Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPÍTULO 17
El móvil se le resbaló de
las manos y cayó al suelo, haciéndose añicos la pantalla. Primero
su Marilín, después el Doctor Gutiérrez y ahora parecía que era
el turno de Lola. O el de Raúl, que también seguía grave en el
hospital.
El corazón de Beatriz empezó
a latir muy fuerte. ¿Qué había ocurrido aquél último año para
acabar rodeada de tanto odio y muertes absurdas?
Ella sólo quería vivir su
vida tranquila, con su novio Richi -o sin él, que eso no estaba muy
claro-, y hacer bien su trabajo como enfermera en el hospital. Pero
no hacía más que encontrarse piedras en el camino que le
dificultaban el avance.
La tía Eulogia la miraba sin
entender. Bea, con el gesto desencajado por la impresión de la
noticia, solo pudo decir:
–Lola...
Y se echó a llorar entre los
brazos de su tía, que intentó calmarla, acunándola como cuando
eran pequeñas.
–Venga, venga... No puede
ser tan mala la cosa... Cuéntamelo.
Beatriz tartamudeó:
–Del hospital... Lola...
Más grave...
A la tía Eulogia le cambió
el gesto y se preocupó, con razón. Lola era de la piel del demonio
pero no se merecía morir así. Sola y odiada por todos.
Anteponiendo su visión
práctica de la situación, Eulogia sugirió a Bea que ella sería la
que fuese al hospital a interesarse por el estado de su otra sobrina.
Y, mientras, Bea podría ir a casa de alguna amiga, para no estar
sola. El shock había sido tan grande que Bea aceptó la idea, sin
apenas darse tiempo a pensar.
Eulogia pidió un taxi por
teléfono, cogió los bolsos de las dos y pusieron rumbo a casa de
Carlos, el médico, amigo de Bea. Él no estaba, ya que tenía
guardia. Pero Sandra, la mujer de Carlos, las estaba esperando.
Abrazó a Bea y le preparó una tila bien cargada.
–Qué buena es tu tía
Eulogia, Bea. –comentó Sandra– Se nota que estáis muy unidas.
Yo no tengo familia que se acuerde de mí. Carlos es mi único
soporte.
Bea asentía distraídamente,
con la cabeza en mil sitios y en ninguno, mientras daba sorbos a su
tila. En su mente daban vueltas Lola, su perrita recién fallecida,
Richi, que parecía el Guadiana, y aquel tío gordo millonario. ¿Para
qué querría ella tanto dinero, como decía la tía Eulogia que
había en el fideicomiso ese, según el tal abogado Juvenal, si no
podía vivir tranquila para poder disfrutarlo?
Ya desde niña odiaba las
sorpresas. Su carácter tranquilo no casaba bien con los sobresaltos
que la vida le ponía por delante. Por eso se sentía tan cómoda
viviendo una vida rutinaria con Richi.
Richi...
Quizá por esa rutina Richi
había empezado a explorar nuevos caminos... Lo echaba tanto de
menos... Aunque no lo admitiría ante él. Había vuelto de Roma y se
habían acostado, pero aún no se habían terminado de aclarar.
Mientras pensaba en su novio
ausente, en hombres gordos con cara de Tío Gilito nadando entre
billetes verdes y en feroces monstruos marinos con el rostro de su
hermana Lola, la tila extrafuerte hizo efecto y Bea por fin se quedó
dormida.
En el hospital, Eulogia se
topó con Paolo, uno de sus dos estudiantes/ayudantes. Este llevaba
un brazo escayolado y la cara llena de moratones y heridas.
–¿Qué te ha pasado?
–preguntó ella inquieta.
–Un accidente de autobús.
Yo estoy bien, pero Daniel está grave. Le van a quitar el...
brazo... bazo…
‘No ganamos para sustos...
Valiente ironía del destino, va a pasar más tiempo en el hospital
que cuando le toque el momento de ejercer.’, se dijo Eulogia
mientras daba un abrazo a Paolo.
–¿Dónde está? ¿Le has
podido ver?
Paolo negó con la cabeza.
–No me dejan, no soy
familia...
–Tranquilo, veré qué
puedo hacer...
Y besando a su estudiante se
despidió de él, y se dirigió, pasillo adelante, en busca de Lola.
En la UCI las cosas parecían
mejorar. Raúl pronto abandonaría la unidad. La operación había
sido un éxito y reaccionaba favorablemente a los estímulos y a los
medicamentos. Lola, en cambio, sufría crisis periódicas y
permanecía fuertemente sedada.
