiento por haber sido tan mala madre.
–Mis niños preciosos... –se agarró a ellos y los achuchó como si no hubiera un mañana, pringándose ella también de mocos y lágrimas.
–Tenemos que hablar. En casa. A solas.
El tono autoritario de Raúl le dolió en el alma. A Beatriz se le encogió el corazón al ver aquella estampa entre absurda y trágica. No le gustaban nada los niños, pero eran los hijos de su amiga. Ella era adulta y podría defenderse, mal que bien, sola.
Las dos se miraron. No hicieron falta palabras. Se abrazaron con fuerza, consolándose y como traspasándose sus energías.
–Ve con ellos. –Beatriz besó a su amiga y sonrió a los pequeños. –Te necesitan más que yo.
Raúl y ella se miraron fríamente, casi retándose. Nunca se habían llevado bien. Eran rivales compitiendo por el cariño de Rebeca.
Se besaron de nuevo, y se despidieron.
Rebeca se fue con su marido, sus niños y sus mocos a casa a resolver su crisis familiar. Beatriz permaneció en la calle, mirando cómo se alejaban, sin saber si su crisis personal general podría tener arreglo algún día.
Sacó el móvil, miró la hora y después la agenda. El número de Richi parecía más grande, como pidiéndole que llamara. También el de Carlos le hacía guiños.
Mejor no. No le apetecía enfrentarse con ningún hombre en esos momentos. Ojalá no se hubiera cruzado en su vida ninguno de los dos. Tres, si contaba a Armando, que con ese había mucha tela que cortar todavía.
Cerró el móvil y suspiró. Estaba agotada.
Y se acordó de Marilín.
–Pobrecita mía, tanto tiempo solita...
Tenía que recogerla de la guardería. La abrazaría, volverían a casa, verían una peli juntas y todo se calmaría un poco.
¿Cómo llegaría antes a la guardería? ¿Bus? ¿Taxi? ¿A esas horas aún funcionaba el Metro? De la marquesina más cercana acababa de salir un autobús con dirección a no sabía dónde. Entre los grafitis no había rastro de mapa señalador ni de rutas ni de horas.
–Taxi mejor. Me dejaré un pastón. Estoy en la otra punta. Pero por mi Marilín lo que sea.
Tras varios minutos esperando a la intemperie, por fin detuvo un taxi. Justo cuando acababa de entrar, sin tiempo para decir su dirección, le sonó el móvil.
Era Richi, su novio.
-Mierda. Qué oportuno.

CAPITULO 5



Sentada en el taxi decide no responder aún la llamada. Saluda al taxista y antes de poder indicarle a que dirección dirigirse, éste le dice:
–Buenas tardes Lola ¿la llevo a casa?
Iba a responder que no era Lola, pero se oyó decir
–¡Sí, gracias!
Su instinto fue más rápido y atisbó una buena oportunidad de pillar in fraganti a su hermana, por fin la iba a localizar pese a temer su presencia. No cabía duda que el taxista la conocía y sabía su dirección. Cuando llegara ya vería como encontrarla.
Se dirigieron a la otra punta de la ciudad, a la zona financiera donde estaban instalados los Bancos y Holdings económicos más importantes del país. En una ocasión se había perdido por aquel distrito, recordaba que estaban las oficinas en el centro y a su alrededor las viviendas de los empleados, por supuesto, lujosos apartamentos.
Al llegar a su destino, pagó el recorrido y bajó del vehículo. Un portero de uniforme le abrió la puerta dándole la bienvenida y señalándole el camino hacia el hall de entrada, donde la esperaban dos conserjes, también uniformados, que a su vez le dieron la bienvenida, llamándola Señorita Salgado.
Era un manojo de nervios, sentía fuertes latidos en las sienes, su cabeza estaba a punto de estallar, pero a la vez era consciente de que la adrenalina la estaba ayudando a lidiar con la situación, aparentando una calma que no sentía y ocultando su miedo a meter la pata y se descubriera quien realmente era.
Uno de los conserjes la acompañó en ascensor hasta la planta de su hermana, despidiéndose con un “hasta luego y llame si necesita cualquier cosa”.
--Bien, y ahora qué, ¿cuál es la puerta de mi hermana?
Poco tiempo dudó al percatarse que todas tenían un letrero con el nombre de su inquilino. Allí estaba, al final del pasillo, con letras color carmesí, Lola Salgado Cuesta.
–Vale, ¿y cómo entro?, se dijo para sí misma, porque ni tengo llave, ni tarjeta, ni…. ¡Anda pero si en lugar de cerradura tiene un teclado! Uf, no puedo estar eternamente probando claves para dar con la que abra la cueva de esta chiflada.
–Ya sé, voy a probar.
Ding ding ding…
–Bingo! Si es que hermanita, no eres nada previsora, mira que seguir usando tu clave favorita, el número Pi.
La puerta daba directamente a un inmenso salón con amplio ventanal, la decoración completamente impersonal, ni un retrato, ni un libro o revista. A la izquierda, tras la chimenea se adivinaban dos espacios, el despacho a la derecha, muy ordenado y sin rastro visible de quien pudiera habitarlo, salvo por un calendario de mesa que tenía tachado, como con furia, justo el día de su trigésimo tercer cumpleaños. Al girarse, para seguir con el resto de la casa, se sobresaltó al ver en la pared un tablero lleno de fotos, en el centro las de su hermana y la suya, Lola arriba y ella debajo.
–Sé que soy yo porque mis pendientes son inconfundibles, me los regaló tía Eulogia cuando los hizo en clase de manualidades, no hay otros como esos, además siempre he pensado que me daban suerte, y no suelo quitármelos casi nunca, ¡mira por dónde ahora me sirven para reconocerme!.
Alrededor de Beatriz fotos de sus amigos, compañeros de trabajo, novios, vecinos y la perrita Marilín.
–-¡Ay pobrecita mía, que será de ella! –gimió echándola en falta-.
De su foto salían hilos azules que enlazaban, una a una a las otras. De la imagen de su hermana, salían hilos rojos que también enlazaban las fotos, bueno a todas no, las de Marilín y Sandra no tenían el temible hilo rojo, aunque no sabía la razón, sospechó que a ellas no había podido confundirlas.
–-Marilín tiene un olfato pistonudo y ¿Sandra? Quizás aún no lo ha intentado.
Un sudor frío le corría por la espalda, se esforzaba en calmar el temblor de sus manos, cuando volvió a sonar el móvil, la llamada de Richi que volvía al ataque. Lo había olvidado por completo y dudaba si contestar, mejor sí, quería saber de primera mano si él tenía noticias de su perrita y si estaba bien atendida.
–Hola cariño, siento no haber podido devolverte la llamada –respondió con retintín-.
En vez de Richi sonó la voz de una mujer que decía
–¡Hola hermanita!
No le sonaba la voz, no cabía duda que después de tantos años la había olvidado, se puso muy nerviosa y no quería que la otra lo notara, por lo que improvisó…
–Cariño, no te oigo nada, debe ser que hay mala cobertura, espera que me mueva. A ver, A ver, ¿me oyes?
–¡Vamos Bea no seas patética! –Se oyó al otro lado del teléfono-.
–Richi, corazón, –respondió Beatriz-- llámame más tarde que estoy en el bus y vamos a entrar en un túnel, un beso.
Logró apaciguar algo sus nervios y más tranquila, continuó con la inspección de la casa. La cocina estaba igual de aséptica que el resto, asemejaba un laboratorio. Sobre la encimera se encontraba un solitario brik de leche.
–¡Ay, ay, ay, hermanita veo que eres de costumbres fijas!
Cuantas veces había castigado su madre a Lola por dejar la leche fuera de la nevera, y ella venga a protestar que le gustaba del tiempo y no fría.
Como intrusa que era tenía los cinco sentidos en alerta, pero sobre todo el sexto estaba bien agudizado, una idea surgió de lo más recóndito de su mente.
Recordó que Lola era alérgica a la aspirina y como buena enfermera siempre lleva en su bolso alguna pastilla que otra para una emergencia, por supuesto, aspirinas.
Rebuscó nerviosa en el bolso y encontró el blíster nuevecito, sacó una pastilla.
–¡No, mejor dos, que se lleve un buen susto!
Con un pañuelito de papel, para no dejar huellas, giró el tapón del brik con cuidado, comprobando primero si ya estaba abierto, así era, introdujo las dos pastillas en el líquido, cerró con cuidado y agitó para su perfecta disolución, posándolo en el mismo sitio. Su hermana siempre tomaba la leche con mucho azúcar, por lo que no se enteraría hasta que fuera tarde.
Continuó con la inspección al otro lado del salón, el baño a la izquierda, y a su lado debía estar el dormitorio, al empujar la puerta a punto estuvo de caer de la impresión.
Era igual que el de su apartamento, la misma distribución, los mismos muebles, los mismos adornos, no podía ser, tenía que haberlo copiado.
- ¡No es posible que las dos tengamos los mismos gustos, imposible!
Ayudándose del pañuelito de papel abrió la puerta del armario y horrorizada comprobó que en él estaba su ropa, o al menos una igual, distribuida de la misma forma en que lo hacía ella.
Con dificultad aguantaba la tensión, estaba a punto de desmayarse, de gritar, pero logró recuperarse y decidió coger prestada alguna prenda.
–Ya que mi hermana ha cambiado la cerradura y no puedo entrar en casa, me serviré de la suya. –pensó con acierto.
Descolgó dos perchas con sus conjuntos, recompuso el resto para que no se notara el vacío y metió todo en el bolso, el que Richi le había regalado por Reyes, diciéndole, “ahora se llevan grandes y tú no vas a ser menos”. Cabía todo en él, hasta las perchas, no las iba a dejar vacías para que se diera cuenta su hermana.
Finalizó la inspección ocular y decidió marcharse, no tenía nada más que hacer allí. Bajó en el ascensor, disimuló los nervios al pasar delante de los conserjes.
–¿Le llamo un taxi, señorita Salgado? –le preguntó uno de ellos.
Dudó un instante, pero decidió que no, cuanto menos trato tuviera con la gente, más desapercibida pasaría.
–No gracias, en la esquina me están esperando, ¡hasta luego!
Saludó igualmente al portero y giró hacia la izquierda, donde recordaba haber visto a dos manzanas una parada de autobús y enfrente una boca de metro. Sopesó si tomar uno u otro, más se decantó por el primero, en el metro solía haber cámaras de seguridad, y no quería dejar rastro de su visita.
No tenía claro el siguiente paso a seguir, todo su mundo estaba patas arriba y las personas a las que apreciaba, comenzaban a cuestionar su amistad.
El autobús llegó, subió decidida de ir al encuentro de Sandra, rogando para sus adentros que la loca de su hermana no la hubiera abocado a una tropelía como a su marido.



CAPITULO 6




En el mismo momento que Beatriz tuerce la esquina dirigiéndose a la parada de autobús, un taxi se detiene frente a la puerta del edificio de lujosos apartamentos y el portero antes que mirar la cara se fija en las bonitas piernas de mujer que se apea del transporte acercándose. Él abre perplejo al darse cuenta que hace apenas unos instantes la señorita Salgado acaba de abandonar el edificio andando.
–¿Se le ha olvidado algo señorita Salgado?
–No, ¿por qué? –le responde la señorita extrañada por tal pregunta.
–Es que como acaba de salir apenas hace dos minutos...
–¿Me ha visto usted salir de aquí hace dos minutos? El portero asiente con la cabeza y la boca abierta. Ella se dirige al hall mientras él la observa rascando la cabeza.
La señorita Salgado es acompañada por el conserje en el ascensor, ella duda en preguntarle, pero al final del trayecto y antes de salir del ascensor lo hace.
–¿Me ha visto usted hace un momento?
–¿No se acuerda?, yo mismo la acompañé, como ahora.
–¿Y cuánto tardé en volver a salir?
–Pues no más de veinte minutos –contesta sorprendido-- ¿Se encuentra usted bien?
–Perfectamente, no se preocupe, ha debido ser una pastilla que me he tomado para el dolor de cabeza, quizás me hizo mal efecto.
–Cuídese Señorita. Se cierra el ascensor y va en dirección a la puerta de su apartamento.
Al abrir la puerta observa la estancia con detalle, comprueba que todo está en su sitio y piensa qué maldita casualidad ha llevado a su hermana a descubrir su alojamiento, porque sin duda ha sido una casualidad o un descuido por su parte.
Había planeado durante años vengarse de su hermana Beatriz a la que consideraba un estorbo en su vida. Su hermana siempre había destacado en todo cuando eran niñas y jóvenes, hasta la querían mucho más por su carácter dulce y afable. ¿Pero quién era en este presente? Una torpe enfermera, mientras ella se había procurado unos estudios gracias a los cuales podía hacer todo lo que había planeado, sin levantar sospecha. Ser criminóloga de algo tenía que servir.
Lola se coloca frente a las fotografías y piensa. “Todo está intacto, `pero sin duda Beatriz ha estado aquí”. Se pone a retirar todas las fotos rápidamente y las tira en una bolsa de basura. Luego va a su habitación y recoge toda la ropa dentro de dos maletas, llevándolas cerca de la de entrada. Después se dirige al salón y coge el bolso de donde antes lo había tirado de cualquier forma, busca en su interior el móvil, pero en lugar de coger el suyo, se hace con el móvil de Richi, “fue fácil conseguirlo pero ahora es peligroso tenerlo en mi poder” piensa. Busca el suyo y marca un número.

–Oye, cambio de domicilio. Me ha descubierto... Es probable que haya metido la pata y la intención de volverla loca deba dar un giro... pues un giro drástico, si Beatriz ha muerto como bien has metido en la base de datos. Lola que soy yo, soy la única que debe vivir... No, pero a partir de ahora, dónde vaya no me podré llamar Lola Salgado... No, tampoco Beatriz... Debo cambiar de identidad, te fue fácil falsificar el DNI de mi hermana para utilizarlo en el banco... Debes hacerme otro y cómprame tinte, tengo que cambiar de imagen, no parecerme a ella en estos momentos es primordial... Sí, tienes razón, peluca y gafas de sol es mucho mejor... No, no vengas aquí, esto puede que se llene de policías en poco tiempo. Ve a verme a la “Pensión Cantábrico”... No hace falta que me digas lo cutre que es, pero en lugares bien acomodados es donde primero me van a buscar, ¿no lo entiendes? Ha descubierto mi escondite...
Después de cortar la comunicación va a la cocina a echar un último vistazo. Mira el tetrabrik de leche, coge un vaso y se va a servir cuando suena el timbre de la puerta y le cae el envase de leche de la mano derramándose totalmente por el suelo al tiempo que exclama un “mierda” bastante sonoro.
Va a la puerta y mira por la mirilla, es el conserje. Le abre.
–Señorita, un servicio de paquetería ha dejado esta perrita tan mona para usted.
–Ah, muy bien, la estaba esperando y aprovechando que está usted aquí, mire, ayúdeme a bajar estas maletas.
–¿Se va de viaje señorita?
–Sí, me voy con mi novio una temporada. Le voy a dar unas tareas que hacer. Acaba de caerme de la mano el paquete leche y tengo algo de prisa, ah y de paso bájeme la basura. Pero hágalo enseguida, por favor.
–Sí señorita, en cuanto la acompañe al hall.
Lola cierra la puerta tras de sí y saluda a la perrita Marilín que va dentro de un trasportín. Ya abajo, con perra y maletas le dice al portero que le llame a un taxi y que por favor indique que no sea el nº 99, que no le gusta como conduce, aunque en realidad es el único taxista que se ha tomado confianzas con ella y la reconoce como Lola Salgado, se acordó a tiempo de esa metedura de pata y de tantas que ha tenido pero ahora seguirá adelante con sus planes y todo irá bien.
Llegado el taxi, le mete las dos maletas y la perrita en el maletero y ella se acomoda en el asiento de atrás. Le indica al taxista que la lleve al aeropuerto.
En el trayecto va maquinando nuevos planes mientras mira por la ventanilla y sonríe; a veces el chófer le habla, pero ella ni se molesta en contestar.
Cuando llegan al aeropuerto se coge un carrito y pone sobre él las dos maletas y a la perrita de su hermana. Se mete en los baños, allí saca el móvil de Richi, lo limpia bien con un pañuelo, lo pone bajo el grifo y luego lo echa dentro del contenedor de compresas.
Cuando va a salir se tropieza con una señora amante de los animales que habla con Marilín.
–Hola chiquitina, ¿te vas de viaje?
–Aparte sus manos de ahí si no quiere quedarse sin un dedo! –le dice Lola con cara de pocos amigos. Lola sabe que la perrita tiene el mismo carácter que Beatriz, pero no quiere que nadie la toque. Se dirige a la cafetería tranquilamente y se toma un café. Al cabo de media hora sale y se sube en un nuevo taxi totalmente desconocido.
–Lléveme a la pensión “Cantábrico”
–Eso está en la calle “Coronel Perplejo” ¿Verdad señorita?
–Sí, ahí mismo.
–¿Sabe que está a las afueras de la ciudad? –le dice amablemente el taxista.
–¿Alguien le ha preguntado su opinión? Usted haga su trabajo y punto.
El chófer la lleva a su destino sin mediar más palabras que la cuenta de la carrera al llegar a la dirección indicada.
Así llega Lola a una pensión de mala muerte con sus maletas y la asustada Marilín. El recepcionista, un hombre de unos sesenta años, llama a su hijo para que la ayude a instalarse. Antes que nada, le pide el carnet y Lola se disculpa, diciéndole que en breve llegará su novio y se lo entregará, que por descuido, él se ha quedado con su documentación. El hombre de la pensión la mira de arriba abajo fijándose en que va demasiado elegante para ser una prostituta o una delincuente. La deja instalarse en la habitación 206. Allí se dirige con el muchacho de veintiséis años, que va delante de ella, de ese modo se fija en el cuerpo atlético que tiene, parece una escultura de Miguel Ángel. Llegan a la puerta y ella por un momento deja de estar obsesionada con su hermana, distrayendo su mirada en el culo bien formado del muchacho. Él abre la puerta, la deja pasar y luego entra él con las maletas. Lola deja en el suelo el trasportín de la perra y mirando en su bolso, saca una propina.
–Gracias señorita.
–De nada, hombre... ¿Oye, tenéis servicio de habitaciones?
–No señorita.
–¡Lástima! Te hubieses ganado buena propina.
–Bueno, señorita, yo como forma excepcional puedo hacerle el favor, usted llama a recepción y pregunta por Alberto. Ese soy yo.
Lola le acaricia la cara, agradeciéndoselo y seguidamente le da un beso. Alberto se queda quieto entre tímido y sorprendido de que una mujer madura le excite.
–Ahora déjame sola, ¡vamos vete!
Alberto sale sin dejar de mirarla al tiempo que Lola cierra la puerta en sus narices. Mira a la perra y la deja salir de la caja, dentro tenía un cuenco con comida, se lo pone en el baño y al lado otro cuenco que llenó de agua. La perra antes de empezar a comer la mira.
–¡Vamos, come, imbécil!
Marilín se pone a comer, ve la misma forma que su ama, aunque no es el mismo olor, se le parece, así que come y bebe tranquila, mientras Lola se tira sobre la cama, algo estresada después de estos días ajetreados. Las cosas no habían sido tan fáciles como al principio pensaba, y su hermana no era tan tonta. El plan de secuestrar a Marilín casi se va al garete cuando la lista de Beatriz descubrió los micrófonos, menos mal que en ese momento estaba apostada en una calle cercana dentro de un coche de alquiler mientras oía todo hasta que se cortó por completo el sonido, retumbándole los tímpanos. Siguió a su hermana y a Carlos para saber dónde iban, de ese modo supo que dejaba a su amada perrita en una guardería y dado que eran tan iguales, podría pasar por allí a decirles cuando debían devolvérsela, a ella, claro, no a su hermana Beatriz. Sería fantástico verle la cara cuando descubra que ha desaparecido y con este pensamiento, mientras sonríe con malicia, se da media vuelta en la cama y se queda dormida esperando a que llegue su cómplice.




