Paseaba tranquila por aquella ciudad, aún por descubrir, mientras bebía un café de esos en vaso grande para llevar. Le daba igual el frío, que no terminaba de irse en aquel largo invierno. Hasta al gris de los edificios le veía cierto encanto.
Miraba
escaparates sin prisa, ajena al resto del mundo. Se fijó en uno, en
el que destacaba un pesado y antiguo gramófono, rodeado de carátulas
de viejas leyendas del jazz. Le picó la curiosidad y entró a
aquella vieja tienda de discos. Le gustó el tintineo, casi infantil,
de la campanilla de la puerta al abrirse.
Dentro
de la tienda, llena de estanterías y cajoneras abarrotadas, un solo
habitante, guardián de aquellos tesoros musicales casi olvidados.
–No
sabía que todavía vendieran LPs de los de antes. Y, mucho menos,
que aún quedaran tiendas de discos abiertas.
–Ya
ves… Llámame nostálgico, o friki…o las dos cosas…
Correspondió
su voz profunda y su guiño flirteante con una abierta sonrisa.
La
música melodiosa que sonaba por los altavoces escondidos de la
tienda transportó sus sonrisas y sus miradas a un mundo inesperado,
del que ninguno tenía intención de volver.
–
¿Bailamos?, -invitó él.
–
¿Aquí? – su invitación la cogió desprevenida.
–
¿Dónde mejor? Hay espacio, buena música, una pareja perfecta…
–él volvió a guiñarle el ojo, divertido.
Ella
respondió con una risilla nerviosa.
–No
me puedo negar. Pero te advierto que soy un poco patosa.
–Tú
déjate llevar, y siente la música.
Dejó
el bolso encima del mostrador y el abrigo pulcramente doblado en la
única silla que encontró vacía. Mientras, él esperaba paciente,
con su sonrisa permanente, en posición de bailarín experto.
La
voz de Etta James acompañaba sus torpes pasos, las manos de él
guiando su cintura, sus miradas entrelazadas. Dos perfectos
desconocidos, unidos por la magia de las notas de una vieja canción
de jazz.
–
¿Ves? Es fácil. Lo haces muy bien.
Una
risilla nerviosa y orejas coloradas le impidieron responder al piropo
de él.
Varias
vueltas alrededor de la tienda la hicieron entrar en un ensueño,
como de película en blanco y negro de esas de los años 50 del viejo
Hollywood, que tanto le gustaban.
Ojalá
fuera Katharine Hepburn en ‘Vivir para Gozar’, ‘Historias de
Filadelfia’ o algún título semejante, y él Cary Grant o James
Stewart, con sus trajes siempre perfectos, pensó, mientras le
dedicaba una sonrisa a su inesperado compañero de baile.
Un
molesto zumbido telefónico rompió la magia del momento.
–Lo…
siento… es urgente... -ella se disculpó torpemente, mostrando el
móvil parpadeante.
–La
vida es lo primero. -Se alejó de ella con una sonrisa, dejándole
cierta intimidad. Su mirada se volvió a sus queridos discos,
toqueteó nervioso varias carátulas haciendo tiempo, esperando.
La
campanilla de la puerta volvió a tintinear.
Cuando
él quiso darse cuenta, sus pasos se habían perdido por la calle. Su
misteriosa e inesperada pareja de baile se había evaporado entre el
tráfico, la multitud y los enormes y grises edificios.
Etta
James seguía cantando dentro de la vieja tienda de discos, pero ya
nadie la escuchaba ni bailaba al ritmo de su voz.
La
campanilla tintineó de nuevo y la puerta se cerró suavemente. El
guardián de aquella música casi olvidada volvió a su refugio.
Y
no quedó rastro alguno de aquél momento mágico.
Sólo
el tiempo le diría si aquello fue simplemente un sueño.
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