Eulogia temía enfrentarse a
la posible muerte de su sobrina. A pesar de los disgustos y aunque no
fuera sangre de su sangre, era su familia, y debía hacer lo
correcto.
Demoró la visita y prefirió
ver primero a Daniel. Al no ser familia, como a Paolo, tampoco la
dejaron verle.
El médico, muy educado y
profesional, la atendió y le contó los pormenores de la situación
del muchacho.
Ya habían avisado a la
familia. Pero al ser de fuera de Madrid llegarían horas después de
la operación. Habían dado el consentimiento por teléfono. Algo
bastante irregular, pero la situación así lo requería.
–De momento, eso es todo lo
que puedo decirle, señora.
–Gracias, doctor. Si hay
alguna novedad...
–Las enfermeras responderán
sus preguntas. Y ahora, disculpe, tengo otros enfermos en la UCI que
atender.
–Sobre eso,... ¿Es usted
quien atiende a Lola Salgado?
–Yo mismo, dígame, ¿La
conoce?
–Es mi sobrina.
–El mundo es un pañuelo.
Y, en este caso, la coincidencia no es nada... agradable...
El doctor dejó la frase en
suspenso ante la mirada inquisitiva de Eulogia. No dijo nada más y
desapareció por algún pasillo iluminado de blanco.
A pesar de estar sedada y
casi en coma inducido tras la última crisis, Lola sentía dolor por
todo su cuerpo. Se veía sí misma tumbada en la cama, como en una
experiencia extracorpórea o una película en la que ella era
espectadora y protagonista a la vez. Y veía y escuchaba a los
médicos y enfermeras que, de tanto en tanto, rodeaban su cama.
Recorrió la habitación
blanca de la UCI, llena de tubos, cables y máquinas que pitaban
intermitentemente.
Se sentía atrapada, en la
habitación y en un cuerpo que no le respondía. Su frustración iba
en aumento.
Y entonces recordó dónde
había perdido su libreta azul.
‘Maldita libreta azul,
maldita Pensión Cantábrico... y maldita Bea. Seguro que ella la
encontró. A saber qué hará con esa información. En cuanto me
pueda levantar de esta maldita cama, iré a por ella. Como que me
llamo Lola Salgado Foster que la recuperaré.’
‘William, no te imaginas la
falta que me haces...’
Las máquinas emitieron
varios pitidos agudos que hicieron eco en la UCI.
Raúl mejoraba lentamente.
Pensaba en Lola y en el doctor Gutiérrez, en si habrían sobrevivido
al accidente, y en maldita la hora en que se conocieron.
Pero, sobre todo, se acordaba
de su Rebeca y de sus niños. Un par de lágrimas corrieron por su
cara.
Una enfermera que vigilaba su
evolución le apretó el hombro con suave profesionalidad.
–Tranquilo, saldrás de
esta. Si te duele, aquí tienes este aparatito mágico –le guiñó
un ojo, enseñándole una cajita conectada a uno de los cables que
salían o entraban de su cuerpo, lo que consiguió que Raúl se
relajara un poco– Aprietas aquí y un par de gotitas de morfina
eliminarán cualquier dolor. Te lo dejo en la almohada. Descansa.
Y lo dejó solo de nuevo, con
su dolor, con la morfina y con otro dolor que solo él podría
eliminar.
¿Lo dejaría Rebeca ver a
los niños de nuevo? ¿Querrían sus hijos ver a su padre después de
tantas ausencias absurdas? ¿Y la propia Rebeca? ¿Aceptaría volver
a su lado, como si nada hubiera pasado?
Si no era así, desde luego
lo comprendería. Había sido un imbécil, portándose de ese modo
tan mezquino con Bea, la mejor amiga de Rebeca.
Y todo porque quedó
deslumbrado por la energía, la personalidad y los planes fabulosos
de Lola. Parecía fantástica, pero menuda arpía había resultado
ser. Igual que Gutiérrez. Vaya dos figuras con las que se había
juntado...
Por unos míseros miles de
euros. O cientos de miles. O lo que fuera... Cochino dinero.
El dolor cambió de lado y se
alojó en la parte izquierda de su cabeza. Una fuerte migraña Esta
novela consta de 17 capítulos a los
que se añadirán
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"Relato encadenado" amenazaba su descanso, así
que intentó olvidarse de todos. Pulsó el botoncito de la morfina y
después de unos momentos se durmió.