                                   CAPÍTULO 7



Mientras Lola espera por su cómplice en una pensión de mala muerte, Beatriz aguarda, mordiéndose las uñas, a que el cerrajero termine de hacer su trabajo. Marilín no ladra a la puerta, como siempre, y eso la desasosiega, temiendo que su hermana haya sido capaz de hacerle algún daño. Una hora antes, había ido a recoger a su perrita a la guardería, donde una recepcionista, entre asombrada y confusa, le había enseñado la nota con la dirección en la que debía ser entregado el animal por un servicio de paquetería. Beatriz exigió ver el papel para constatar que las señas correspondían a la casa que había visitado esa misma tarde. Sí, sin lugar a dudas, aquello era obra de su hermana, pero Lola odiaba a los animales, así que quizás solo quería darle un susto y se la había dejado en casa.
Beatriz salió corriendo de la guardería, llamó al cerrajero y fue hasta su casa, con la esperanza de ser recibida con alegres ladridos. Sin embargo, el silencio reina tras la puerta mientras su mente se puebla de recuerdos de Lola maltratando gatos, perros, grillos, ranas o cualquier otro bicho que se pusiera a su alcance. Eso le produce tal desazón que el cerrajero le pregunta si se encuentra bien, pues está pálida y se la ve agitada.
Beatriz le habla de la perra, que le preocupa que no ladre, que se dé prisa. El hombre sigue trabajando a su ritmo, ajeno al nerviosismo de su clienta, pues sabe que se quejará – cuando le cobre los doscientos euros que va a cobrarle- si ve que cambia la cerradura en los cinco minutos que podría hacerlo. Por eso se demora, moviéndose con calma, las manos entrando y saliendo de la caja de herramientas, haciendo que su trabajo se vea más difícil de lo que es. Cuando quita la cerradura y se abre la puerta, Beatriz se precipita al interior de la casa, llamando desesperada a su perrita. La busca en el salón, en el dormitorio, en la cocina, en el baño y Marilín no está; incluso ha desaparecido el plato de su comida. Entonces entiende que Lola la ha secuestrado, o peor aún, la ha matado tirándola en cualquier contenedor. Ese pensamiento le produce escalofríos y por un momento teme volver a desmayarse. Sale de casa compungida y le dice al cerrajero, con gritos agitados, que acabe de poner la cerradura nueva de una vez, que le pagará lo que le pida. El hombre no tarda ni dos minutos en acabar su trabajo y en pasarle la factura. Bea paga, coge las llaves nuevas, cierra la puerta y corre escaleras abajo, sin esperar al ascensor. Ya en la calle, se pone en mitad de la carretera hasta obligar a parar a un taxi.
Beatriz se dirige a casa de su hermana para recuperar a Marilín. Teme el encuentro, de hecho le produce pavor verse con ella frente a frente, aunque quizás ha llegado el momento. Su boca está seca, las manos le tiemblan y un sudor húmedo y pegajoso le recorre todo el cuerpo. Al llegar, un desorientado conserje, tras explicarle que busca a su hermana gemela, le confirma que ésta ha abandonado el edificio esa misma tarde en compañía de un perro.

Bea se riñe a si misma por haber sido tan ilusa al creer que Lola había cometido el error de dejar su dirección en la guardería. No. Lo que Lola había hecho era jugar nuevamente con ella. Sin duda, ya tenía previsto abandonar el apartamento cuando recogió a Marilín y al dar su dirección lo único que buscaba era hacerla concebir una esperanza. No entendía de dónde sacaba tanta maldad, pero lo que más rabia le daba era pensar que en esos momentos se estaría riendo de ella, imaginándola, como había hecho, corriendo hacia su casa en busca de su mascota.
Nerviosa y sobresaltada, buscó un nuevo taxi y esta vez pidió ir a la comisaría donde había puesto la denuncia días atrás.
–A ver señorita, tranquilícese. Si no lo hace, no podremos entendernos. Por favor, Fabián, tráigale un vaso de agua –dice el comisario al joven becario.
Beatriz llegó a la comisaría como una exhalación. Se dirigió al mostrador y, atropelladamente, comenzó a contar que le habían robado su perra. Se veía que estaba histérica, o más bien loca, pero como el policía que la atendía se acordó de haberla visto anteriormente en comisaría y de que la habían pasado a la sala de interrogatorios, decidió llamar al comisario, que en esos momentos estaba entretenido viendo un vídeo porno.
El comisario torció el ceño en cuanto la vio. Aquella mujer había contado una historia de lo más surrealista, para él que no estaba bien de la cabeza, por mucho que aquel medicucho de tres al cuarto hubiera certificado su buen estado mental. Seguro que estaban liados. Pero bueno, como no le apetecía ir a casa, donde llevaba una semana instalada su suegra, qué mejor excusa que un poco de trabajo para llegar justo a la hora de la cena.
Beatriz respiró fuerte para intentar calmarse. Sabía que podía parecer una desequilibrada, y quizás lo estuviera, no creía que nadie pudiera soportar todo lo que ella estaba pasando esos días sin que su mente se volviera loca. A medida que ella iba desgranando los hechos, el comisario empezó a interesarse por la historia. Había algo raro en todo aquello y, desde luego, muchos cabos sueltos, como a él le gustaba, para ir tejiéndolos como en un problema de lógica, a los que era tan aficionado. Quizás esa mujer, joven y guapa, solo estuviera sometida a una intensa presión y de ahí su comportamiento.
Beatriz y el comisario estuvieron hablando durante dos largas horas, en las que ella se fue serenando y relatando con calma tanto los sucesos de los últimos días, como recuerdos de años atrás con sus padres y hermana. El comisario iba apuntando en una libreta y cuando se despidió de ella le dio su tarjeta, diciéndole que podía llamarlo para cualquier cosa, en especial si aparecía su perrita. Además, se comprometió a investigar su caso. Beatriz se lo agradeció con una gran sonrisa. En cuanto abandonó el edificio llamó a su amiga Rebeca, para ponerla al tanto de los últimos acontecimientos. Su amiga la consoló como pudo, diciéndole que Lola no le haría nada malo a Marilín, que seguro que la había llevado con ella para preocuparla, nada más. Le aconsejó que se fuera a casa y que tomara algo para dormir. Lo necesitaba.
Beatriz, decidió volver a casa caminando, respirando el viento suave y reconfortante de la noche. Llegó a casa agotada, por el paseo y por la tensión del día. Menos mal que al día siguiente no tenía que trabajar, así podría dormir muchas horas, lo necesitaba. Se tomaría un Orfidal y eso le aseguraría unas cuantas horas de sueño. Sabía que sería inútil intentar buscar a su mascota, pues no tenía ni idea por dónde empezar ¿Dónde se metería Lola? ¿Qué estaba haciendo en la ciudad? ¿Quizás vivía allí desde hacía tiempo sin que ella lo supiera? Seguro que sí, tenía una placa en la puerta con su nombre. Las preguntas se apelotonaban en su mente sin encontrar respuesta. La vida había sido muy injusta con ella ya desde el mismo vientre de su madre. ¿Por qué le había tocado como hermana aquella psicópata? No, no, no debía pensar en ello, tenía que dejar de hacerlo. Hacía muchos años que Lola había desaparecido de su vida y de sus pensamientos. Años en los que fue feliz sin sentir su malévola sombra sobre ella. Y ahora llegaba para poner su mundo patas arriba.
Beatriz entró en casa y el silencio y la soledad la aplastaron como si el mundo entero le hubiera caído encima. Las lágrimas salían a raudales, sin que se molestara en limpiarlas. Quitó los zapatos y los pantalones y se tumbó en el sofá, abrazada a un cojín, llorando amargamente, pensando constantemente en su perrita, el único ser vivo que le interesaba en ese momento, el único ser vivo en quien podía confiar plenamente. Media hora más tarde, sin necesidad de pastillas, y sin que apenas se diera cuenta, dormía plácidamente en el sofá, con el rostro embadurnado de maquillaje y lágrimas.
Al día siguiente, nada más llegar al trabajo, el comisario Márquez, llamó a su despacho a Lupino, el sobrino del gran jefe, un inútil al que debía tener entretenido, para que no fuera con chismes a su tío.
–¿Me ha mandado llamar, comisario? –preguntó un joven bajo, regordete, cara redonda y gafas de pasta, con el cuello más estirado que el de una jirafa a la busca de comida en las ramas más altas.
–Sí, sí, siéntese, tengo un caso importante para usted.
Lupino se sentó, con el pecho hinchado como un globo a punto de reventar. Por fin le iban a dar un caso para él, seguro que su tío le había cantado las cuarenta al comisario, ese estúpido que lo miraba siempre con un punto de desprecio.
–Verá, tengo mucho interés en una investigación que quiero confiarle a usted. Se trata de una mujer, la habrá visto en comisaría, no pasa desapercibida. Es la señorita que llegó hablando de una hermana gemela.
–Ah, sí, sí, una historia bastante irreal ¿verdad?
–Sí, pero hay algo que no huele bien en todo eso. Así que quiero ponerlo a usted al frente, porque yo tengo mucho trabajo atrasado, ya ve cómo tengo la mesa –dijo señalando los montones de carpetas apiladas en la mesa desde hacía años-- Confió en usted, Lupino. Y que le ayude el becario, le será de gran utilidad y así de paso aprende algo.
– Entonces ¿es cierto lo de la hermana gemela?
– Puede que sí y puede que no. Para eso lo quiero a usted.
– Verá, la señorita se llama Beatriz Salgado Cuesta y asegura tener una hermana de nombre Lola, bueno, en realidad María Dolores, que le está arruinando la vida. Asegura que le ha sacado dinero del banco, cambiado la cerradura de la puerta, puesto micrófonos y cámaras en casa, secuestrado a su perra...
–¡Madre mía! Menos mal que no tengo hermanos –no puedo evitar exclamar Lupino.
El comisario esbozó una sonrisa socarrona. Sí, menos mal, pensó. Menos mal que tus padres no repitieron, porque viendo la prueba.
–En fin, aquí tiene toda la información –dijo acercándole una carpeta. Mire, lo primero que quiero que investigue es ese certificado de defunción.
–Este es el certificado de defunción de Beatriz Salgado Cuesta. Es el mismo nombre –dijo Lupino titubeando.
–Sí, y eso es lo raro, porque aunque es relativamente fácil falsificar un certificado de defunción, no lo es tanto falsificar la noticia del periódico que habla de esa defunción.
–Aquí dice que ha muerto a los diecisiete años ahogada en la playa.
–Efectivamente. Y los dos sabemos que, o bien la noticia es cierta, y han suplantado la identidad de una adolescente muerta hace años, o bien la noticia es falsa y alguien falsificó hasta una noticia de periódico, algo que, a mi parecer, es bastante complicado. Por otra parte, por lo visto, también falsificaron su firma en el hospital donde trabaja, ocasionando la muerte de un paciente. Eso ya es un asunto muy serio, y quiero que pase por el hospital y envíe esa firma a los laboratorios. Pregunte por López, es el mejor grafólogo que tenemos. Ah, y quiero que examinen también el certificado de defunción, la noticia del periódico y la fotografía donde están las dos gemelas, no vaya a estar trucada. Bueno, creo que de momento eso es todo. Puede empezar a trabajar, y haga el favor de llamar a Justino, necesito hablar con él.
Lupino salió del despacho y el comisario lanzó un suspiro de alivio. Ese caso le intrigaba, pero había otros mucho más importantes que resolver. Sin embargo, le había venido muy bien para quitar del medio a ese cretino de Lupino y al becario que andaba todo el día por la comisaría como alma en pena, esperando por algún tipo de trabajo. Les había dado a los dos faena para una buena temporada.
Entró Justino y se sentó, sin esperar a que se lo indicara el comisario, con la naturalidad que da la amistad de muchos años. Justino era un buen policía y tenía amplios conocimientos de informática, algo que le venía de maravilla al comisario para investigar cómo la supuesta hermana había conseguido hackear el correo de su gemela para enviar mensajes en su nombre. Había que investigar la vida de esa supuesta hermana, qué había hecho en los últimos años, dónde trabajaba, a qué se dedicaba. También a Rebeca, la amiga, informática de profesión.
Cuando Justino salió del despacho, el comisario sacó su libreta de notas y se dispuso a realizar un esquema sobre el caso. Había muchas cosas que no encajaban, y él esperaba resolver esas incógnitas como un divertido problema de lógica. Mientras los demás trabajaban en la calle, él lo haría desde su despacho, era mucho más cómodo.
En ese mismo instante, a las afueras de la ciudad, en las instalaciones de los laboratorios Rucabar, Marta Caravia se preguntaba si era ético el experimento que estaban llevando a cabo. Tenía serias dudas y no hacía más que pensar qué sería de las personas elegidas.


CAPÍTULO 8



Dos meses antes, el Dr. Alberto Gutiérrez, había asistido a un Congreso de Medicina Forense en Nueva York. Era como un premio que le había dado el Director del Hospital por la eficiente gestión de su Área. Además, se había cogido una semana adicional de vacaciones para conocer la ciudad.
El último día del congreso, se había saltado las dos primeras charlas, que tenían pinta de ser muy aburridas, pero no quería perderse la tercera, “The perfect crime. New forensic methods” by Dolores Foster. Se había entretenido más de la cuenta dando un paseo por Central Park y entró con cinco minutos de retraso. Se quedó parado en medio del pasillo observando a la ponente. No daba crédito, era Beatriz, una de sus enfermeras. Lola le miró, le indicó con un gesto que se sentara y prosiguió la conferencia. No pudo quitarle los ojos de encima, evidentemente no era Beatriz, sólo podía tratarse de una hermana gemela. Fue una conferencia interesantísima. ¡Cuánto sabía esa mujer y qué bien lo transmitía!
Acabada la conferencia, se dirigió hacia el estrado donde Lola recogía sus papeles y le dijo en español,
–Evidentemente, eres la hermana gemela de Beatriz.
El rostro de Lola se endureció y le preguntó con voz gélida.
–¿Y tú eres?
–Soy el doctor Alberto Gutiérrez. Tu hermana es una de mis enfermeras.
–¡No me puedo creer que la sombra de esa imbécil llegue hasta aquí!
–Es evidente que no te cae bien, al menos en algo coincidimos –dijo Alberto sonriendo.
–¿Ah sí? (la expresión de Lola se dulcificó levemente).
–Si, es una borde y protesta por todo.
–¿Tienes planes, cenamos esta noche? –dijo Lola sonriendo.
–Esto..., si, si, sin problema. Estoy en el Hotel Boston.
–Perfecto. Te recojo a las siete. Me voy que llego tarde. Disfruta del Congreso.
Lola se fue pensativa. No había quedado con nadie, pero necesitaba tiempo para reflexionar. Llevaba toda la vida la vida intentando poner distancia entre Bea y ella pero no lo conseguía. Ahora ese doctor, cuando volviera a España, contaría la anécdota y no quería que su hermana supiera dónde estaba.
Empezó a recordar, con angustia, su infancia. Siempre quiso ser como Bea. Admiraba su carácter y su popularidad. Se empeñaba en parecerse a ella y sólo conseguía ser una burda caricatura. Solo una persona, Raúl, la apreciaba a ella más que a Bea, hasta le había pedido de salir una vez, pero le dijo que no. Vivía permanentemente a su sombra. Algunas veces, la suplantaba para saber qué sentía su hermana y era, realmente, envidiable. Bea, lejos de comprenderla, no hacía más que reñirla, afearle la conducta e insultarla. Llegó a odiarla con toda su alma, de una forma casi enfermiza. Cuando Bea se fue a estudiar a otra universidad, prácticamente nada cambió. Todo eran comparaciones con ella. Estaba obsesionada.
Pasó algo más de un año y las cosas no mejoraron en absoluto. Bea no había venido ni un solo día a casa, ni siquiera en Navidades, a ver a la familia y su madre le echaba la culpa a ella, era algo insoportable. Había cumplido diecinueve años y decidió hablar con su padre, que era la única persona en el mundo que la entendía. Estuvieron charlando largo rato, le abrió su corazón como jamás lo había hecho nunca. Le habló de todos sus miedos, envidias, inseguridades y odios, de cómo necesitaba rehacer su vida, al margen de Bea, en algún sitio donde nadie la conociera. Se abrazaron y lloraron. Su padre la entendió como solo un padre puede hacerlo y con todo el dolor de su corazón, la animó a que se fuese. Su madre fue menos comprensiva y trató de quitárselo de la cabeza pero estaba decidida, tenía que desaparecer. Y lo hizo, rompió toda relación con su pasado, a excepción de aquel ingreso mensual de su padre, siempre con el mismo concepto, “Una ayudita. Te quiero Lola”. Cuando cobró su primer sueldo, devolvió la última transferencia recibida y escribió en el concepto “Ya soy autosuficiente. Te quiero papá. Gracias por todo”.
Se había ido a los Estados Unidos y había sido la mejor decisión de su vida. Libre de la influencia de Beatriz había empezado a brillar con luz propia. Empezó trabajando de camarera, perfeccionó su inglés con rapidez. Al año ya estaba trabajando en una empresa de seguros. Resultó ser muy buena comercial, tenía un don con los clientes y empezó a medrar y a llevar grandes cuentas. En un año había conseguido ahorrar mucho dinero y se tomó sus primeras vacaciones. Decidió volver a España y hablar con Bea, habían madurado. Calculaba que estaría en el último año de carrera. Cuando llegó al Campus, la pesadilla volvió. De nuevo la confundían con ella y regresaron sus miedos e inseguridades. Se volvió a hacer pasar por Bea y se enteró de donde vivía. En el colegio Mayor fue a su habitación y llegó a hablar con Rebeca, su mejor amiga. Lola, que nunca había tenido una mejor amiga, volvió a sentir una envidia enfermiza e incontrolable hacia su hermana. Se identificó ante Rebeca y empezó a despotricar de Bea con frases llenas de odio. Se marchó, volvió a Estados Unidos y se juró a sí misma no regresar nunca más. Los traumas aún seguían y más vivos que nunca.
Había vuelto a su trabajo y le asignaron una cuenta para cubrir los riesgos de un estudio poblacional que iba a hacer la Facultad de Psicología de Harvard. Allí conoció a William Foster, del que se enamoró como una colegiala. Él la convenció de estudiar Psicología, fue su alumna y su amante. Cuando terminó la carrera, hizo el doctorado y un máster de criminalística. Llevaban once años conviviendo cuando William le pidió que se casaran. Ni lo dudó. Lola Foster, sonaba bien.