No le
faltaba razón con respecto a Rebeca. Por la gravedad del accidente a
ella no le habían dejado pasar a verlo.
El
abrazo con Bea y una tila doble la habían calmado un poco. Pero la
conversación la confundió del todo y sus nervios volvieron al
ataque. Con los nervios disparatados, su cabeza buscaba mil y una
explicaciones
Raúl
era un tipo tranquilo. No le cuadraba en ese puzzle extraño entre
Lola, que a todas luces estaba chiflada, y Gutiérrez, que, -aunque
estuviera feo hablar de los muertos-, era un mal bicho. Quizá Raúl
tenía una cara oculta que hasta ahora ella desconocía.
Bea se despertó
sobresaltada. No sabía dónde estaba. Abrió los ojos, se desperezó,
miró a los lados y no reconoció su sofá ni su salón.
Estaba en casa de Carlos
porque...
Y de pronto una bombilla se
encendió en su cerebro y sus sentidos volvieron a funcionar con
cierta normalidad.
Su perrita Marilin.
Pobrecilla...
Lola. Maldita...
El accidente.
Lola le había pedido perdón
tras el accidente. Pero Bea ya no se fiaba de ella ni de sus palabras
de buena voluntad, por más que lo intentara.
Gutiérrez y Raúl...
La libreta azul de Lola...
Un olor nauseabundo se coló
dentro de sus fosas nasales. Recordaba que había cogido aquella
libreta, que olía a demonios. Y que al llegar a casa la había
tendido con pinzas para airearla.
Días después la había
ojeado por encima. Muchos datos, sobre Lola y ella misma, las otras
gemelas hijas de su padre, Juvenal, el abogado, algún nombre en
inglés (¿Quién sería aquel William rodeado de un corazón?),
números de teléfono, direcciones y muchas anotaciones confusas
llenas de flechas y tachones.
Con el accidente se había
olvidado de ella.
Quizás la había metido en
el bolso. Miró alrededor. Ahí estaba, colgado en el respaldo del
sofá. Lo agarró y lo vació. Pero, aparte de su monedero, chicles
sueltos, un pastillero, un par de salvaslips para emergencias, una
barra de cacao medio derretida, el móvil con la pantalla rota, un
boli, y unos cuantos paquetes de pañuelos, allí dentro no había
nada interesante.
La tía Eulogia...
¿La habría cogido ella?
¿Por qué no nos contaría antes lo del dinero? Nos hubiéramos
ahorrado tantos problemas...
Eulogia iba camino del
hospital, para interesarse por el estado de Lola. ¿Quizás habría
muerto ya? ‘Mala hierba nunca muere’, pensó con acritud y con
cierto resquemor.
Bea se levantó y buscó en
las habitaciones. Sandra había desaparecido. Carlos tenía turno en
el hospital. Estaba sola.
Se sentía mejor, así que
decidió volver a su casa para buscar la libreta de marras y después
al hospital. A ver a su hermana Lola. Y a hablar con ella, si su
estado se lo permitía, para aclarar las cosas; libreta en mano, de
una vez por todas.
Seguro que sabía lo del
dinero. A estas alturas ya tenía relativamente claro el por qué de
los numeritos de Lola. Pero, fuera o no fuera por cuestiones de
dinero, debían hablar. Después de todo, Bea se consideraba una
persona civilizada.
La tía Eulogia seguía su
recorrido por el hospital. Hacía tanto tiempo que no pisaba uno que
se sentía perdida con tanto pasillo iluminado con luces blancas.
Parecía que viajaba en una nave espacial.
‘A ver si es que nos han
abducido a todos...’, intentó tomarse con humor la situación.
Por fin llegó a la UCI. El
pasillo parecía despejado de enfermeras y doctores. Se habrían ido
todos a por un café, a atender otra emergencia, o...
Y, mientras pensaba qué
habría pasado con el personal, la vio. Ahí estaba Lola, entre
tubos, vendas y cables. Su presencia ya no parecía tan amenazante.
En ausencia de personal
hospitalario, en su mente se urdieron varios planes. Que conducían a
la muerte sin remedio de su sobrina. Así Bea heredaría todo el
dinero y podría vivir tranquila.
Pero Eulogia, al igual que
Bea, tampoco era mala persona. Jamás haría algo así con nadie.
Mientras miraba las
evoluciones de líneas y pitidos del monitor de Lola, esta pareció
moverse y mirarla fijamente a través del cristal.
–¿Qué hace usted aquí?
¿Quién la ha dejado entrar?
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