Todo empezó a torcerse, cuatro años atrás, con aquella transferencia de su padre. Un euro. En el concepto un sencillo y escueto “Se feliz. Te quiero Lola”. Le dio un vuelco el corazón, después de tanto tiempo, no era normal aquella transferencia. Se puso muy nerviosa, tenía un mal presentimiento. Rebuscó en su vieja agenda y llamó a la tía Eulogia. Tras el sobresalto inicial, su sollozante tía, se lo había contado todo, el cáncer irreversible de su madre y cómo su padre había decidido irse con ella. Se habían suicidado juntos aquella mañana. Tenía grabada a fuego aquella frase que le había dicho su tía, “Si Bea me hubiera hecho caso… ella es enfermera… ¿Por qué no la coló en la lista?” No pudo oír más, colgó y estuvo llorando más de una hora. Quiso darles un último adiós a sus padres, lo necesitaba y cogió el primer avión. El entierro había sido una auténtica pesadilla, todos llamándola Beatriz y dándole el pésame. Recordaba como se le vino el mundo encima cuando vio a su hermana, todas sus inseguridades y frustraciones volvieron a aflorar tan vívidas como años atrás. Solo habían intercambiado una única frase entre ellas.
–¿Bea, qué pasó, de verdad no pudiste hacer nada más para salvar a mamá?
– Vete a la mierda. ¿Y tú dónde estabas, eh, dónde estabas tú?
Se había ido de allí llena de rabia, Bea seguía siendo la misma estúpida de siempre. Por ganas le hubiera arrancado la cabeza allí mismo.
Se acordaba del encuentro con Raúl caminando hacia la parada de taxis del cementerio. Lo había reconocido al instante. Él le había dado un gélido pésame, “Te acompaño en el sentimiento, Bea”. Estaba claro que seguía odiando a su hermana. Cuando le dije que era Lola, su rostro se iluminó. Siempre fue al único al que yo le caía mejor que mi hermana. Tomamos un café y me estuvo poniendo al día de todo. El también era de la opinión de que Beatriz la había cagado por esperar demasiado tiempo. Al final se había casado con aquella amiga de Bea que había visto en el campus, Rebeca, y trabajaban juntos en una empresa de informática. Se intuía que su matrimonio no iba del todo bien, aunque, curiosamente, habían decidido tener hijos. De hecho, acababan de tener gemelos y Rebeca aún estaba en maternidad. Gemelos, pobres niños, seguro que uno de ellos iba a sufrir mucho.
La muerte de William por un cáncer, hacía ya un año, había sido otro duro golpe, el más duro. Le había pedido matrimonio cuando se lo diagnosticaron, y ella sin saberlo. Al final se refugió completamente en su trabajo y no quería pensar en nada más y ahora aparecía ese doctor Gutiérrez que le volvía a traer todos esos malos recuerdos. Tenía que cenar con él, sacarle información y conseguir que no le dijera nada a su hermana.
Lola recogió a Alberto en el hotel y fueron a cenar a un buen restaurante. Resultó ser una velada muy agradable. Algo tenía ese hombre que la atraía profundamente y la antipatía que le tenía a su hermana era un punto a su favor. Después fueron a escuchar Jazz a un local de moda y cada vez lo tenía más claro, esa noche iba a acabar en su cama. Es más, lo deseaba ardientemente. Y así fue, pasaron una noche increíble, tan increíble que repitieron todas y cada una de las noches de la semana de vacaciones de Alberto.
No llegó a enamorarse, pero estaba claro que podía ser el principio de algo y no quería dejarlo pasar. Necesitaba dar un nuevo giro a su vida. Sin William ya no tenía sentido quedarse en Nueva York. Tenía que volver a España, era el momento de enfrentarse con su pasado después de tantos años. Además le apetecía conocer más a ese hombre. Solo había un problema, Beatriz. Un plan empezó a fraguarse en su mente. Era evidente que Bea sobraba en la ecuación. Debía librarse de ella. Empezó a paladear la venganza y se sintió mejor que nunca. Tenía que hacerla probar de su propia medicina. La iba a hacer sufrir y devolverle, uno a uno, los malos ratos que la había hecho pasar.
Antes de un mes ya estaba en España, alquiló un piso en la zona financiera, alejado de donde vivía Bea y se instaló con lo puesto. Se citaba con Alberto, en un hotel, una o dos veces por semana y todo iba a las mil maravillas. Empezó a poner en marcha su plan, tenía que hacerlo a conciencia, lo primero era conocer a los compañeros de trabajo, amigos y vecinos de Bea y recabar toda la información posible. Se compró un gran tablero y puso las fotos de ambas en el centro. Sabía bien lo que necesitaba, no en vano era una de las mejores criminólogas. Fue a una tienda especializada y se hizo con una cámara de fotos para la solapa del traje, micrófonos y micro cámaras de video. Lo primero era entrar en casa de Bea y colocarlo todo. Desplegó los equipos de escucha y grabación sobre la cama, junto con la copia de las llaves del piso de Bea, que le habían llegado por equivocación en una caja cuando el reparto de la herencia y se sentó en una silla a contemplarlo. En un momento de lucidez, se preguntó qué estaba haciendo, iba a violar unas cuantas leyes, hasta podía acabar en la cárcel. La imagen de su hermana sufriendo, hundida y destrozada, al igual que ella lo había estado tanto tiempo por su culpa, terminó de disipar todas sus dudas. Venganza. Iba a volverla loca. Pero tenía que ser cuidadosa, extremadamente cuidadosa.
Vigiló a Beatriz unos días, estudió sus pautas y las de su novio. Cuando tuvo claros sus horarios, un día entró en el piso, colocó los micrófonos y la cámara en la parte de arriba de la lámpara, enfocando hacia el teclado y la pantalla del ordenador. Necesitaba obtener sus claves. Fotografió a la perra y hasta el último detalle de la habitación y de la ropa del armario. Iba a reproducir una habitación exacta a la de Bea en su casa. Podría hacer fotos muy comprometedoras y todo el mundo pensaría que la de las fotos sería Bea en vez de ella. Con la cámara de solapa fue sacando fotos a vecinos. Todas acababan en el tablero. Lo del hilo azul y el hilo rojo, había sido una buena idea.
Con las grabaciones de los micrófonos y de la cámara se fue enterando mucho más fácilmente de numerosos y jugosos detalles. Richi, su teléfono, las pastillas para dormir que tomaba Bea, las claves del correo, el banco, Eduardo, pero lo más importante, el embarazo de Rebeca. Para seguir adelante con su plan necesitaba un cómplice, había pensado en Alberto, en la cama podía convencerlo de muchas cosas, aunque prefería que no se enterase de nada. Pero acababa de encontrar al cómplice perfecto, Raúl. ¡Qué mejor cómplice que Raúl!, cornudo de su propio jefe, con vastos conocimientos de informática, capaz de falsificar y hackear cualquier documento o registro y que odiaba a Bea casi tanto como ella misma. De un golpe iba a hacerlo que se librara de su jefe, Leo, inculpándolo de todo lo que hiciéramos, que se librara de Beatriz y que recuperara a Rebeca. Magistral. Revisó todas sus notas y encontró el teléfono de Raúl:
- Hola Raúl, soy Lola, la hermana de Bea, ¿te acuerdas de mí? Estoy en la ciudad. Tengo que verte, hay un asunto de suma importancia del que tenemos que hablar. No le digas nada a Rebeca…





                                   CAPÍTULO 9



Hacía días que reinaba en su vida una tensa calma. Después de los acontecimientos sucedidos últimamente, de la repentina reaparición de Lola en su vida, volviéndolo todo patas arriba, de pronto su mundo parecía haber regresado a la normalidad, salvo por algunos detalles. Echaba de menos a Richi, a su perra, su trabajo y el dinero que la arpía de su hermana le había robado del banco. Afortunadamente lo del dinero había tenido solución, pues el director le había tramitado un préstamo momentáneo que se cancelaría en cuanto recuperase su pecunio. Pero Richi se había marchado a Roma por cuestiones de trabajo y no había vuelto a saber nada de él y Marilín continuaba en poder de su hermana vayan ustedes a saber dónde. Aquellas dos ausencias le provocaban una desazón de la que no se podía desprender por más que lo intentaba. Sólo se sentía bien cuando se tomaba los tranquilizantes, pero era consciente de que no podía depender de unas malditas pastillas toda la vida.
La tarde anterior había acompañado a Rebeca a la clínica en la que le habían practicado el aborto. Todo se había desarrollado con normalidad y al salir se habían dirigido a su propia casa, en la que su amiga pasaría la noche. Se había inventado una cena con antiguas compañeras y le había dicho a su marido que probablemente se quedara a dormir en casa de alguna.
Antes de irse a la cama estuvieron hablando de lo ocurrido aquellos últimos días. Rebeca le contó que Raúl estaba muy raro, que las cosas entre ellos no marchaban bien del todo y no era capaz de explicar el porqué. Ciertamente que había caído en los brazos de Leo porque su matrimonio estaba inmerso en una rutina agobiante, casi insoportable, pero ello no quería decir que no amara a su marido y mucho menos que rondaran por la cabeza planes algunos de separación. Sin embargo desde hacía unas semanas Raúl se mostraba frío, distante, en ocasiones distraído, como si estuviera pensando en asuntos que a ella se le escapaban.
–Además he revisado su móvil y hay un número extraño que se repite con demasiada frecuencia –concluyó.
Beatriz no dijo nada. Ya bastante drama personal tenía ella misma como para encima tener que aguantar los problemas matrimoniales de su amiga.
–Un día me atreví a seguirlo –continuó diciendo Rebeca– y llegó hasta una pensión de mala muerte a las afueras de la ciudad. Pensión... Mediterráneo... no, no, Cantábrico. Estoy segura de que se citó allí con alguna mujer. No me quedé a esperar su salida. No me vi con fuerzas.
Esta vez Beatriz miró a su amiga con curiosidad. No le parecía el estilo de Raúl engañar a su mujer quedando con cualquier furcia en una pensión cochambrosa. Siempre había sido un tipo con clase. Insulso, simple y gris, pero con clase. Le gustaba el dinero y la posición. Raúl era de quedar en un NH y no en un nido de cucarachas, al menos si las intenciones eran echar un polvo de manera clandestina.
–No creo que te esté engañando –contestó– No seas paranoica, probablemente tuviera que ir por trabajo, a reparar cualquier desaguisado informático.
Rebeca pareció medio convencida ante la respuesta de Beatriz, sin embargo fue la propia Beatriz la que se quedó dando vueltas al asunto. Ya en la cama, en la oscuridad de su cuarto, arrebujada entre las mantas, recordó la manía que le tenía Raúl, desde siempre, sobre todo desde que Rebeca le dijo en una fiesta que salían juntos y ella, medio borracha, le preguntó que qué hacía con un hombre sin sustancia. Rebeca se lo tomó como una broma, pero él no, él desarrolló una inquina malsana hacía ella que había durado toda la vida y que no moriría jamás. El día que había salido con su mujer de la comisaría la había fulminado con la mirada.
Intentó alejar de su cabeza tales pensamientos. Últimamente parecía que la paranoica era ella. Todo el mundo le parecía sospechoso. A todos analizaba con minucia por si les encontraba algún punto de unión con Lola, como si el mundo entero estuviera en su contra. Finalmente se quedó dormida. Durmió de un tirón, cosa extraña las últimas semanas, y despertó cuando los primeros rayos del sol se colaban por la ventana. Miró el reloj y vio que pasaban de las diez. Se levantó y fue a la habitación que ocupaba Rebeca. Ya se había marchado a trabajar, aunque ella había insistido en que no lo hiciera, que se tomara por lo menos uno día descanso, pero no hubo manera.
Se dio una ducha rápida y se preparó un café mientras pensaba lo que iba a hacer durante el día. No poder ir a trabajar la exasperaba. Y a aquellas alturas todavía no sabía nada del expediente que le habían abierto. Como tardaran mucho iba a tener que buscar una ocupación alternativa, o ponerse a hacer macramé aunque fuera, el caso era pasar las horas ocupada de alguna manera. De pronto el sonido agudo e insistente del timbre la rescató de sus cavilaciones. Acudió a abrir la puerta y se encontró con un hombre singular al que no había visto en su vida. Era bajo de estatura, con unas gruesas gafas de pasta que daban a su rostro aspecto de ave rapaz, calvo y con el escaso pelo que le quedaba un tanto grasiento. Sonrió a Beatriz, dejando entrever unos dientes amarilleados por el tabaco y un poco irregulares.
–¿En qué puedo ayudarle? –pregunto ella educadamente.
El hombrecillo sacó algo del bolsillo interior de su desgastado gabán y se lo mostró a Beatriz. Era una placa de la policía.
–Lupino Archival Mendotti, oficial de policía. Me han asignado su caso. ¿Podemos hablar un momento?
Beatriz lo hizo pasar mientras pensaba que a menudo elemento le habían asignado su caso, no parecía muy espabilado, la verdad, lo cual quería decir que el maldito comisario no le daba demasiada importancia a las peripecias de su hermana.
Se sentaron a la mesa de la cocina, Beatriz le ofreció un café que Lupino rehusó aduciendo que tenían que ir al grano.
–Hemos estado investigando tanto su partida de defunción como la noticia del periódico y efectivamente ninguna es real. En el registro Civil de Santander no consta ningún difunto con este nombre. Por cierto, ¿ha estado usted alguna vez en Santander?
–Por supuesto, cuando era una chiquilla veraneaba todos los años allí con mis padres, de hecho morí ahogada en la playa del Sardinero, tal y como dice el periódico ese que tienen ustedes.
Lupino la miró de forma atravesada. No le gustaba nada el tono de burla que Beatriz había utilizado, pero decidió pasarlo por alto, no era cuestión de andar a la gresca, no haría más que entorpecer su investigación.
–También hemos comprobado que la noticia está manipulada. Por esas fechas falleció una muchacha de su misma edad que también se llamaba Beatriz, Beatriz Morales García, ahogada en la playa de la Malvarrosa, en Valencia. Alguien muy avieso manipuló la noticia del periódico e hizo parecer que la ahogada había sido usted, en Santander. Lo que no hemos podido averiguar es quién hizo las falsificaciones tan perfectas, ni la de la noticia ni la de la partida de defunción. Usted no tendrá alguna idea, por casualidad.
–Pues no, no tengo ni idea de quién pudo ser, aunque supongo que alguien que tenga que ver con mi hermana y que la está ayudando. ¿A ella no han conseguido encontrarla?
–Me temo que no. Estoy empezando a pensar que se ha ido al extranjero. Tengo a mi ayudante, Fabián, un hombre muy sensato, investigando sobre ello.
–Ni hablar –repuso Beatriz con firmeza– Lola nunca deja nada a medias. Está aquí para joderme la vida y no parará hasta conseguirlo.
De pronto se le vino a la mente Raúl. Recordó que mientras estudiaba la carrera de informática trabajó como chico de los recados en un periódico que dirigía un tío suyo. ¿Y si tenía algo que ver con Lola? Quizá la visita a aquella pensión... Miró a aquel estúpido de Lupino y se dijo que lo mejor que podía hacer, dadas las escasas luces que parecía tener, era echarle una mano en la investigación y decidió hablarle de Raúl y de la pensión Cantábrico.
–A lo mejor yo puedo tener una idea de dónde se esconde mi hermana. ¿Ha oído usted hablar de la Pensión Cantábrico?
Lupino se puso colorado hasta la punta de la calva. A aquella pensión solía acudir cuando le apetecía echar un polvo con alguna puta callejera. El dueño lo conocía de siempre, por lo que no le hacía mucha gracia investigar in situ, pero claro, eso no podía decírselo a Beatriz.
-¿De verdad cree que su hermana se va a esconder en un lugar como ese? –preguntó finalmente.
–Es el último lugar en el que nadie la buscaría. ¿Por qué no vamos ahora hasta allí? Yo le acompaño.
Media hora después el utilitario de Lupino, un Seat Ritmo del año de la polka, estaba apostado cerca de la puerta de la pensión, aunque lo suficientemente lejos para que ni él ni Beatriz, pudieran ser vistos. No sabían bien lo que iban a encontrar, probablemente nada, así que se armaron de paciencia dispuestos a esperar acontecimientos. Durante la mañana no ocurrió nada extraño, es más, casi nadie entró ni salió de aquel antro. Al mediodía fueron a comer algo a una tasca cercana. Durante la comida a Lupino se le soltó la lengua y contó toda su vida, vida que, por otra parte, a Beatriz le importaba un pimiento, por lo que se limitó a escuchar con paciencia y a decir a todo que sí. Alrededor de las tres de la tarde regresaron a su puesto de guardia y esta vez sí que tuvieron suerte. Las intuiciones de Beatriz se convirtieron en realidad y una hora después de comenzar la vigilancia vieron salir de la pensión a Raúl portando una bolsa de deportes.
–¡Ése! –exclamó, no sin cierta sorpresa– Ese es Raúl, el marido de mi amiga Rebeca. No me puede ver.
Lupino se limitó a observar al hombre con gesto interesante.
–Estoy segura de que ahí está Lola, o ha estado... no sé.
Sin embargo otra sorpresa esperaba a nuestra pareja, pues apenas cinco minutos después de Raúl, salió por la puerta de la pensión el Doctor Gutiérrez.
–¿Gutiérrez? –exclamó Beatriz-- ¿Qué hace este tío aquí? Aquí se cuece algo más gordo de lo que yo pensaba. Creo que voy a salir a investigar.
Lupino era consciente de que quién tenía que salir a investigar era él, que para eso era policía, pero la verdad es que agradecía enormemente la iniciativa de Beatriz, así él no tendría que pasar por el bochorno de presentarse ante el dueño de la pensión. Aún así se dijo que debía meterse en su papel y disimular un poco.
–Está bien, formemos un equipo. Usted va a investigar y yo me quedó aquí vigilando. Si veo alguna cosa extraña le envío un whatsapp y sale usted pitando de ahí.
Beatriz salió del coche y se acercó con paso firme y decidido a la pensión. Entró y pudo ver detrás de un mostrador medio destartalado a un muchacho joven y fornido que la desnudó con la mirada.
–Hola preciosa –le dijo-- ¿Pero tú no te habías marchado este mediodía? ¿O acaso me recuerdas y quieres volver a retozar conmigo?
A Beatriz ya no le quedó duda de que Lola había pasado por allí. Cosa típica de ella, tirarse a todo tipo de buen ver que se cruzara en su camino, en eso no había cambiado nada.
–No seas estúpido y dame la llave del cuarto que me he dejado una cosa olvidada y tengo prisa.
El mozo le dio la llave sonriendo y ella subió con prisa las escaleras hasta el primer piso. Encontró en seguida la puerta de la habitación y entró. Era un cuarto oscuro, con los muebles viejos y desgastados, las cortinas raídas y la moqueta con abundantes quemaduras de cigarrillos. Olía a una mezcla extraña de humedad y fluidos corporales. El aire era denso y casi irrespirable. Beatriz abrió los cajones de las mesillas de noche y miró dentro del armario. Todo estaba vacío. Cuando estaba a punto de salir vio un objeto que sobresalía debajo de la cama. Era una pequeña libreta de tapas azules. La cogió y se dispuso a salir de allí. Cerró la puerta tras sí y entonces escuchó voces que provenían de la escalera. Reconoció sin lugar a dudas la del doctor Gutiérrez. Una sensación de pánico la envolvió y miró a su alrededor buscando un lugar en el que esconderse. Vio a su izquierda una especie de contenedor y no dudo un instante en meterse dentro. En su interior había sábanas y toallas usadas que desprendían un olor nada agradable. Beatriz tuvo que reprimir una arcada mientras escuchaba al doctor Gutiérrez conversar con otro hombre a la puerta de la habitación. Maldijo mentalmente a Lupino por no haberla avisado. Si había tenido algunas dudas sobre su incompetencia se le habían disipado todas. Entonces sonó el tono de su whatsapp, una vez, y dos, y tres. Era Lupino advirtiéndole de la llegada de Gutiérrez. Beatriz rogó porque aquellos dos no hubieran escuchado el tono de los mensajes, pero el silencio que se hizo al otro lado del contenedor, era demasiado elocuente.




CAPITULO 10



Richi no se consideraba mala persona. Nunca había dañado a nadie, al menos de forma consciente, y por eso era una persona apreciada en el trabajo, por eso se llevaba tan bien con todos los miembros de su familia, por eso conservaba buenos amigos desde la adolescencia. Y por eso no podía quitarse a Beatriz de la cabeza. No podía dejar que las cosas terminaran entre ellos de esa manera, con unas líneas rabiosas sobre la mesilla de noche. De hecho, ni siquiera estaba seguro de querer que su relación acabara. Entendía perfectamente que ella se sintiera engañada y dolida, y había salido de su piso sin protestar. También entendía que no le devolviera ninguna de las miles de llamadas que le había hecho, pero no podía dejar de intentarlo, no podía dejar que Beatriz pensase que no le importaba, cuando la realidad era que la quería. La quería mucho.
Había enfocado el viaje a Roma como una posibilidad para pensar tranquilamente, lejos de su entorno, de sus padres, que le habían acogido en casa pero le freían a preguntas, y sobre todo de Armando, que estaba empeñado en empujarle fuera de un armario en el que Richi no sabía si realmente había llegado a entrar.
Armando. Su mejor amigo, al que él nunca había visto de otra forma hasta hacía pocas semanas. Armando sabía lo que iba a pasar desde hacía ya tiempo, según le había dicho, pero Richi podía jurar sobre la futura tumba de su madre que él no. A él le había pillado todo por sorpresa. Pero eso no cambiaba lo que había sentido, lo que Armando le hacía sentir, tan distinto a lo que había compartido con Bea o con cualquiera de sus anteriores novias.
Y seguía dándole vueltas a la cabeza sin llegar a ninguna conclusión, y eso que se conformaba con una cualquiera, aunque no fuese satisfactoria ¿Era normal, estar a los 40 años, preguntándose si era gay?
Una tarde había decidido probarse a sí mismo, y se había sentado en la terraza de una cafetería con el único objetivo de fijarse en los chicos que pasaran. Mirar sus cuerpos, imaginar cómo sería sentir sus caricias, morderles la boca. Casi no le había dado tiempo a acabarse el té, antes de esconderse tras un periódico. No había sentido nada. Bueno, algo sí. Había sentido vergüenza y se había sonrojado como un niño, sólo de pensar que alguien pudiera adivinar lo que estaba haciendo.
Realmente no le apetecía ser gay. No así, de repente. ¿Cómo se lo iba a decir a sus padres? Y en la oficina, ¿estaba obligado a contarlo?
Se dio cuenta de que su mente no hacía más que pensar en estupideces. Lo importante, lo único que de verdad le importaba, era Beatriz. Necesitaba hablar con ella, que le escuchara, que entendiera que había sido incapaz de decirle nada porque él mismo no sabía explicarse lo que estaba ocurriendo. Se había dejado llevar por las circunstancias, por lo que sentía entre los brazos y las piernas de Armando, esperando que le llegara una revelación que lo pusiera todo en su sitio.
Se había comportado como un cobarde, lo asumía. Y al final las circunstancias lo habían atropellado.
En cuanto volviera a España tenía que obligar a Bea a escucharle. Pero para ese momento necesitaba tener muy claros sus sentimientos y sus anhelos. Si pensaba en el futuro le era muy fácil imaginarse envejeciendo al lado de Beatriz, recorriendo la vida de su mano y compartiéndolo todo. Y eso, claro, significaba no volver a sentir nunca lo que sentía cuando estaba con Armando. ¿Era eso lo que quería? Seguía sin llegar a ninguna conclusión y el avión ya estaba aterrizando.
De todas formas, aunque no tuviese un discurso preparado, ni siquiera una idea general de lo que iba a decir, sentía que no podía aplazarlo más. Iba a ponerse frente a ella, a mirarla a los ojos… y ya se vería cómo seguía luego.
Compró un ramo de flores, no sabía si el más bonito pero sí el más grande, sin importarle el timo que suponía pagarlo en una tienda del aeropuerto, y se dirigió a casa de Beatriz. A la casa que también había sido la suya, y de la que aún tenía las llaves.
Una vez que despidió el taxi y viéndose delante del portal, le fallaron los ánimos.
Maldita cobardía.
Pensar que estaba tan cerca de Beatriz, que sólo tenía que hacer un pequeño trayecto en ascensor para encontrarse con ella, hizo que le temblaran las piernas. Y, además, buscarla así, en casa, ¿cómo debía reaccionar? ¿Cómo si fuese un invitado? ¿O simplemente entrar tranquilamente como si regresara un día cualquiera después del trabajo?
Los minutos pasaban y Richi seguía allí plantado en la acera, con sus flores y su bonita maleta de ruedas, sin decidirse a hacer nada. Miró hacia arriba y contempló las ventanas del piso, pero no recibió de ellas ninguna ayuda. La puerta de entrada, de forja y cristal, tampoco parecía dispuesta a hacer nada por él. De hecho, hasta parecía hostil.
Además, ni siquiera sabía si Beatriz estaba en casa o no. Podía estar trabajando, o encontrarse dormida después de trabajar de noche. Podía estar en cualquier sitio.
No. No era esta la manera. Lo tuvo muy claro. Debían verse en territorio neutral. Pero claro, para poder concertar esa clase de cita era imprescindible que Beatriz contestara a sus llamadas o a sus mensajes y, al momento presente, no parecía dispuesta a hacerlo.
Entonces, como una revelación divina de esas que tanto le gustaban, se abrió paso en su mente la cara de Rebeca. Rebeca podía interceder por él y conseguirle un encuentro con Bea. No es que entre los dos, entre Richi y Rebeca, hubiera habido nunca una confianza especial, pero a él le caía bien, le parecía una chica vehemente y apasionada que podía perfectamente entenderle y echarle una mano.
Pero no tenía su número de teléfono. Aún estaba rehaciendo la agenda desde que había perdido el móvil. Se sabía de memoria el número de Beatriz, el de sus padres, el de la oficina, y pocos más. Había ido consiguiendo los de los amigos contactándoles por mail y aprovechando todos los encuentros casuales que habían surgido. A Rebeca no había vuelto a verla y, la verdad, hasta aquel momento no se le ocurrió que pudiera ser uno de esos contactos imprescindibles.
En fin, ánimo e ingenio. Sabía donde trabajaba.
Otro taxi lo llevó hasta allí.
Era un bonito edificio de oficinas, y la de Rebeca se encontraba en la primera planta. Richi había estado allí una vez, con Beatriz, que había querido darle una sorpresa a su amiga por su cumpleaños llevándole una bandejita de sus pasteles favoritos. Lo recordaba como una tarde muy agradable. Habían sacado cafés de la máquina y merendado todos juntos.
Sintió un pellizco de añoranza con aquellas imágenes, las de los buenos tiempos, cuando era feliz y compartía esa clase de pequeñas cosas con Beatriz.
Pero volverían a hacerlo. Se sentía decidido.
La puerta de cristal biselado se abrió contra sus narices. No llegó a darle, pero la persona que salía a toda prisa le golpeó el hombro, y estuvo a punto de chafarle el precioso ramo de flores. De hecho, algunos pétalos cayeron al suelo.
Era Raúl que, cuando vio con quien había chocado, se mostró totalmente sorprendido y confundido.
–Richi… ¿qué haces aquí?
–Busco a Rebeca. ¿Estará ocupada?
–Bueno, no sé… --Raúl miraba alternativamente hacia fuera y hacia dentro, aún sosteniendo la puerta medio abierta.
–Pregunta en el mostrador de la entrada, Richi –dijo al final-- Yo voy a comer algo y tengo muchísima prisa.
Le dio unos golpecitos en la espalda a modo de despedida y se fue, con las mismas prisas que decía tener.
Richi se quedó un momento inmóvil, la puerta cerrada de nuevo frente a él. Siempre se había imaginado que Rebeca y Raúl entrarían y saldrían juntos del trabajo, que harían los descansos a la vez… En resumen: había pensado que compartir la vida laboral con tu pareja debía ser algo maravilloso, que haría que estuviesen más compenetrados. Pero quizás se había equivocado. Raúl se iba solo y ni siquiera parecía saber si Rebeca estaba en su puesto o no.
En fin, lo que estaba claro era que cada pareja es un mundo y no le correspondía a él, a él menos que a nadie, juzgar a los demás.
Por fin entró y la sonriente y amable chica del mostrador de recepción fue a buscar a Rebeca que sí, estaba trabajando, y no tardó más que unos instantes en volver con ella.
–Ay, madre, el que faltaba –fue el cariñoso saludo de Rebeca cuando vio a Richi, a la vez que se echaba a reír, con pocas ganas.
–Hola, Rebeca, ¿podemos tomar un café?
– No me jodas, Richi, que estoy trabajando.
– Ya, ya, perdona. No sé si sabes que perdí mi móvil, por eso me presento así, no podía llamarte.
La recepcionista había vuelto a su sitio, pero observaba divertida la situación. Richi, alto y guapo, con un ramo de flores, parecía un pretendiente al que estaban rechazando. Y Rebeca, dura, con su habitual manera directa de decir las cosas, parecía la pretendida reacia. Pero estaba casada. En el hipotético caso de que tuviera un admirador era poco probable que fuese a verla allí, al sitio donde también trabajaba su marido.
–Sólo un café, Rebeca, por favor.
Ella se lo pensó un segundo, luego hizo un gesto de asentimiento, y fue a por su bolso.
Se sentaron a una mesa de la primera cafetería que vieron al salir a la calle.
En cuanto tuvieron las bebidas ante ellos, Rebeca tomó la palabra:
–Hala, Richi, arranca de una vez y di lo que tengas que decir, que estoy en horas de trabajo. Y te aviso. Si crees que voy a hablarle bien de ti a Bea es que no me conoces y, además, bastante tiene la pobre ahora mismo para que vengas tú pensando que con cuatro flores de mierda vas a arreglarlo todo.
–Ya me imagino –dijo Richi, un poco cabizbajo-- Sé que soy un idiota, un imbécil integral. Si ni siquiera se me ocurrió pensar lo raros que eran aquellos mails que supuestamente me había enviado Bea… Tenía que haber notado que…
–Stop –le frenó Rebeca, alzando una mano-- Aquello te vino muy bien. Pero no quiero que me lo cuentes, Richi. Esa clase de explicaciones no me conciernen. Dime lo que quieres de mí, y ya está.
–Bueno… Quiero hablar con ella. Pero no contesta mis llamadas, como ya sabrás. Lo que necesito es que le digas que quede conmigo. Sólo un café, como tú y yo ahora. Sólo hablar un rato.
–Ni yo puedo conseguir eso –contestó Rebeca.
Richi abrió la boca para contradecirle, para decirle que si alguien podía era ella, su mejor amiga, a quien Bea siempre escuchaba. A él le constaba que incluso la admiraba y estaba seguro de que podía influirla.
Pero se le quedaron los argumentos a medio camino antes de salir, porque le pinchó en la mente algo que había dicho Rebeca.
–Oye, ¿por qué has dicho que bastante tiene Bea ahora? ¿Le ha ocurrido algo? ¿Qué pasa?
–Ay, Richi, Richi… Casi me da pena contártelo y sacarte de tu mundo de color rosa.
–-Me estás asustando, Rebeca.
–Y más que te voy a asustar –le dijo ella. Y le contó todo lo que le había pasado a Beatriz desde que había echado a Richi de casa.
Richi la escuchó hablar sin interrumpirla ni una sola vez. Estaba atónito oyéndola contar aquella trama irreal, tan de película, y, aunque no dudaba de que lo que Rebeca decía fuese verdad, le costaba imaginar aquellos sucesos como algo que estaba ocurriendo tan cerca de él.
Sus ojos estaban abiertos como platos, y su boca un poco entreabierta también, como si no bastasen sus oídos para asimilarlo. Richi no conocía a Lola. Sabía que Beatriz tenía una hermana con la que no se hablaba, pero ni siquiera recordaba si le había dicho que eran gemelas idénticas.
–Oh, Dios –dijo cuando Rebeca terminó el relato-- Y yo lejos de ella, con la falta que le habré hecho.
–No, Richi, yo no creo que le hagas ninguna falta, no seas simplón.
–Pero, Rebeca…
Ella alzó la mano de nuevo y él quedó en silencio, los dos contemplándose, pensando en Beatriz, aunque de formas diferentes.
De pronto, algo cambió en la expresión de Rebeca.
–Mira, he pensado algo. Voy a hacerlo por ti. Bueno, por ti no, por mi amiga. Para que pueda mandarte a la mierda cara a cara, y así termine contigo de una vez.
–Pero…
Richi no pudo seguir. Rebeca volvió a levantar la mano frente a él. Era realmente una persona autoritaria. Al menos, a Richi le hacía sentirse como un niño delante de la profesora.
–Es así y punto –siguió ella-- Pero tú vas a hacerme un favor y me vas a acompañar a un sitio. ¿Tienes el coche aquí?
Richi negó con la cabeza y señaló la maleta.
–Vengo directo del aeropuerto –dijo.
–Joder, no vales ni para eso. Pues pagas tú el taxi.
Fueron a buscar uno, a Richi le daba la impresión de que se estaba pasando el día en taxis, y Rebeca le indicó una dirección al conductor.
Llegados a la calle señalada, Rebeca miró alrededor y escogió un bar. Y dentro de él, una mesa pegada a la cristalera.
–¿Qué hacemos aquí? –dijo Richi después de un rato.
–Mira enfrente.
Richi lo hizo. Miró hacia la calle, bastante deprimente, y en la acera de enfrente vio un portal viejo, con un letrero medio descolorido, donde apenas se podía leer “Pensión Cantábrico”. Miró a Rebeca sin comprender.
–Raúl se ve con otra en esa pensión de mierda –dijo Rebeca-- ¿Qué te parece? Algunos tenemos problemas de verdad.
Richi no dijo nada. No sabía qué decir. Tampoco creía que alguien como Rebeca esperase su compasión. Así que siguió tomándose su café, mientras los dos contemplaban aquella puerta al otro lado de la calle.
La vieron a la vez. Beatriz entraba en la pensión.
Se miraron entre ellos, viendo cada uno el horror y la estupefacción reflejados en la cara del otro. Los ojos de Rebeca iban llenándose de lágrimas. Richi no sabía qué pensar, menos aún qué decir.
–La otra es Beatriz –musitó Rebeca.
–Tiene que ser una causalidad, no me lo creo. Vamos a entrar –dijo Richi, haciendo ademán de levantarse.
–No –dijo Rebeca con tono seguro-- No vamos a hacer una escenita.
–¿Y qué hacemos?
–Pensar antes de actuar, Richi. De momento vámonos de aquí, tengo que recoger a mis hijos del colegio.
Y como un robot, con la mente casi en blanco, arrastrando su maleta y con el ramo de flores bajo el brazo, Richi pagó los cafés y llamó a un taxi.





                                     CAPÍTULO 11




Tenía claro que no era el mejor detective del mundo ni se parecía a su ídolos, Sam Spade o Hércules Poirot (bueno, quizá a este último un poco sí). Pero le gustaba su trabajo. Era eficaz, metódico y los cabos sueltos y el desorden le horrorizaban.
Aunque había algo invisible que rondaba por la comisaría que siempre le hacía sentir un peso incomodo sobre sus hombros, Lupino Archival Mendotti estaba acostumbrado a las burlas desde pequeñito. Nunca había sido un Adonis. Y por ello se esforzó más que sus compañeros para labrarse un futuro que minimizase su repulsivo aspecto. No es que fuera feo, sencillamente era incómodo de mirar.
Ya se lo decía su primo Cesáreo, el del pueblo:
–Este físico que hemos heredado no nos va a abrir ninguna puerta, más bien al contrario. Nuestra fealdad nos hace invisibles. Y cuando se dan cuenta de que nos ven les resultamos molestos.
Una puerta se le abrió cuando entró en la Academia de Policía. Su tío era uno de los mandamás y se coló por esa rendija que le proporcionaba una gran oportunidad.
Al principio todos lo vieron como el ‘niño bonito’, –es un decir-- el enchufado que todo lo tendría fácil. Pero se esforzó como todos; madrugó, estudió y logró superar las pruebas físicas. Un tormento infernal para alguien tan poco deportivo como él.
Su invisibilidad aparente tenía una ventaja a la que supo sacar partido: Era observador y buen oyente. Nada se le escapaba.
A pesar de las burlas de sus compañeros siempre era felicitado por sus superiores por la calidad y pulcritud de sus informes. En alguna ocasión hasta recibió una mención honorífica. Quizá por ser ‘familia de’, pero él siempre se sentía orgulloso del deber cumplido. Los primeros años fueron duros pero le sirvieron de entrenamiento y coraza frente a las burlas.
Por fin llegó su oportunidad de dejar a un lado el papeleo y ‘pasar a la acción’. Aunque ser un policía de calle le asustaba un poco. Pero ¿Acaso no suponían eso los retos? Enfrentarse a lo desconocido, mirarlo de frente y echarle valor. Pues eso haría él.
Cuando el comisario Márquez le llamó a su despacho no imaginaba lo que éste le tenía reservado. Esperaba algún caso de intercambio de sobres, tráfico de influencias o algo del estilo. Un juicio, culpables a la cárcel y una montañita de papeleo que luego archivaría con su pulcritud habitual.
Al toparse de frente con el caso de las ‘gemelas chifladas’, como se las conocía en comisaría sin ningún disimulo, su cabeza dio vueltas de campana, su cara enrojeció un poco más y se puso más hinchado que un pez globo.
El dossier que el Comisario dejó caer encima de la mesa tenía tantos folios que leer, que imaginó que todo aquello le supondría pasarse encerrado en el despacho hasta las Navidades, intentando desenredar aquella maldita madeja.
–¿Tanto jaleo por una hermana que regresaba al hogar? Aquí hay gato encerrado. Si la gemela existe y ha vuelto a por la otra, es que quiere pasta. Pero ¿una enfermera gana tanto como para armar este follón? ¡Dios santo! Este periódico dice que está muerta. No me cuadra. Necesito un café cargado para estar bien despierto y entender todo este embrollo. Aquí hay pasta de por medio, está más claro que el agua.
Su obsesión por el dinero oculto le llevó a entusiasmarse por el caso y, entre café y café, se leyó el dossier casi de una sentada. Se vio como un explorador intrépido a la caza del tesoro.
La foto de Beatriz aumentó su entusiasmo y sus nervios.
–Y encima es guapa. Habrá que concertar una entrevista a ver si le saco algo más de lo que ha contado en comisaría...
A su mente volvieron todas aquellas chicas que lo habían rechazado en su adolescencia y juventud, y su cara se hinchó de vergüenza.
–Bueno, somos adultos, soy un profesional. No tiene por qué rechazarme.
Siguió sacando fotos del dossier.
–Qué pena no tener a mano a la tía Eulogia. Siempre me he llevado bien con la gente mayor. Y estas mujeres de pueblo suelen hablar bastante. Me ayudaría mucho... Pero a falta de pan... llamaré a Beatriz, la interesada.
–Lupino Archival Mendotti, oficial de policía –se presentó ante la puerta de una inquieta Beatriz. Esta chica necesita dormir unos cuantos días seguidos, pensó para sí Lupino mientras ella le ofrecía un café que él rechazó con educada profesionalidad.
Su gesto de desprecio le incomodó pero se sobrepuso y le fue informando de los progresos policiales. El recorte del periódico y la partida de defunción habían sido manipulados. Eso era importante aclararlo. Aunque Beatriz ya había dejado claro que aquello era falso.
–Aquí hay gato encerrado... Mucha pasta... seguía insistiendo Lupino para sus adentros.
Mientras Lupino hablaba de los progresos policiales, Beatriz miraba de reojo un catálogo de tatuajes. Varias mariposas de colores revoloteaban por las páginas abiertas.
–Con la que le está cayendo y pensando en musarañas... A las mujeres no hay quien las entienda. Mejor no pregunto, no sea que me mande a freír espárragos por entrometido, y no saquemos nada en claro.’
–Aunque quizá le sentara bien un tatuaje. Es una chica atractiva y depende de donde se lo pusiera...

Empezó a ponerse rojo y tosió para calmarse y disipar sus pensamientos, volviendo a centrarse en el tema de Lola. Beatriz olvidó el catálogo y se puso tensa, agarrando su taza de café con las dos manos, que ya se le había quedado frío.
La posterior mención de la Pensión Cantábrico le hizo subir los colores otra vez. Tuvo que sacar un pañuelo para secarse la frente y limpiar las gafas que se le resbalaban nariz abajo por el sudor de su cara.
Vaya con las casualidades... El mundo es un pañuelo arrugado. Al menos pisamos terreno conocido dentro de este laberinto de nombres e identidades confusas. Alguna de las chicas de la zona podría echarme un cable, previo pago, como siempre. Que por esos lares nada me sale gratis. Y se pusieron de acuerdo para ir hasta allí a la mañana siguiente, bien temprano.
Los nervios de la vigilancia mañanera le dieron hambre y sed y durante la comida bebió y habló más de la cuenta.
–Pobre muchacha... ¿Qué le importará a ella que mi primo Cesáreo vaya a escribir y publicar un libro de poemas...? El orgullo familiar se me desborda en los momentos más inoportunos.
Las cosas empezaron a moverse cuando volvieron a la vigilancia. Beatriz quería enfrentarse ella sola, cara a cara, a todos los que entraban en la pensión. Lupino se sentía entre cohibido y admirado ante la determinación de ella. Sacando un último cartucho, para que su profesionalidad no quedara en entredicho, propuso que se dividieran. Se avisarían por whatsapp en caso de descubrir algo relevante.
Quizá debería haber llamado a comisaría a pedir refuerzos. No se debe dejar a un civil solo en situaciones comprometidas. Pero temía que se burlaran de él, le fueran con el cuento al Comisario Jefe y lo degradaran a vigilancia del archivo de pruebas inservibles. El caso no era para tanto. Por dos supuestas hermanas gemelas no había que montar tanto jaleo. A lo mejor había visto demasiadas películas y se había montado una de espías en su cabeza. A su cabeza regresó la imagen de una atractiva Beatriz tatuada de mariposas y una versión suya, con pelo, en plan Bogart.
Despertando de sus ensoñaciones peliculeras, se dio cuenta de que un hombre, alto y elegante, entraba a la Pensión Cantábrico. Cuando él la visitaba no solía haber tanto movimiento. No había razón para sospechar, o tal vez sí. El caso es que el tipo le recordó a algún mafioso de película y toda la situación le dio muy mala espina.
¿Y si iba armado? Ahora Beatriz sí que estaría en peligro y no había rastro de ninguna de sus chicas a la que pedir ayuda.
–Se toman un día de descanso y tiene que ser este, precisamente. Chasqueó la lengua con disgusto.

Buscó el móvil por todos sus bolsillos. Con los nervios, se olvidó de la contraseña para desbloquearlo, se le cayeron las gafas y pulsó todos los iconos hasta que dio con la tecla verde.
Malditos móviles modernos...
Por fin.
Sin gafas pudo enviar varios mensajes con bastante mala ortografía. Los nervios del momento tenían la culpa, esperaba que Beatriz los entendiese.
–¿Dónde se habría metido esta chica? Tenía que avisar a comisaría inmediatamente. Aquí tiene que haber mucha pasta escondida por algún sitio. Lo huelo....
En situaciones complicadas Lupino era un hombre de ideas fijas.





CAPITULO 12



Como buenamente pudo logró quitar el sonido del móvil con una mano, mientras con la otra se tapaba la nariz para no respirar aquel olor nauseabundo. Intentó relajarse para apaciguar las arcadas y conseguir el mayor silencio para que aquellos hombres no la encontraran. Pero Beatriz sólo se relajó al oír sonar el teléfono móvil de uno de ellos. El que contestó era Gutiérrez, le había reconocido, quien tras una escueta conversación dejó sólo a su compañero pues requerían su presencia en el hospital. El otro tipo mientras hablaba en susurros logró abrir la puerta de la habitación que acababa de dejar ella, y tras echar una ojeada, se marchó por donde había venido, sin dar a Beatriz ninguna pista de quien era.
Tras un tiempo prudencial, se arrojó fuera del hediondo contenedor y tras dejar la llave en la desierta recepción, se introdujo a la carrera en el coche de Lupino. Éste la vio llegar con gesto desencajado y sin darle tiempo a preguntar, le rogó la llevase a su casa, pues no se encontraba nada bien.
El regreso lo hicieron a toda velocidad, ya que el sonido de la sirena obligaba a los vehículos a echarse a un lado. Tras dejarla en su casa, Lupino se encaminó a Comisaría para averiguar más sobre Raúl y el tal Gutiérrez, allí había gato encerrado y no dudaba que el motivo de todo aquello era el dinero.
Beatriz nada más entrar en casa se dirigió al baño, donde vació su maltrecho estomago, y algo más tranquila, se desvistió para darse una reconfortante ducha, frotando todo su cuerpo a conciencia con jabón, y poder liberarse de aquel olor nauseabundo.
A continuación introdujo su ropa en la lavadora, echando el doble de detergente y suavizante que de costumbre, eligiendo el programa más largo para desinfectarla completamente. Iba a darle al botón de arranque, cuando se acordó de la libreta encontrada en la habitación, con mucho asco consiguió localizar su pantalón y sacarla del bolsillo. Como también olía mal, la colgó de una cuerda del secadero para que se airease, y ya con mejor cuerpo, calentó agua en el microondas para hacerse una infusión.
Estaba limpiando su móvil con un algodón empapado en alcohol, cuando empezó a vibrar, al responder oyó decir a Carlos:
–Bea tengo novedades que contarte, pásate por mi casa esta tarde, mi turno termina a las cinco, de verdad que es importante.
–Está bien –respondió ella al notar su premura--, allí estaré.
Su cabeza no paraba de dar vueltas a la visión del Dr. Gutiérrez saliendo de la pensión, sabía que Raúl y su hermana se conocían, pero a él no, y no conseguía encontrarles un nexo de unión.

Los problemas que estaba teniendo eran más graves de lo que pensaba, y por lo visto tendría que hacerles frente ella sola, porque si esperaba que ese tal Lupino resolviera el asunto, estaba apañada.
Decidió cambiar su imagen, de forma que no hubiera duda de quién era cada una. Buscó los pendientes más llamativos, recordando que su hermana tenía alergia a los metales y sólo podía usar oro. Revolvió el armario para localizar aquella ropa tan hippy que se puso en carnaval. Cogió las tijeras de la cocina y frente al espejo, se cortó el pelo para ponerse flequillo. ¡Ahora parecía otra y hasta se veía más joven!
De nuevo vibró el móvil, esta vez era Lupino interesándose por su salud y comentándole que él también se encontraba revuelto, seguramente les había sentado mal algo de la comida. A Beatriz le pareció lógico, debido a su trabajo estaba acostumbrada a olores bien desagradables y los efluvios del contenedor no tenían porque haberle producido tanto malestar.
Al salir de casa, en el ascensor, se encontró con la viejita del quinto que sacaba a pasear a Lazitos, una perrita amiga de Marilin, y al hacerle una caricia para saludarla, le entró una gran congoja por no saber nada de su mascota, deseando que su hermana no la estuviera maltratando.
En casa de Carlos la recibió Sandra, pues su marido tuvo que retrasarse por una urgencia, así que tuvieron tiempo de charlar en torno a un café. Beatriz era reticente a hablar de sus problemas porque no quería involucrar a su interlocutora, era tan amable y cariñosa que temía ponerla en peligro.
Cuando por fin llegó Carlos, se encerraron en el despacho, donde tras unas preguntas de cortesía, le contó que había estado haciendo averiguaciones en el Hospital, porque pensaba que todo lo que la estaba pasando era muy raro.
–He conseguido leer el historial del paciente al que se suponía que habías matado imprudentemente, y sólo pude ver que su muerte fue natural.
–Hablé con el forense para indagar si había tenido que hacer últimamente alguna autopsia por mala praxis, y me dijo que no, los fallecimientos habían sido todos por procesos de grave enfermedad o por causas naturales.
–No contento con esto, me acerqué a tu planta para hablar con tus compañeras, y me contaron que habías pedido un permiso sin sueldo debido a tu malestar por la separación de Richi.
–Por si fuera poco, me acerqué al despacho de Gutiérrez en su ausencia, y a su secretaria le sonsaqué que hace tiempo que su jefe no abre expediente disciplinario a nadie, ni investigación a ningún compañero, que todo está muy tranquilo por su Área.
Beatriz iba a demostrar su desconcierto y contarle lo que sospechaba de Gutiérrez, cuando en ese momento entró Sandra móvil en mano, diciéndole que acababan de llamarla del Hotel Happy-Can, llevaban todo el día intentando contactar con la persona que ingresó allí a Marilín, pero al no lograrlo, decidieron intentarlo con el teléfono grabado en la chapa, que colgaba del collar de la perrita, que era ni más ni menos que el suyo. Al parecer la pobre mascota no acababa de encontrarse a gusto allí, parecía triste y no hacía mucho caso de la comida, al no tener éxito con la integración en el Hotel, creen que es mejor que vayas a por ella, he anotado la dirección en este papel.
Beatriz no cabía en sí de gozo, por fin iba a localizar a su perrita, la echaba tanto de menos, no podía perder tiempo. Pidió a Sandra que llamara a un taxi mientras ella iba al baño, aún tenía mal cuerpo, agradeciendo a Carlos la información tan valiosa que acababa de darle, y en cuanto tuviera a su mascota a buen recaudo, le llamaría.
La residencia canina estaba a las afueras, por lo que pidió al taxista que la esperara, no contaba tardar mucho. El encargado al verla entrar, reconoció en ella a la señora que había depositado a Marilin, aunque parecía bastante diferente. Mas dejó de tener dudas en cuanto mascota y dueña se encontraron, todo fueron saltos y lametones por parte de la perrita, y su dueña no paraba de llorar y darle besos. Le contó que no habían conseguido que se adaptara al nuevo alojamiento, y antes que verla sufrir, preferían llamar a su dueña. En un sobre le dieron el dinero que les había entregado para su manutención, pues al no necesitar gastarlo era justo devolvérselo. Ella estaba asombrada, pero no dudó en quedarse con ello.
Dichosa y feliz, decidió dirigirse en taxi a casa de su tía Eulogia. Era una mujer de gran vitalidad. Viuda desde hacía cinco años del hermano de su madre, y al no tener hijos siempre se había volcado en atenciones a sus dos sobrinas. Actualmente compartía su casa con dos jóvenes estudiantes que la ayudaban en las tareas domesticas y la compra, o la acompañaban a las consultas médicas.
Su tía tenía un pequeño jardín donde campaba a sus anchas Pinocha, una perrita fox terrier color canela, con la que Marilin se llevaba muy bien.
Le pidió el favor de que cuidase a su mascota, ya que ella andaba bastante liada, sin querer darle más explicaciones, contándole por alto que su hermana Lola le estaba causando problemas y necesitaba estar libre para poder solucionarlos.
Tras un rato de charla, su tía le confesó que Lola se había enfadado mucho con Beatriz a raíz de la muerte de sus padres, ya que ella no se esforzó lo suficiente en encontrar una rápida atención médica para su madre.
Beatriz se puso triste y furiosa a la vez.
–Esa información no es cierta tía y me duele mucho que digan eso. En cuanto me enteré de la enfermedad de mamá, le concerté una cita en el Hospital de Navarra, con los mejores especialistas, e incluso le reservé alojamiento en un hotel cercano para quedarse mientras le hacían pruebas. Pero mamá se negó, dijo que no quería recibir ningún tratamiento, quería morirse.
–Pocos días antes de darle el diagnostico, papá se fue a Santander a un torneo de golf con sus amigos. Ya sabes que era un desordenado, y mamá no podía ver nada fuera de sitio, así que al ordenar el despacho de papá, encontró una carpeta con documentación y fotos de unas hijas de él, para ser más exactos, dos, y para colmo, gemelas.
–Mamá quería morirse, se sentía traicionada y dolida, porque aquellas niñas tenían tan sólo seis meses menos que nosotras, así que cuando le dieron el diagnostico, pensó que era justo lo que necesitaba y se negó a hacer ningún tratamiento. Tan sólo aceptó cuidados paliativos en los últimos días.
–Papá supo el motivo por el que ella quería morirse, la adoraba, se sentía tremendamente culpable y no fue capaz de convencerla para que cambiara de opinión. Así que sustrajo unos viales de morfina al médico que acudía a visitar a mamá, y cuando ella falleció, sin decir nada, se los inyectó y murió junto a ella.
–Estuve intentando localizar a Lola para ver si podía convencer a mamá de que reflexionara, pero nadie sabía nada de ella, fue como si se la hubiera tragado la tierra, para colmo cuando apareció en el entierro ¡me echa la culpa a mí! Cuando ni siquiera se dignó aparecer en todos estos años.
Su tía le dio un gran abrazo, pidiéndole perdón por haberla juzgado equivocadamente y sintiendo mucho que hubiera pasado sola todo el proceso.
–No tenía ni idea de lo de las otras hijas, pero ten en cuenta que tu padre perdió un hermano gemelo de niño, y es normal que los gemelos tengan descendencia gemelar.
–Ya lo sé tía, la verdad es que no me había vuelto a acordar del tema, guardé los papeles en el desván de casa, y no los he vuelto a mirar, me producen mucho dolor, como podrás comprender.
–Te dejo aquí a Marilin, mira que contenta está al lado de Pinocha. Sé que la cuidarás muy bien, y toma, en este sobre hay dinero para sus gastos, no quiero que te suponga merma alguna en tu pequeña pensión.
–¿Sigue parando aquí al lado el autobús que va al centro?
–Si cariño, dentro de diez minutos pasará.
Tras una breve despedida, Beatriz subió al autobús que la acercaba a su casa, tardaría aún veinte minutos en llegar, tiempo suficiente para calibrar cual sería el siguiente paso a dar.
Al día siguiente iría a Recursos Humanos del Hospital para regresar cuanto antes a su trabajo. Si bien había conseguido recuperar los ahorros del banco que su hermana le había sustraído, necesitaba los recursos que su trabajo le proporcionaban. Si por un casual se encontraba al Dr. Gutiérrez por allí, le amenazaría con contarle a todo el mundo que se tiraba a su hermana porque ella le había dado calabazas en más de una ocasión, y además en la pensión más cutre de la ciudad. En cuanto a hablar con Carlos, mejor que no, cuanto menos supiera menos expuesto estaría a los ataques de Lola.
Iba pensando en ello cuando en su móvil entró un mensaje de un número desconocido, lo leyó y sonrió, su cara se iluminó y parecía que al fin empezaban a solucionarse algunas cosas. Volvió a leer el mensaje “Hola Bea, soy Richi, te quiero, tenemos que hablar.




                                  CAPITULO 13



Lola va inmersa en sus pensamientos dentro del coche de alquiler que la lleva hacia una urbanización de la Sierra. Intenta poner en orden sus planes, al tiempo que mentalmente va rememorando todo lo acontecido hasta entonces.
Días atrás se había reunido con Raúl y con el doctor. Se estaba percatando de que con éste último, únicamente les unía el odio a Beatriz. Ella lo quiere todo bien hecho y no dejar cabos sueltos. Gutiérrez está llevándole la contraria o cuestionando su manera de proceder y eso causa en Lola cierta incomodidad y desconfianza. El doctor se había negado a cumplir una orden, y dice bien, era una orden la de extraer el chip a la puñetera perra y abandonarla a su suerte en una autopista, pero el estúpido médico tenía escrúpulos por el animalito. Hacer daño a su hermana con la perra era una pequeña parte de dolor que la propia Lola había sentido por la muerte de su madre. Pero ya estaba. Había cambio de planes. Sin duda aquella perrita había nacido con buena estrella.
Lola está aún viajando en coche, fuera de la ciudad, mientras le siguen viniendo retazos de lo acontecido días atrás. Aquella conversación acalorada con el médico sobre cómo deben seguir actuando. Él le recuerda que está yendo demasiado lejos y que es peligroso continuar por ese camino.
En la mente de ella nace un destello de arrepentimiento, respecto a tener tanta gente a su alrededor que más que ayudar comienzan a ser un estorbo. Sin embargo, de Raúl piensa bastante bien, es perfecto, pero claro, para la trama que están urdiendo se necesitan más cómplices, aparte de que Raúl últimamente bajó la guardia y por ese descuido se ve ella en la tesitura del cambio de ubicación en poco tiempo. Raúl debía ser más precavido y estar alerta de no ser espiado por su mujer. De no haber sido Lola tan observadora, quizás a estas alturas ya la habría detenido la policía. Raúl es altamente necesario para Lola. Un hombre inteligente y lleno de rabia y rencor como ella. Él le ha proporcionado identificación nueva y disfraz.
Lola va por delante de todos. El día que despidió a Raúl, se acercó a la ventana para observar cómo se iba... reconociendo al otro lado de la calle y dentro de un coche a Rebeca. El asunto se le estaba complicando y por lógica debía irse.
Lola va atenta a la carretera mientras sus recuerdos vienen y van. Ahora viene a su memoria qué hizo antes de salir de la pensión para tranquilizarse y, cuando lo recuerda, hay en ella una leve sonrisa de satisfacción, de ganadora. Su recuerdo la traslada al mismo punto que ocurrió justo después de que su compinche abandonase el lugar. Lola llena de ansiedad, muerta de hambre, llamó a recepción para que le preparasen un sándwich mixto. En quince minutos tenía ante ella al sándwich y al joven hijo del dueño de la pensión, presentando un bocado que a Lola se le antojó dejarlo para más tarde. Agarró al muchacho por la muñeca y lo introdujo en su cuarto, quitándole el plato de comida de la otra mano y dejándolo sobre la mesilla.
A continuación agarró al chico con sus manos por el cuello y le acercó su boca, comiéndole los labios. Por un momento se dijo así misma que tal vez no debía dejar salir sus instintos sexuales, que este defecto la haría bajar la guardia, pero se dejó llevar después de tanta tensión acumulada. Unos veinte minutos de sexo con un joven apuesto, la dejarían como nueva, bastante relajada y de este modo podría pensar con más claridad.
Después de terminar de follárselo, sin darle un último beso, le ordenó al joven que se vistiera y que se fuera. A solas devoró el sándwich, se metió en la ducha mientras que la perrita de su hermana no le quitaba ojo y movía el rabo. No tardó más de media hora en salir del baño, arreglada, ataviada ya con el disfraz que Raúl le había conseguido. Recogió todas sus cosas con rapidez sin percatarse que se le caía una libretilla azul donde iba anotando todas las ideas que se le podían ocurrir para fastidiar a su hermana, con direcciones, con nombres de sus compinches y teléfonos.
Desde recepción le llamaron a un taxi y cuando estuvo el vehículo ante la puerta el muchacho le ayudó con el equipaje y el trasportín de la perra. Ya dentro del vehículo miró a su joven amante y le lanzó un beso como el que deja caer un papel en el suelo pensando que ya lo recogerá el barrendero. Ni se planteaba que tenía una adicción al sexo con jóvenes apuestos. Tan sólo los usaba como relax y satisfacción personal.
Lola continua conduciendo camino de la Sierra, con su maraña de recuerdos. Vuelve a venirle a la memoria Marilín, cuando la llevó a aquella guardería de perros y fue recibida por el mismo encargado del negocio que insistía en enseñarle el recinto, lo cómodos que estaban los canes y la semilibertad que tenían. Lola dejó mostrar su poco interés y dejó pagado lo correspondiente a dos semanas de estancia de la perrita, prometiéndole mandarle la libreta de identificación de la chucho por mensajero al día siguiente. El encargado le pasó a la perrita la máquina de descodificación del chip y aceptó quedarse con ella. Lola se fue del hotel de perros sin mirar atrás, sin tan siquiera decirle adiós a la desolada Marilín, bajo la extrañeza del cuidador de perros.
Mientras que Lola va en estos momentos conduciendo hacia la sierra, le van y vienen como flashes sus más recientes recuerdos. Para en un semáforo de la salida de la ciudad cuando recuerda el último hotel del que se acaba de ir, situado en el barrio de la Latina. El lugar era mejor que la pensión, pero tampoco era de cuatro estrellas, a lo que estaba habituada. Se registró bajo una nueva identidad que Raúl horas antes le había proporcionado. La habitación era amplia, con una decoración de los años noventa, poco restaurada. Por lo menos tenía aire acondicionado.
Durante tres días llevó una rutina bastante tranquila, ver televisión, bajar al restaurante del hotel y encerrarse en su estancia. Alguna conversación telefónica con sus cómplices y la explicación a todos ellos de la razón de esa repentina y loca mudanza. No podía cometer el riesgo de ser descubierta antes del gran plan. Así que al percatarse de que Rebeca había estado siguiendo a su marido, utilizó el plan “B”, que era ni más ni menos que cambiar de ubicación.
Analizándose ahora, mientras conducía, se reconocía así misma estar trasladándose más de lo normal, que sus movimientos eran lentos, pero sabía escabullirse serpenteando. En el último hotel del que acababa de partir había pasado tres días sin hacer prácticamente nada, limitándose a descansar ese tiempo, pero debía continuar con su venganza.
La razón por la que de nuevo se veía en carretera era por una torpeza suya, tal vez las prisas.
Cuando ya en el último hotel se puso a buscar en su bolso la pequeña libretilla azul, no la encontró y siguió buscando una y otra vez, vaciando el bolso, pero nada, no estaba. Haciendo memoria recordó dónde la utilizó por última vez. En el hostal cochambroso. En ella tenía anotado el nombre de la guardería de la perra y el número del hotel que acababa de dejar. Al percatarse de tal estupidez por su parte rápidamente llamó a Gutiérrez, pero le saltó el buzón de voz; y en lugar de colgar le dejó un mensaje: “es de vital importancia que te acerques a la pensión para buscar mi libretita”.
Luego de colgar y con ansiedad en el cuerpo, decidió llamar a Raúl; éste si contesta. Lola le explicó con todo detalle lo sucedido hasta ese momento. Al terminar la breve conversación, ella se siente aliviada por las palabras de Raúl. Respiró profundamente; seguidamente se levantó de un salto, como si un alfiler le hubiese pinchado en el mismísimo trasero.
Por eso se haya de nuevo en carretera, sin esperar al día siguiente para dejar la habitación. Se organizó rápidamente. Llamada a la recepción del hotel, cancelar su estancia y al mismo tiempo alquilar un vehículo a nombre de su nueva identidad. Conduce por una comarcal ya fuera de la ciudad. Va escuchando la radio, intentando dejar unos instantes la mente en blanco, tan solo la concentración en la carretera, pero inevitablemente su cerebro la lleva a repasar nuevamente y con lujo de detalles su última hora antes de abandonar el hotel del barrio de La Latina. Cómo repasó la habitación, que esta vez no se le olvidase nada al hacer su equipaje. Se vio así misma entrando en el baño, situarse frente al espejo, colocarse la peluca y también unas gafas enormes que le tapan media cara.
–Bueno, –se dice-- ahora todo está bien.
Vuelve a centrarse en la conducción hasta que las vivencias de niña junto a su hermana en la casa de la tía Eulogia la visitan dejando aparecer en su cara una especie de sonrisa, o más bien una mueca. Por la carretera comarcal que lleva a la casa de su tía, un autobús se cruza en su camino y reconoce a Beatriz dentro de él, por mucho que se haya cambiado de imagen. Cuando pasa de largo el transporte público, Lola se voltea al tiempo que su corazón late más deprisa. “¿Qué narices hace la imbécil de mi hermana visitando a nuestra tía? También es coincidencia que justamente hoy que voy yo, ella acabe de visitarla. Está claro que es difícil estar segura.” Mientras tenía estos pensamientos en voz alta, Lola estuvo a punto de darse media vuelta, perseguir el autobús encontrarse frente a frente con Beatriz y acabar con todo en un momento, pero se quitó esa idea de la cabeza y continuó el trayecto.
Enseguida llegó a su destino, tenía unas ganas enormes de saber a qué había ido Beatriz a casa de la tía, de quien apenas se acordaba, solo le mandaba tarjetas navideñas y alguna llamada telefónica cada seis meses. Pero paciencia. La tía era dada a largarlo todo por su boca, sin que nadie le preguntase.
La tía Eulogía al oír el coche que se paraba ante la entrada de su casa salió al porche.
En principio no reconoció a su sobrina Lola, hasta que estaba a dos pasos de ella, maleta en mano. Ya juntas, Lola posó el equipaje en el suelo y tía y sobrina se fundieron en un cariñosísimo abrazo, acompañado de besos.
–¡Qué alegría! --dice Eulogia-- Hoy me visitan las dos hermanas.
–Sí, bueno, eso me lo vas a explicar, querida tía.
La escena era observada desde la ventana del salón que daba a la parte delantera por los dos jóvenes inquilinos. Lola se siente observada y descubre a los dos chicos. Mirando a su tía le pregunta con un gesto de extrañeza por ellos. La tía Eulogia, encantada, los llama y se los presenta allí mismo. Luego uno de ellos le agarró la maleta y la metió dentro.
En la primera media hora, las dos parientes solo hablan de recuerdos entre risas. De cómo le ha ido en el extranjero. La tía Eulogia se pone a hacer la cena. Uno de los muchachos mira la televisión en el salón, el otro, aprovechando que se iba a su cuarto a estudiar, subió al piso de arriba la maleta de Lola. Ella mientras tanto se había servido una copa de vino y cuando se la iba a llevar a los labios, distinguió dos ladridos de distintos perros. Se dirigió al Jardín de la parte de atrás de la casa y casi se le cae la copa de vino de la mano al ver que la perrita de Beatriz la estaba mirando atentamente y moviendo el rabo. Posó su copa sobre la mesa de jardín, se sentó en una silla y llamó a Marilín que acudió a su enemiga sin dudar.
–¿No me voy a librar de ti, maldita perra? Hasta en la sopa te tengo ya... Me caes tan mal como ella... No, os odio a las dos. El joven que miraba la televisión se había levantado de su sillón para ir a beber agua y a la vuelta miró por la puerta que daba al jardín y abrió aún más los ojos. ¿Era posible que la sobrina de su casera tuviese sus dos manos rodeando el pequeño cuello de aquel animalito?
–Si lo haces, te puede caer una buena multa.
–¿Qué eres, un defensor de los animales?
–Y de las cosas injustas.
–¡Uy, de cosas injustas sé yo tema, para hartar! –dicho esto liberó a la perra--. Acércate, siéntate a mi lado.
–No, gracias –le dice él.
–Vamos no muerdo –le dice ella sonriendo. De momento.
El muchacho sin saber por qué se dejó arrastrar y mantuvieron una charla intelectual durante veinte minutos. Luego los llamó la tía, a cenar. Mientras comían, la tía iba liberando información sobre Beatriz.
Esa noche La gemela de Beatriz se quedaría a dormir, pero estaba claro que allí no podía permanecer mucho tiempo.
Entrada ya la media noche se retiraron todos a dormir. Lola daba muchas vueltas en la cama, llena de ansiedad, sin calmarla ni con la ducha bien caliente, que hacía unos minutos, se había tomado.
Después de infinidad de vueltas sobre la cama y resoplidos varios oyó toser al chico con el que estuvo hablando en el jardín. Se levantó de la cama, abrió la puerta y escuchó. Cuando no oyó más ruido que el ronquido de su tía, se dirigió sigilosamente a la puerta de al lado, la abrió y descubrió al muchacho aún con la luz encendida, metido en la cama y leyendo un libro. Ella entró, cerrando la puerta tras de sí y sin mediar palabra se acercó a la cama, le quitó el libro y lo posó en la mesilla, le quitó las gafas y las colocó sobre el libro. El muchacho temblaba de deseo. Lola se quitó la bata. Bajo ella se mostró tal y como su madre la trajo al mundo. Él loco por poseerla, la agarró por las nalgas y la tiró sobre él. A Lola le ponía a mil saberse deseada y además necesitaba calmarse.




                                   CAPÍTULO 14



La tía Eulogia está empezando a hartarse de sus sobrinas. Tiene la cabeza a punto de estallar de escuchar sus quejas, acusaciones, dimes y diretes. Nunca en la vida ha conocido a un par de hermanas, y mucho menos gemelas, que se lleven tan mal. Ya de muy pequeñas se pegaban una a la otra, se tiraban cosas a la cabeza o se ponían zancadillas. Cosas de niñas, decía el bueno de Rafael, su padre. Esta niña tiene el diablo dentro, decía Rosa, la madre, refiriéndose siempre a Lola. Y ciertamente, Lola solía empezar, pero Bea tampoco se quedaba a la zaga. Quizás no fuera tan salvaje como su hermana pero tenía mucha picardía y siempre se las ingeniaba para hacer trastadas sin ser vista, acusando después a Lola con su voz suave y su cara de inocencia.
Eulogia ha cuidado mucho a las sobrinas de su marido y las quiere como si fueran de su propia sangre. Desde siempre, las dos la han usado como su paño de lágrimas, a sabiendas de que las quiere por igual, sin tener preferencia por ninguna de ellas. Sin embargo, sus padres, habían delimitado con precisión su cariño. Lola era el ojito derecho de su padre, Bea de su madre. Rafael, afable y de carácter débil, nunca supo defender a Lola frente a la fiera de su mujer. Porque sí, Rosa era una fiera, lo que se dice una mujer de armas tomar, aunque para Eulogia era más bien un mal bicho, siempre buscando problemas, siempre hablando mal de unos y de otros, sin preocuparse del daño que hacía. Por su culpa, ella y Ángel, su difunto, habían tenido serios problemas, porque, al contrario de las gemelas, los dos hermanos se adoraban mutuamente. En cambio, las niñas, como las llamaban en la familia, eran muy diferentes. Lola había heredado el carácter de su madre, mientras que Bea no tenía tan mal carácter.
La peor época había sido la adolescencia, poblada de celos, discusiones y peleas. Una tarde, Rosa había llamado a su hermano para pedirle ayuda, pues sus hijas se habían enzarzado en una pelea y le estaban destrozando la casa. Rafael, el único capaz de calmar a Lola estaba de viaje y ella, enferma de gripe y afónica, se veía incapacitada para acabar con la refriega. Ángel acudió a la llamada de su hermana y cuando volvió a casa, cuatro horas más tarde, estaba desolado y desorientado. No conseguía comprender cómo dos chicas como sus sobrinas podían almacenar tanto odio en su interior y tratarse con tanta violencia.
Ángel, que de ángel no tenía más que el nombre, murió repentinamente, cuando Eulogia acababa de cumplir los cincuenta y cinco años, de eso hacía poco más de tres años. Desde entonces, tras pasar un año de fingido luto por el qué dirán, decidió transformar su vida. Por suerte, la tacañería de su marido le había dejado una buena cuenta en el banco que, junto a la pensión de viudedad, le iban a permitir disfrutar de la vida a su manera. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre, pues Eulogia sonaba a vieja y no le gustaba nada. Tras emborronar un montón de folios se decidió por Ely, un nombre corto, sencillo y de sonido agradable. Después se apuntó a un gimnasio. Al principio le costaba mucho seguir las clases pero pronto se acostumbró a ir a diario para hacer deporte un par de horas. El ejercicio, unido a sus sesiones semanales de peluquería, masajes y belleza, la habían transformado en una nueva mujer, a la que sus sobrinas seguían adorando, aunque ella hubiera preferido que la dejaran en paz, como los últimos años. Sin embargo, las chicas parecían querer desenterrar la pipa de la paz que nunca habían enterrado y sonaban campanas de guerra. Desde la visita de Bea con su perra, las gemelas habían estaban presentes en la vida de su tía, un día sí y otro también. Unas veces eran visitas imprevistas, otras conversaciones telefónicas, siempre acusaciones de la una contra la otra. Era como si quisieran recuperar el tiempo perdido y hubieran elegido a su tía como juez y parte de sus disputas, cuando sabían de sobra que ella nunca se decantaría a favor o en contra de ninguna de las dos, a no ser que sucediera algo grave, claro está. Bea le cuenta que Lola le ha robado dinero, falsificado su muerte, secuestrado a su perra...vamos, un culebrón en toda regla. En cambio Lola dice que ha sido Bea quien la ha buscado, que la mete en problemas, que no la deja en paz... ¿A cuál de las dos creer? se pregunta Ely. Si son las dos igual de mentirosas, lo sabré yo, que soy casi como su segunda madre. Ely no ha tenido hijos y aunque al principio se había angustiado mucho, a medida que las gemelas crecían se alegraba cada día más de no ser madre. Veía cómo sufrían sus cuñados, cómo lloraban por sus hijas, sobre todo Rafael que no soportaba la ausencia de Lola. Sí, realmente, estaba muy bien sin hijos, y desde la muerte de Ángel estaba muy bien sola, sin responsabilidades y sin padecer por nadie más que por ese par de chiquillas que, a pesar de todo, habían conquistado su corazón nada más nacer.
La noche que se quedó Lola a dormir en su casa, Ely sintió ruidos en mitad de la noche. Agudizó el oído. El sonido salía de la habitación de Paolo. Se levantó con cautela y escuchó tras la puerta. Eran gemidos de placer. Se enfureció y estuvo a punto de tocar a la puerta pero lo pensó mejor y volvió a acostarse. Esa sobrina suya era una descarada, no había cambiado nada. Le parecía muy bien que se acostase con quien le diera la gana, pero con su Paolo y en su casa…a ese ya le cantaría ella las cuarenta.
Hacía seis meses que Paolo, un italiano estudiante de fisioterapia, y Daniel, un andaluz estudiante de medicina, vivían con ella. La idea se la había dado su amiga Maruchi que llevaba varios años alojando a universitarios en su casa. Ely colocó unos carteles en diversas facultades, ofreciendo dos habitaciones amplias, con baño a compartir, a dos estudiantes, limpios y responsables, a cambio de ayudarla con las tareas domésticas, con la compra, y acompañarla, si era necesario, a sus consultas médicas.
Paolo no tardó en llamar. Cuando el chico la vio abrir la puerta quedó sorprendido pues esperaba encontrar una viejecita necesitada de cuidados. Sin embargo, se encontró con una mujer espectacular para sus cincuenta y nueve años años, aunque ese dato nunca lo sabría Paolo. Ely iba embutida en unas mallas de deporte que dejaban adivinar unas piernas bien formadas y unos glúteos firmes. Lo hizo entrar y le explicó las condiciones del hospedaje. Él, con educación y tono galante, preguntó para qué necesitaba ayuda, si aparentaba muy buena salud. Ely dijo sufrir de fibromialgia, algo que no era cierto, y que por ello pasaba mucho tiempo en la cama, algo que sí era cierto y que lo fue aún más desde el momento que Paolo entró en la casa y ella le solicitó un masaje que aliviara sus doloridos huesos.
Daniel llegó dos días más tarde, con sus libros y su timidez a cuestas. Era un chico alto y guapo, con el tono de piel tostada que tanto le gusta a Ely. A Daniel le hablaba de sus numerosos síntomas en las partes más diversas del cuerpo y él, abandonando su cobardía, acabó auscultando minuciosamente ese cuerpo maduro que se le ofrecía sin recato.
Ely se sentía flotando en una nube de felicidad. Acostumbrada a vivir una vida aburrida y austera en compañía de su marido, no le gustaba ir a la caza de un hombre para llevarlo a la cama y al día siguiente olvidarse de él, como hacían sus amigas. Apenas había tenido un par de relaciones muy cortas y poco gratificantes tras enviudar así que, con Paolo y Daniel, había creado el paraíso en su propia casa. Además, al italiano le encantaba cocinar, algo que ella odiaba y el andaluz era un obseso de la limpieza y los sábados los dedicaba a pasar la aspiradora y limpiar el polvo por todas las esquinas. Formaban un trío perfecto, aunque nunca llegaran a ser un trío, en el estricto sentido de la palabra. No, a Ely esas cosas tampoco le iban. Los hombres de uno en uno y cuando a ella le apeteciera.
Y esa tarde le apetecía. Le apetecía mucho. Y a Paolo también. Estaba en la cocina, preparando una de sus salsas, con sus pantalones vaqueros ajustados y el torso desnudo. Realmente irresistible. Se acercó a él. Lo abrazó por atrás. Recorrió su pecho con las dos manos mientras le deslizaba por la espalda la punta de la lengua. Él, sin girarse, untó los dedos en la salsa y se los dio a chupar. Ely los introdujo en su boca y jugueteó con ellos. Sonó el teléfono. Ely no contestó, pero en cuanto cesó el tono volvieron a llamar. Un momento guapetón, le dijo a Paolo, que enseguida estoy contigo, vete poniéndote cómodo. Paolo sonrió con malicia y se dirigió a la habitación de Ely, desabrochándose la bragueta por el camino. Una vez allí, quedó desnudo sobre la cama, esperando con impaciencia por su amada, que tras más de cuarenta minutos al teléfono, lo encontró dormido.
Beatriz había llamado a su tía llorando desconsoladamente. Marilín llevaba unos días muy rara, sin apetito, sin ganas de jugar, como si sufriera una depresión. La había llevado esa misma tarde al veterinario. Estaba embarazada. Beatriz le preguntó a su tía, mientras se sorbía los mocos y las lágrimas, si Marilín había estado en contacto con algún perro cuando quedó en su casa. No, dijo Ely, solo ha estado con Pinocha y no han salido del jardín. Entonces Bea comenzó a despotricar contra su hermana, diciendo que tenía que ser cosa de ella, que no había ninguna otra explicación. Ves, tía, ves cómo es. Ya te lo decía yo, quiere hacerme la vida imposible, y a saber con quién la ha cruzado, seguro que con cualquier chucho callejero lleno de pulgas y garrapatas.
Ely trataba de calmarla y sobre todo de acabar con la conversación, para poder subir corriendo a su habitación, pero Bea no paraba de hablar, era como si le hubieran dado cuerda. Empezó a llorar más, a preguntar qué iba a hacer ella con los cachorros, a decir cada dos palabras, pobre Marilín, pobre perrita, a reñirse a sí misma por no haberla esterilizado como le había recomendado el veterinario, pero para qué, decía ella, si no va a salir de casa y no quiero que sufra con operaciones, ya le daré lo que sea para el celo, para que no se sienta mal. Y ahora se encontraba con ese problema ¿qué iba a hacer ella con los cachorros? ¿Cuántos serán, tía, tú sabes cuántos cachorros tiene una perra como la mía? Ely la dejaba hablar sin escucharla, diciendo de vez en cuando un vaya, que pena, a saber, claro, y alguna que otra expresión más. Menos mal que pasados esos cuarenta minutos a Bea la llamaron a la puerta, porque si no seguirían hablando. Ely colgó y subió corriendo a su habitación, donde un cuerpo espléndido reposaba plácidamente sobre la colcha de su cama. Se quitó la ropa. Se acostó a su lado y comenzó a acariciarle. Paolo no tardó en abrir los ojos y en poner su cuerpo a punto.
Beatriz dejó el teléfono sobre la mesa del salón, se sonó los mocos, limpió las lágrimas y abrió la puerta. Se encontró a Lupino Archival Mendotti con aspecto atildado y con un ramo de flores en la mano. Beatriz quedó muda por la sorpresa. Lupino la miró y le preguntó si podía pasar. Ella no dijo nada, pero se hizo a un lado.
–¿Qué le trae por aquí? --preguntó con ironía.
–Pues verá, es que me he enterado que su perrita está embarazada y su disgusto y me he atrevido a traerle unas flores para pasar el mal trago.
–Espere, espere ¿cómo sabe usted lo de Marilyn?
–Soy policía y estoy investigando, señorita. Trato de hacer bien mi trabajo.
–Yo, yo… –balbucéo Bea-- No creo que meterse en mi vida forme parte de su trabajo.
–Perdone, pero debo estar informado de todo lo que le concierne, para la mejor solución de su caso.
–Mire, señor Lupino. Mi caso, como dice usted, es un caso de acoso y a quien debe vigilar es a mi acosadora, no a mí. Y perdone que se lo diga, pero no le importa a usted un comino que mi perra esté embarazada o no.
–Bueno, su veterinario me ha dicho que usted se ha disgustado mucho, que no se lo esperaba, si no hay más que verle la cara.
–¿Se ha atrevido a hablar con mi veterinario? Usted... usted…
–Ya, ya veo que se asombra de mi profesionalidad.
–Mire, no voy a decirle de qué me asombro, pero le rogaría que se marchara de mi casa y que se llevara esas flores.
–¿No le gustan las flores?
–¡No! ¡Me dan alergia! --dijo Bea gritando y señalándole la puerta.
Lupino, descorazonado, se dirigió a la puerta dejando las flores en el suelo, como si las colocara sobre una sepultura. No entendía que esa mujer fuera tan desconsiderada, después de todo lo que estaba haciendo por ella. Había investigado su vida y no había dejado ni un cabo suelto. Sabía todo lo que había que saber de ella, y si alguien le hacía daño se enteraría. Quizás, un día, cuando volviera a aparecer su hermana, lo volvería a llamar. Y él sabía dónde estaba Lola y cómo hacer para que se sintiera como si la estuviera picando un escorpión. Mañana mismo se pondría manos a la obra. Y esa desagradecida no tardaría en llamarlo. Y él acudiría. Y puede que hasta se quedase con uno de los cachorros.
Beatriz se tiró sobre el sofá sin entender nada. ¿Ese policía era tonto o lo parecía? ¿Cómo podía estar trabajando en una comisaria? Estaba empezando a pensar que alguien le había echado el mal de ojo. Igual no era mala idea ir a una echadora de cartas o algo parecido. No, primero debía hacerse el tatuaje, ese de mariposas de la revista. Eso era lo primero que iba a hacer. Eso la distinguiría ya para siempre de su hermana. Se pondría un montón de mariposas.
Decidió relajarse y dejar de pensar. Al fin y al cabo, Lupino podía ser tonto pero no peligroso y su visita le había aliviado un poco la tensión que había vivido esa mañana, cuando se introdujo discretamente en el despacho de Gutiérrez.
–¿Qué hace usted aquí? --preguntó Gutiérrez sorprendido.
–Calle la boca y escuche. Solo escuche. --dijo Beatriz con dureza en la voz.
–Salga de aquí de inmediato a llamo a seguridad –dijo Gutiérrez poniéndose en pie, con la vena del cuello que tanto le sobresalía, totalmente inflamada.
–¿Le dice algo la pensión Cantábrico? --soltó Beatriz de repente.
Gutiérrez se sentó de golpe, pasándose la mano por la cabeza mientras que su cara tomaba un tono más bien pálido.
–¿Se encuentra mal doctor Gutiérrez? –preguntó ella con ironía-- Ya veo que nos vamos entendiendo.
–¿Qué quieres? –preguntó él asustado.
--Mira, tu y yo nunca nos hemos llevado bien, pero estamos aquí trabajando, tú en tu puesto y yo en el mío. Te has portado mal conmigo, lo sabes bien, y aún no sé la razón de ese comportamiento, pero lo sabré, puedes estar seguro. Lo que sí sé es que te vi salir de la pensión Cantábrico, que no tiene precisamente buena reputación ni es de tu estilo, déjame que te lo diga. Te tomaba yo por un hombre de gustos más selectos, no relacionándose, por decir algo, con prostitutas callejeras, algo que seguramente será del interés de tu mujer ¿me sigues?
–Díme qué quieres y llegaremos a un acuerdo.
–Solo que me dejes en paz y ya que administrativamente no se puede, que me devuelvas el dinero que he dejado de ganar por ese supuesto expediente disciplinario que, al fin y al cabo, no era más que un permiso no retribuido, que yo no había pedido y que tú lo habías firmado por mí ¿no es así?
–Bueno, yo…
–No digas nada más, no es necesario. Puedes dejarme el sobre con el dinero en recepción. Te doy de plazo hasta mañana. De lo contrario tu mujer recibirá una carta que no le gustará nada. Y espero que esto te sirva de escarmiento, pues a la primera que me hagas voy derecha a tu casa y se lo suelto todo a tu mujer ¿estamos?
Beatriz salió del despacho de Gutiérrez con el sabor de la victoria en los labios aunque le temblaban ligeramente las piernas y el cuerpo se le había cubierto de un sudor espeso. Le había hablado de las prostitutas y no de su hermana Lola, porque no quería que él supiera hasta dónde habían llegado las investigaciones. Pero estaba segura de que ese pájaro ya se había quedado sin plumas y su pico ya no le haría ningún daño.
Ya en casa, sentada en el sofá, Beatriz lanzó un suspiro para aliviar la tensión acumulada y decidió dejar de pensar en Gutiérrez, que seguramente estaría rabioso, en el embarazo de Marilín o en el pobre Lupino, que más que un hombre parecía un personaje de cómic. Le apetecía relajarse y pensar en Richi, su Richi, del que estaba muy enamorada y con el que esperaba poder arreglar las cosas. Se deslizó en el sofá hasta quedar tumbada, apretó un cojín contra su pecho y exclamó sonriendo por primera vez en el día ¡Ay mi Richi!, antes de quedarse dormida.




                                  CAPÍTULO 15




Bea se despertó feliz y relajada, a pesar de haber dormido en el sofá. Bajo el agua de la ducha, fue ordenando sus ideas. La libreta de tapas azules le estaba proporcionando una valiosísima información. Lola sería consciente de haberla perdido, pero seguro que no se imaginaba, ni por lo más remoto, que había llegado a sus manos. Al Dr. Gutiérrez ya le había metido el miedo en el cuerpo, ahora le faltaba Raúl. Tenía que arreglárselas, como fuera, para neutralizar todos los apoyos que Lola había conseguido. Raúl era el cómplice informático de Lola, era evidente, sin él, su hermana iba a tenerlo mucho más difícil. Por un momento, se le pasó por la cabeza llamarle fingiendo ser Lola, pero descartó la idea. Lo mejor era ir de frente, duro y a la cabeza.
Desayunó tranquilamente. Quería disfrutar del último día del permiso “no retribuido”, regalo del Dr. Gutiérrez. Le extrañó que Marilín no estuviese rondando por la cocina, aunque últimamente, desde que estaba embarazada, la veía más decaída y sin apetito, seguro que aún dormía, la última semana se la había pasado, básicamente, durmiendo.
Acabado el desayuno, volvió al sofá, cogió su teléfono móvil y llamó a Raúl.
–Si, ¿quién es?
–Buenos días Raúl, soy Bea. Escúchame con atención. Sé todo lo que has estado haciendo con mi hermana para putearme.
–No sé de qué me estás hablando, Bea. ¿Lola?
–Cállate. Me importan una mierda tus mentiras. Tengo pruebas de que tú has falsificado mi carnet, mi partida de defunción y la hemeroteca del periódico, de que has hackeado mi correo y de que le has proporcionado una identidad falsa a Lola. Si voy con todo esto a la Policía, te puedes pasar un largo tiempo a la sombra. Por el cariño que le tengo a Rebeca, no te voy a denunciar, pero haz una cosa más, una sola cosa más, para joderme y te juro que tus hijos irán a verte a la cárcel. Estás avisado.
Bea colgó el teléfono sin darle tiempo a abrir la boca. Seguro que le había metido el miedo en el cuerpo. Se lo pensaría dos veces antes de hacer nada. Se levantó y fue hasta el cuarto donde dormía Marilín. Al verla entrar, la perrita se revolvió levemente en su capazo y miró hacia ella con ojos lastimeros. “Pobrecita” pensó y empezó a acariciarla. Algo no iba bien, apenas respondía a sus caricias, aquello no era normal. Sin pensárselo dos veces, la metió en el transportín, llamó a un taxi y se fue corriendo con ella a la clínica veterinaria. No había gente, así que la pasaron a la consulta casi de inmediato. Informó al veterinario de los síntomas de Marilín y de que estaba embarazada. El doctor torció el gesto y se fue directo a por el fonendoscopio para auscultarla.
–Este corazón suena débil, vamos a tener que hacerle un electro.
–Por supuesto, por supuesto, lo que sea necesario.
–Espere en la sala y ya la avisamos cuando tengamos los resultados.
–Soy enfermera, si no le importa, me quedo.
–De acuerdo, no hay problema.
Bea no era experta en electrocardiogramas, pero lo que veía en el papel, no le estaba gustando nada. Miró inquisitiva al veterinario, que permanecía callado.
–Lo siento –dijo al fin-- La perrita tiene una cardiopatía valvular y está ya muy avanzada. El embarazo ha debido acelerar el proceso.
–¿Que se puede hacer? –preguntó Bea.
–Me temo que muy poco. Este corazón no aguantará un embarazo y mucho menos una operación. Le provocaremos un aborto y le daremos medicación específica, pero yo no albergaría demasiadas esperanzas. Si mejorara su estado físico sin el embarazo, podríamos pensar en la posibilidad de operar.
Bea comprendía exactamente el alcance del problema de Marilín, le dio las gracias al doctor y le dijo que procediera de inmediato. Fue hasta recepción a dar todos los datos y firmar las autorizaciones pertinentes y decidió marcharse. Marilín estaba en buenas manos, y si había un desenlace fatal, prefería no estar presente, no iba a poder soportarlo. Estaba convencida que toda la culpa la tenía Lola, solo pudo quedarse embarazada cuando la tuvo secuestrada. Si en aquel instante, hubiera tenido a su hermana delante, la hubiera matado...
Raúl oyó el tono de desconexión al otro lado del teléfono. La muy..., le había colgado. No sabía qué hacer. Las amenazas de Bea habían sido contundentes. Tenía que contárselo todo a Lola y decirle que se acabó. No podían seguir haciendo lo que hacían, había demasiado en juego. Llamó a Lola y le relató la conversación y las amenazas de Bea .
–Por ahora no hagas nada, tengo que pensar, ya te llamaré –dijo Lola, que colgó muy preocupada.
La tarde anterior había sido Alberto quien la llamó muy asustado por la visita de Bea. Era necesario realizar una reunión urgente con ambos y en persona. Necesitaba saber hasta qué punto podía contar con ellos. Los llamó y les pidió que buscaran cualquier excusa para cenar los tres juntos. Irían los tres en su coche de alquiler a un restaurante de las afueras, donde no hubiera peligro de ser reconocidos.
Lola los recogió a las ocho y media. El ambiente dentro del coche, tenso y silencioso, fue roto por Raúl con una frase que parecía traer ensayada.
–¡Hay que parar eso ya! ¡Vamos a ir todos a la cárcel!.
–Cállate, ya hablaremos de eso en la cena –espetó Lola.
El reventón de la rueda delantera del autobús urbano sonó como una bomba y cortó en seco la respuesta de Raúl. Lola pisó el freno, y como a cámara lenta, vio los desesperados intentos del conductor del autobús por recuperar el control de la dirección. Dio un volantazo para tratar de esquivarlo pero el choque ya era inevitable. El autobús les embistió por el lado del copiloto y los arrastró más de treinta metros. El chirrido de los frenos, de cristales rotos y de hierros retorciéndose, heló la sangre a los transeúntes.
Pasadas las diez de la noche, el teléfono de Bea empezó a sonar. Era Carlos. Se preguntó qué querría a esas horas
–Dime Carlos
–Bea, estoy de guardia en el Hospital, Lola ha tenido un accidente de tráfico y ha ingresado bastante grave, la hemos estabilizado y la tenemos en observación. Iban con ella en el coche Raúl y el Dr. Gutiérrez. Raúl está en estado crítico y el Dr. Gutiérrez ha fallecido, no hemos podido hacer nada por salvarle.
–Dios mío, pobre hombre. Y Raúl... ¿Habéis llamado a Rebeca?
–Si, la ha avisado la policía. Está de camino.
–Gracias Carlos, me visto y voy para allá corriendo, ahora te veo.
Cuando Bea llegó a Urgencias, divisó a Rebeca en una silla, con la cabeza inclinada sobre el regazo y cubriéndose el rostro con las manos. Su temblor evidenciaba un llanto incontrolado. Se fue directa a buscar a Carlos.
–¿Cómo está Raúl?
–Lo hemos estabilizado y subido a quirófano. Aún es pronto para saber nada. Ha debido de ser un golpe escalofriante, viendo cómo han llegado. Pobre Alberto. No hemos podido hacer nada por él. La más afortunada ha sido Lola.
–¿Dónde está mi hermana? Quiero verla.
–Está en el Box cinco. Te acompaño.
Lola estaba inconsciente, pero su vida no corría peligro. Tenía numerosos traumatismos y un corte bastante profundo en la cara. “¡Qué ironía!, ya no volverían a confundirlas”, pensó. Las constantes vitales se mantenían estables, y aunque en principio su vida no corría peligro, deberían seguir monitorizándola durante unos días. La miró con rabia y pena. Sus sentimientos encontrados hacían que le apeteciera estrangularla y abrazarla al mismo tiempo. Se quedó un largo rato contemplándola y rompió a llorar. “¿Por qué?, ¿por qué me has hecho todo esto?” preguntó sin recibir contestación. Carlos la abrazó suavemente intentando consolarla.
Algo más tranquila, fue al baño, se echó agua en la cara y le dijo a Carlos, “avísame si despierta o hay algún cambio. Me voy con Rebeca que ahora me necesita más” y se dirigió a la sala de espera. Se sentó junto a Rebeca y la abrazó. Ella la miró y sollozando preguntó “¿Se va a morir, verdad?”
–Tranquila, Rebe. Estamos haciendo todo lo posible. Ahora está en quirófano. No te voy a engañar, está grave, pero Raúl es muy fuerte y muy luchador, seguro que sale de esta. Confía en nosotros.
–Bea, no entiendo nada, me ha dicho la policía que iba con el Dr. Gutiérrez y con Lola, ¿pero qué hacían los tres, juntos en el mismo coche?
–Atando cabos, creo que Raúl es el cómplice informático de Lola...
–¿Raúl el cómplice de Lola? ¿Entonces... sabe lo de mi relación con Leo y lo de mi embarazo?
Bea le dijo un escueto “Supongo que si” y la abrazó. No se atrevió a contarle la llamada amenazante que le hizo a Raúl y que con toda seguridad, había sido la desencadenante del accidente.
Tras una larga noche de espera, a las ocho y diez, Raúl salió del quirófano. Habían sido más de ocho horas de operación. Seguía extremadamente grave, pero había superado la operación. Tan solo quedaba esperar que no hubiera ninguna complicación. Rebeca se abrazó a Beatriz nuevamente sollozando, “¡no puede irse!, ¡no puede dejar a nuestros hijos sin padre!, ¿qué voy a hacer sin él? Tengo que pedirle perdón por todo el daño que le he hecho, es un buen hombre, no se merece esto...”. “Tranquila, Rebe. Todo va a salir bien” le dijo Bea con tono poco seguro.
Poco después, apareció Carlos diciendo “Bea, Lola se ha despertado y está consciente”. Bea se levantó y caminó nerviosa hacia el Box. Dudó un instante antes de entrar, pero corrió la cortina y avanzó decidida. Se quedó de pie, al lado de la cama, observando fijamente a su hermana. Lola la miró con los ojos llenos de tristeza que poco a poco se inundaron de lágrimas. “Bea... perdóname”, musitó casi imperceptiblemente. Bea comenzó a temblar, sus ojos también se humedecieron. Siguió mirándola fijamente y sólo acertó a decir, con la voz llena de rabia, “¿por qué?, Lola, ¿por qué? Lola, no hacía más que repetir, una y otra vez, con un hilo de voz, “perdóname, perdóname...”.
Bea estaba paralizada. El sonido del móvil la hizo reaccionar. Miró de reojo la pantalla y reconoció el número de la clínica veterinaria. Descolgó al instante
–Si?
–¿Beatriz Salgado?
–Sí, sí, soy yo. ¿Cómo está Marilín?
–Siento ser portador de malas noticias, pero el corazón de su perrita no ha aguantado más, ha muerto hace media hora.



CAPÍTULO 16




Beatriz se encontraba mal, desorientada, triste, demasiadas emociones en un solo día. Cuando le dieron la noticia de la muerte de su perro apenas pudo reaccionar. Marilínn había sido su fiel compañera en muchos momentos difíciles de su vida y la quería como si de un ser humano se tratara, pero en aquellos instantes no tenía fuerzas ni para llorar.
Regresó con Rebeca, que continuaba sentada en la sala de espera fría e impersonal esperando no sabía muy bien qué. No podía hacer nada por Raúl y se encontraba terriblemente cansada, le hubiera gustado meterse en una cama y despertar cuando todo hubiese pasado.
Rebeca aquí no podemos hacer nada –le dijo Beatriz-- ¿Qué te parece si te acerco a casa y de paso yo me voy también?
Rebeca accedió y se dejó conducir como una autómata hasta el aparcamiento. Mientras caminaban recordó a Richi y lo que había visto en aquella pensión de mierda, recordó también que había echado pestes contra Bea pensando que tenía un lío con su marido. De pronto todo el cansancio se esfumó y su cuerpo se sintió con energías renovadas. Tenía que aclarar y averiguar qué era lo que estaba ocurriendo.
Cuando ya estaban acomodadas en el coche preguntó:
–Bea, ¿conoces la pensión Cantábrico?
Bea la miró con una expresión extraña en sus ojos, como si le hubiera preguntado por un extraterrestre o algo así.
–¿Y tú? ¿Por qué la conoces tú? Es un antro de mala muerte utilizado por mi hermana para hundirme en la mierda ¿Has estado allí alguna vez?
–No.... bueno dentro no pero fuera sí... es que... Bea por favor, explícame qué está ocurriendo allí. Dime que no tienes un lío con mi marido.
¿Un lío con tu marido yo? Pero cómo puedes decir semejante tontería. Yo nunca te haría eso y tú lo sabes.
Beatriz relató a Rebeca a grandes rasgos toda la trama que su hermana había urdido contra ella motivada a saber por qué. Y, repitiendo las palabras que le había dicho en el hospital, la informó de que Raul estaba compinchado con Lola y que, probablemente, se ocupaba de la parte informática de todo aquel galimatías absurdo.
Rebeca echó la cabeza hacia atrás y se recostó en el asiento intentando pensar con claridad. Su cabeza volvía a estar embotada, como si hubiera bebido litros de alcohol.
–Hace unos días vino a verme Richi –dijo.
El corazón de Beatriz se aceleró ligeramente al escuchar aquella frase. Sabía que tarde o temprano tenía que enfrentarse a su novio, o ex novio, o lo que fuera, e intuía que el momento estaba cerca.
–¿Qué quería? - preguntó finalmente.
–Fuimos a la pensión –continuó diciendo Rebeca pasando por el alto la pregunta de su amiga–, y te vimos entrar y a Raúl también. Yo sabía que mi marido se estaba viendo con otra en esa pensión y cuando te vi, pensé que la otra eras tú. Richi también lo piensa. ¿No te ha llamado?
Beatriz detuvo el coche delante de la casa de Rebeca antes de responder.
–No me ha llamado, pero seguro que acabará haciéndolo. No pienses más en ello. Hoy ha sido un día muy largo, descansa. Mañana nos vemos en el hospital.
Rebeca salió del coche y se metió en su portal como una autómata, mientras Beatriz circulaba de nuevo rumbo a su hogar, que distaba apenas unos metros. Metió el coche en el garaje y tomó el ascensor. Cuando salió del mismo y encendió la luz del rellano se llevó un susto de muerte. Allí, sentado en las escaleras, medio dormido, estaba Richi. Le sacudió el hombro y él se despertó.
–¿Se puede saber qué haces dormido en las escaleras? –preguntó Beatriz.
–He llegado de Roma hace unos días, tenía que verte –respondió arrastrando las palabras, todavía soñoliento– Creo que debemos hablar.
–No sé si será el momento oportuno, pero anda, pasa. Prepararé unos cafés y mientras te pondré al corriente de todo lo ocurrido. Y que sepas de antemano que yo no tengo ningún lío con Raúl.
Se dirigieron a la cocina y mientras ella preparaba el café y algo sólido que lo acompañara, fue contando a Richi todo lo ocurrido en las últimas semanas, incluido el terrible accidente que había tenido lugar esa misma tarde.
–Me siento horriblemente mal. No sé por qué Lola ha tenido que venir a joderlo todo. Con la vida tranquila y pacífica que yo tenía. Y hoy al verla tendida en la cama, medio muerta.... te juro que por un instante pensé en acabar con ella con mis propias manos, apretar la almohada contra su cara y terminar de una vez por todas con este infierno. Pero en el fondo es mi hermana y... no sé... supongo que siento algo por ella. Después de tantos años sin vernos, de haber finalizado nuestras rencillas, de llevar cada una su vida... de pronto aparece y lo hace con fuerza, arrasa con todo y encima ayudada por otras dos personas que, en todo caso, deberían sentir indiferencia por mí y no el odio que parecen sentir, suficiente para destruirme.
–Bueno... ahora si Gutiérrez ha muerto ya tienes un enemigo menos y a lo mejor tu hermana se arrepiente de lo que ha hecho y...
–¿Arrepentirse? ¿Y cómo me voy a fiar yo de su arrepentimiento Richi? ¿Cómo voy a saber si es sincero o no es más que una treta para ganarse mi confianza y después darme una puñalada por la espalda? Estoy cansada de tanta lucha sin motivo, terriblemente cansada.
Richi posó la taza de café sobre la mesa y se acercó a Beatriz, que estaba apoyada sobre la encimera, frente a él. La abrazó por la cintura con cautela y ella se dejó abrazar. Incluso fue más allá apoyando su cabeza sobre el hombro de él, mientras pensaba que la presencia de Richi le estaba devolviendo la seguridad perdida, que se sentía contenta de que estuviera de nuevo a su lado. Bea se propuso olvidar todo lo ocurrido últimamente entre ellos y recuperar su relación de antaño.
–Me alegro de que estés conmigo de nuevo –le dijo mirándole a lo ojos.
Richi la besó en los labios y ella correspondió al beso. Por primera vez en mucho tiempo sintió que se despertaban sus sentidos, aunque no estaba segura de que fuera el momento adecuado. Pero aún así se dejó arrastrar por sus instintos y por el propio Richi, que la llevó a la cama y le hizo el amor despacio y tiernamente, deleitándose en cada rincón de su piel, como sabía que a ella le gustaba. Cuando terminaron permanecieron allí acostados, uno al lado del otro sin hablar. De repente Richi se acordó de Marilín y preguntó dónde estaba. Bea entonces se echó a llorar amargamente, como si la pregunta de su novio la hubiese hecho ser consciente de la realidad, de que su perrita se había muerto y no volvería a verla más.
Cuando el llanto cesó, ayudado por las palabras amables de su novio, Beatriz intentó dormirse, mas cuando casi lo estaba consiguiendo sintió que su novio le sacudía el hombro y la despertaba.
–Bea, Bea, despierta, tengo que decirte algo.
Ella se dio la vuelta murmurando si no podían esperar a mañana y él insistió. No, no podía esperar a mañana, había recordado algo y tenía que decírselo, a lo mejor tenía la clave que explicaba todo aquel montaje de Lola.
Beatriz se sentó en la cama y despejó el sueño, mirando a Richi con curiosidad extrema.
–Habla, pues.
Hace unos meses... puede que fuera el día de su cumpleaños, cenando en casa de tu tía Eulogia. En un momento dado la escuché hablar por teléfono. Yo estaba echando un cigarro en el porche y ella no sabía que yo estaba allí. No sé con quién hablaba, al principio supuse que era alguien que la felicitaba, pero poco a poco la conversación fue girando hacia algo más serio, como más... técnico. Me dio la impresión de que hablaba con algún... abogado tal vez. En algún momento pronunció la palabra fideicomiso junto con tu nombre y se despidió llamando a la persona por su nombre, un nombre extraño, que no consigo recordar.
–¿Sería tal vez Juvenal?
–¡Exactamente! ¡Juvenal! ¿Lo conoces?
–Es el abogado de la familia, un buen hombre, debe ser ya muy mayor. Un fideicomiso... ¿qué coño es eso?
Richi cogió su móvil y tecleo la palabra fideicomiso en un buscador de la red. Inmediatamente le salió la definición: “Disposición por la cual un testador deja su herencia o parte de ella encomendada a una persona para que, en un caso y tiempo determinados, la transmita a otra o la invierta en el modo que se le indica”
Beatriz se quedó un rato pensando. No entendía nada. La herencia de sus padres había sido repartida entre su hermana y ella cuando ambos murieron. Estaba segura de no quedaba nada por repartir de los bienes que aquellos habían poseído. Y no tenía ni idea de nadie, aparte de ellos, que pudieran dejarle algo en herencia. Además, en caso de que toda la trata urdida por Lola tuviera algo que ver con ello, ¿por qué su hermana sabía de la existencia de esa herencia y ella no?
–Mañana mismo hablaré con mi tía –dijo finalmente--. Ahora es mejor que intentemos dormir un poco.
A la mañana siguiente se levantó temprano y después de darse una ducha rápida y tomarse un café salió hacia el hospital, dejando a Richi todavía dormido. Sin embargo a mitad de camino decidió que mejor sería ir a ver primero a su tía Eulogia. Quería saber, necesitaba saber, qué demonios era aquello del fideicomiso y si en realidad a ella y a su hermana les afectaba en algo. Cuando llegó su tía la recibió con entusiasmo, como siempre, y la invitó a desayunar, cosa que ella rehusó con la excusa de que ya lo había hecho. Antes de ir al grano de dio la noticia del accidente de Lola sin ocultarle el estado de la mujer.
–Está bastante grave, pero los médicos dicen que saldrá de esta.
–Iré contigo al hospital –dijo Eulogia con un deje de alarma en la voz.
–Como quieras, pero antes quiero preguntarte algo. No sé si es el momento, probablemente no, pero ya sabes que Lola me está haciendo la vida imposible y a estas alturas de la película, ya con nuestras vidas encauzadas, no encuentro el motivo para ello, y alguno tiene que haber. ¿Tú sabes algo?
–No, Beatriz, yo no sé nada y no sé por qué me preguntas eso. Las dos sois mis sobrinas y os aprecio a las dos y no entiendo el motivo de estas rencillas estúpidas que solo van a conseguir destruiros.
–Pues yo sí creo que sabes algo. Háblame de Juvenal y de un fideicomiso.
– No sé de qué me estás hablando –respondió Eulogia con evidentes signos de nerviosismo.
–Claro que lo sabes –insistió Beatriz– Richi te escuchó un día hablar por teléfono. No me ocultes nada tía. La cosa es muy seria y tengo derecho a saber si mi vida está en peligro y por qué.
Eulogia se dio por vencida y se dejó caer en una de las sillas de la cocina como un fardo. Y acabó confesando.
–Mira, Beatriz, yo no sé si tu hermana Lola sabe algo de eso. Si es así, yo no se lo he dicho, y Juvenal desde luego que tampoco, pero el caso es que sí, hay un fideicomiso a vuestro favor cuyo encargado de administrarlo es Juvenal.
–¿Y de dónde viene esa herencia?
–De nuestro tío Gervasio, hermano de tu abuelo. Tú no te acuerdas de él, eras muy pequeña cuando vino por última vez, pero desde que emigró a la Argentina venía todos los veranos y te tenía un cariño enorme, decía que eras una niña guapa y espabilada y que llegarías muy lejos en la vida. Tú también lo querías mucho, Lola sin embargo era un poco más reticente a recibir sus mimos. Era un señor mayor y aunque muy amable y cariñoso su aspecto no era precisamente atractivo. Era gordo y sudaba mucho, y tu hermana le tenía... no voy a decir asco, tal vez algo de miedo incluso. Gervasio era un hombre un poco excéntrico. Tenía mucho dinero, en Argentina hizo fortuna y nunca se casó ni tuvo hijos, la única familia que tenía éramos nosotros. Unas semanas antes de su muerte, cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo de vida, se puso en contacto conmigo y me dijo que pasara por el despacho de Juvenal, que le había encargado algo importante y que deseaba que yo estuviera al corriente de ello. Así hice y lo que me dijo el abogado fue lo siguiente. Gervasio os dejó toda su fortuna a ti y a Lola pero se la entregó a Juvenal para que la administrara durante unos años. Le ordenó invertir en bolsa y llevar a cabo otros negocios que yo no entiendo con el fin de que su ya de por sí cuantiosa fortuna aumentara. Le ordenó que en el caso de que efectivamente fuera así, os hiciera entrega de la herencia el día de vuestro cuarenta cumpleaños, pero el reparto que decidió no es equitativo. La herencia original, el dinero original se repartirá por mitad, pero las ganancias generadas por dicho dinero son para ti. En el hipotético caso de que una de las dos falleciera antes de cumplir los cuarenta, la fortuna pasaría íntegramente a la otra. Y te aseguro que es mucho, muchísimo dinero, mucho más del que conseguirías trabajando toda tu vida. No sé por qué la última voluntad del Gervasio fue que mantuviéramos todo en secreto y que incluso en el momento del reparto, Lola jamás supiera que tú te llevabas las ganancias de la herencia, supongo que para evitar los celos. Eso es todo.
Beatriz se quedó pensativa durante unos segundos. Efectivamente, si Lola sabía toda la historia sus maquinaciones tenían un sentido. Siempre había deseado quitarle de en medio y ahora tenía un motivo más, y muy poderoso, por cierto. El sonido del móvil la sacó de sus ensoñaciones.
–Diga –contestó.
–¿Beatriz Salgado?
–Sí, soy yo. ¿Quién es?
– La llamamos del hospital. A su hermana le ha dado un colapso respiratorio y se ha puesto muy grave. En estos momentos tememos por su vida.




CAPÍTULO 17




El móvil se le resbaló de las manos y cayó al suelo, haciéndose añicos la pantalla. Primero su Marilín, después el Doctor Gutiérrez y ahora parecía que era el turno de Lola. O el de Raúl, que también seguía grave en el hospital.
El corazón de Beatriz empezó a latir muy fuerte. ¿Qué había ocurrido aquél último año para acabar rodeada de tanto odio y muertes absurdas?
Ella sólo quería vivir su vida tranquila, con su novio Richi -o sin él, que eso no estaba muy claro-, y hacer bien su trabajo como enfermera en el hospital. Pero no hacía más que encontrarse piedras en el camino que le dificultaban el avance.
La tía Eulogia la miraba sin entender. Bea, con el gesto desencajado por la impresión de la noticia, solo pudo decir:
–Lola...
Y se echó a llorar entre los brazos de su tía, que intentó calmarla, acunándola como cuando eran pequeñas.
–Venga, venga... No puede ser tan mala la cosa... Cuéntamelo.
Beatriz tartamudeó:
–Del hospital... Lola... Más grave...
A la tía Eulogia le cambió el gesto y se preocupó, con razón. Lola era de la piel del demonio pero no se merecía morir así. Sola y odiada por todos.
Anteponiendo su visión práctica de la situación, Eulogia sugirió a Bea que ella sería la que fuese al hospital a interesarse por el estado de su otra sobrina. Y, mientras, Bea podría ir a casa de alguna amiga, para no estar sola. El shock había sido tan grande que Bea aceptó la idea, sin apenas darse tiempo a pensar.
Eulogia pidió un taxi por teléfono, cogió los bolsos de las dos y pusieron rumbo a casa de Carlos, el médico, amigo de Bea. Él no estaba, ya que tenía guardia. Pero Sandra, la mujer de Carlos, las estaba esperando. Abrazó a Bea y le preparó una tila bien cargada.
–Qué buena es tu tía Eulogia, Bea. –comentó Sandra– Se nota que estáis muy unidas. Yo no tengo familia que se acuerde de mí. Carlos es mi único soporte.
Bea asentía distraídamente, con la cabeza en mil sitios y en ninguno, mientras daba sorbos a su tila. En su mente daban vueltas Lola, su perrita recién fallecida, Richi, que parecía el Guadiana, y aquel tío gordo millonario. ¿Para qué querría ella tanto dinero, como decía la tía Eulogia que había en el fideicomiso ese, según el tal abogado Juvenal, si no podía vivir tranquila para poder disfrutarlo?
Ya desde niña odiaba las sorpresas. Su carácter tranquilo no casaba bien con los sobresaltos que la vida le ponía por delante. Por eso se sentía tan cómoda viviendo una vida rutinaria con Richi.
Richi...
Quizá por esa rutina Richi había empezado a explorar nuevos caminos... Lo echaba tanto de menos... Aunque no lo admitiría ante él. Había vuelto de Roma y se habían acostado, pero aún no se habían terminado de aclarar.
Mientras pensaba en su novio ausente, en hombres gordos con cara de Tío Gilito nadando entre billetes verdes y en feroces monstruos marinos con el rostro de su hermana Lola, la tila extrafuerte hizo efecto y Bea por fin se quedó dormida.
En el hospital, Eulogia se topó con Paolo, uno de sus dos estudiantes/ayudantes. Este llevaba un brazo escayolado y la cara llena de moratones y heridas.
–¿Qué te ha pasado? –preguntó ella inquieta.
–Un accidente de autobús. Yo estoy bien, pero Daniel está grave. Le van a quitar el... brazo... bazo…
‘No ganamos para sustos... Valiente ironía del destino, va a pasar más tiempo en el hospital que cuando le toque el momento de ejercer.’, se dijo Eulogia mientras daba un abrazo a Paolo.
–¿Dónde está? ¿Le has podido ver?
Paolo negó con la cabeza.
–No me dejan, no soy familia...
–Tranquilo, veré qué puedo hacer...
Y besando a su estudiante se despidió de él, y se dirigió, pasillo adelante, en busca de Lola.
En la UCI las cosas parecían mejorar. Raúl pronto abandonaría la unidad. La operación había sido un éxito y reaccionaba favorablemente a los estímulos y a los medicamentos. Lola, en cambio, sufría crisis periódicas y permanecía fuertemente sedada.
Eulogia temía enfrentarse a la posible muerte de su sobrina. A pesar de los disgustos y aunque no fuera sangre de su sangre, era su familia, y debía hacer lo correcto.
Demoró la visita y prefirió ver primero a Daniel. Al no ser familia, como a Paolo, tampoco la dejaron verle.
El médico, muy educado y profesional, la atendió y le contó los pormenores de la situación del muchacho.
Ya habían avisado a la familia. Pero al ser de fuera de Madrid llegarían horas después de la operación. Habían dado el consentimiento por teléfono. Algo bastante irregular, pero la situación así lo requería.
–De momento, eso es todo lo que puedo decirle, señora.
–Gracias, doctor. Si hay alguna novedad...
–Las enfermeras responderán sus preguntas. Y ahora, disculpe, tengo otros enfermos en la UCI que atender.
–Sobre eso,... ¿Es usted quien atiende a Lola Salgado?
–Yo mismo, dígame, ¿La conoce?
–Es mi sobrina.
–El mundo es un pañuelo. Y, en este caso, la coincidencia no es nada... agradable...
El doctor dejó la frase en suspenso ante la mirada inquisitiva de Eulogia. No dijo nada más y desapareció por algún pasillo iluminado de blanco.
A pesar de estar sedada y casi en coma inducido tras la última crisis, Lola sentía dolor por todo su cuerpo. Se veía sí misma tumbada en la cama, como en una experiencia extracorpórea o una película en la que ella era espectadora y protagonista a la vez. Y veía y escuchaba a los médicos y enfermeras que, de tanto en tanto, rodeaban su cama.
Recorrió la habitación blanca de la UCI, llena de tubos, cables y máquinas que pitaban intermitentemente.
Se sentía atrapada, en la habitación y en un cuerpo que no le respondía. Su frustración iba en aumento.
Y entonces recordó dónde había perdido su libreta azul.
‘Maldita libreta azul, maldita Pensión Cantábrico... y maldita Bea. Seguro que ella la encontró. A saber qué hará con esa información. En cuanto me pueda levantar de esta maldita cama, iré a por ella. Como que me llamo Lola Salgado Foster que la recuperaré.’
‘William, no te imaginas la falta que me haces...’
Las máquinas emitieron varios pitidos agudos que hicieron eco en la UCI.
Raúl mejoraba lentamente. Pensaba en Lola y en el doctor Gutiérrez, en si habrían sobrevivido al accidente, y en maldita la hora en que se conocieron.
Pero, sobre todo, se acordaba de su Rebeca y de sus niños. Un par de lágrimas corrieron por su cara.
Una enfermera que vigilaba su evolución le apretó el hombro con suave profesionalidad.
–Tranquilo, saldrás de esta. Si te duele, aquí tienes este aparatito mágico –le guiñó un ojo, enseñándole una cajita conectada a uno de los cables que salían o entraban de su cuerpo, lo que consiguió que Raúl se relajara un poco– Aprietas aquí y un par de gotitas de morfina eliminarán cualquier dolor. Te lo dejo en la almohada. Descansa.
Y lo dejó solo de nuevo, con su dolor, con la morfina y con otro dolor que solo él podría eliminar.
¿Lo dejaría Rebeca ver a los niños de nuevo? ¿Querrían sus hijos ver a su padre después de tantas ausencias absurdas? ¿Y la propia Rebeca? ¿Aceptaría volver a su lado, como si nada hubiera pasado?
Si no era así, desde luego lo comprendería. Había sido un imbécil, portándose de ese modo tan mezquino con Bea, la mejor amiga de Rebeca.
Y todo porque quedó deslumbrado por la energía, la personalidad y los planes fabulosos de Lola. Parecía fantástica, pero menuda arpía había resultado ser. Igual que Gutiérrez. Vaya dos figuras con las que se había juntado...
Por unos míseros miles de euros. O cientos de miles. O lo que fuera... Cochino dinero.
El dolor cambió de lado y se alojó en la parte izquierda de su cabeza. Una fuerte migraña Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
Más información en la cabecera de entrelecturasycafé.blogspot.com.es  en el apartado "Relato encadenado" amenazaba su descanso, así que intentó olvidarse de todos. Pulsó el botoncito de la morfina y después de unos momentos se durmió.
No le faltaba razón con respecto a Rebeca. Por la gravedad del accidente a ella no le habían dejado pasar a verlo.
El abrazo con Bea y una tila doble la habían calmado un poco. Pero la conversación la confundió del todo y sus nervios volvieron al ataque. Con los nervios disparatados, su cabeza buscaba mil y una explicaciones
Raúl era un tipo tranquilo. No le cuadraba en ese puzzle extraño entre Lola, que a todas luces estaba chiflada, y Gutiérrez, que, -aunque estuviera feo hablar de los muertos-, era un mal bicho. Quizá Raúl tenía una cara oculta que hasta ahora ella desconocía.
Bea se despertó sobresaltada. No sabía dónde estaba. Abrió los ojos, se desperezó, miró a los lados y no reconoció su sofá ni su salón.
Estaba en casa de Carlos porque...
Y de pronto una bombilla se encendió en su cerebro y sus sentidos volvieron a funcionar con cierta normalidad.
Su perrita Marilin. Pobrecilla...
Lola. Maldita...
El accidente.
Lola le había pedido perdón tras el accidente. Pero Bea ya no se fiaba de ella ni de sus palabras de buena voluntad, por más que lo intentara.
Gutiérrez y Raúl...
La libreta azul de Lola...
Un olor nauseabundo se coló dentro de sus fosas nasales. Recordaba que había cogido aquella libreta, que olía a demonios. Y que al llegar a casa la había tendido con pinzas para airearla.
Días después la había ojeado por encima. Muchos datos, sobre Lola y ella misma, las otras gemelas hijas de su padre, Juvenal, el abogado, algún nombre en inglés (¿Quién sería aquel William rodeado de un corazón?), números de teléfono, direcciones y muchas anotaciones confusas llenas de flechas y tachones.
Con el accidente se había olvidado de ella.
Quizás la había metido en el bolso. Miró alrededor. Ahí estaba, colgado en el respaldo del sofá. Lo agarró y lo vació. Pero, aparte de su monedero, chicles sueltos, un pastillero, un par de salvaslips para emergencias, una barra de cacao medio derretida, el móvil con la pantalla rota, un boli, y unos cuantos paquetes de pañuelos, allí dentro no había nada interesante.
La tía Eulogia...
¿La habría cogido ella? ¿Por qué no nos contaría antes lo del dinero? Nos hubiéramos ahorrado tantos problemas...
Eulogia iba camino del hospital, para interesarse por el estado de Lola. ¿Quizás habría muerto ya? ‘Mala hierba nunca muere’, pensó con acritud y con cierto resquemor.
Bea se levantó y buscó en las habitaciones. Sandra había desaparecido. Carlos tenía turno en el hospital. Estaba sola.
Se sentía mejor, así que decidió volver a su casa para buscar la libreta de marras y después al hospital. A ver a su hermana Lola. Y a hablar con ella, si su estado se lo permitía, para aclarar las cosas; libreta en mano, de una vez por todas.
Seguro que sabía lo del dinero. A estas alturas ya tenía relativamente claro el por qué de los numeritos de Lola. Pero, fuera o no fuera por cuestiones de dinero, debían hablar. Después de todo, Bea se consideraba una persona civilizada.
La tía Eulogia seguía su recorrido por el hospital. Hacía tanto tiempo que no pisaba uno que se sentía perdida con tanto pasillo iluminado con luces blancas. Parecía que viajaba en una nave espacial.
‘A ver si es que nos han abducido a todos...’, intentó tomarse con humor la situación.
Por fin llegó a la UCI. El pasillo parecía despejado de enfermeras y doctores. Se habrían ido todos a por un café, a atender otra emergencia, o...
Y, mientras pensaba qué habría pasado con el personal, la vio. Ahí estaba Lola, entre tubos, vendas y cables. Su presencia ya no parecía tan amenazante.
En ausencia de personal hospitalario, en su mente se urdieron varios planes. Que conducían a la muerte sin remedio de su sobrina. Así Bea heredaría todo el dinero y podría vivir tranquila.
Pero Eulogia, al igual que Bea, tampoco era mala persona. Jamás haría algo así con nadie.
Mientras miraba las evoluciones de líneas y pitidos del monitor de Lola, esta pareció moverse y mirarla fijamente a través del cristal.
–¿Qué hace usted aquí? ¿Quién la ha dejado entrar?







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