Otra vez aquí. El regreso me hace sentir bien. Ya todo me
resulta familiar y no puedo evitar la sensación de que vuelvo a mi
hogar. Silvia, la trabajadora social me dice que tengo muchas
posibilidades y que debo cambiar de actitud, pero yo me río de sus
afirmaciones. Posibilidades dice, ¿qué sabrá ella? Tuve
oportunidades, es cierto, antes de venir a parar aquí, cuando mi
vida era normal, como la de cualquier persona, antes de que me
robaran la inocencia, antes de que me destrozaran por dentro y me
redujeran a cenizas, al recuerdo de la mujer que una vez quise ser y
que ahora ya queda muy lejos de mi alcance.
Me llamo Isabel y una vez viví de cara al mundo en lugar de
hacerlo a sus espaldas.
No tuve una niñez especialmente feliz. Mi padre era un borracho
y mi madre, mis hermanos y yo el blanco fácil de su ira. El alcohol
era la gasolina que necesitaba para descargar sobre nosotros los
golpes con los que intentaba aliviar sus frustraciones.
Un día, cansada ya mi pobre madre de aguantar tanto castigo
sin sentido, se tomó un frasco de aquellas pastillas que la ayudaban
a dormir y no volvió a despertar. Confieso que en aquel momento la
odié, la odié por no haber tenido el valor de continuar, la odié
por habernos olvidado antes de tiempo, por no haber pensado en unos
niños que dejaba a merced de un monstruo y cuyo futuro era un lienzo
pintado en blanco y negro en lugar de la acuarela de colores que
hubiera debido ser.
Acababa yo de cumplir los dieciocho y no me lo pensé demasiado.
Una tarde me marché de casa sin decírselo a nadie. No tenía dinero
ni sabía hacer otra cosa que las tareas de la casa, así que busqué
un trabajo de asistenta que no tardé en encontrar, de interna en una
casa de ricos. Aquello era más de lo que podía desear. Me pagaban
bien y se ocupaban de mi manutención, lo cual me permitía ahorrar
lo suficiente para afrontar los proyectos que me había propuesto
realizar.
Los señores tenían un hijo, Ignacio, un muchacho guapo,
correcto y educado que me trataba con deferencia y respeto, cosa que
yo agradecía- Ayudaba lo que podía y nunca daba trabajo de más,
aunque se hubiera pasado la tarde encerrado en su cuarto a sus cosas
o montara una fiesta con sus amigos en el caso de que sus padres se
ausentaran del hogar.
Ignoro en qué momento comencé a verle con ojos de mujer y no
de sirvienta. No sé si mi interés por él fue provocado por él
mismo, o por mi empeño, o si tal vez fue el azar en una caprichosa
pirueta de la vida, lo cierto es que un día me di cuenta de que
pensaba en él más de lo que debiera. Tal vez aquello fuera un
indicio de que un amor incipiente estaba brotando en mi corazón, un
amor a todas luces imposible y que de seguir adelante no traería más
que sufrimiento a mi vida y me propuse a mí misma no alimentar aquel
sentimiento que, en otras circunstancias, me hubiera regalado
ilusiones renovadas. Mas con lo que no contaba era con que aquella
adoración resultara ser correspondida, o más bien pareciera serlo.
Ignacio me cameló, me embaucó a su lado en un cariño que yo sentía
y el fingía. Me envolvió con sus palabras, con sus gestos, con sus
promesas y sin darme cuenta me dejé robar la inocencia. Y cuando
nuestros encuentros ocultos dieron su fruto se olvidó de mí con la
misma rapidez con la que dijo haberse enamorado.
No esperé a que me echaran, con el corazón encogido y la
bandera de la esperanza en alto, enarbolada por aquel ser que se
gestaba en mi vientre, me retiré de su vida y empecé de nuevo. Otro
trabajo, una nueva existencia que se oteaba en el horizonte.
Pero el destino me tenía preparada una jugarreta inesperada. El
día en que la policía se presentó en mi casa no me imaginé que
sería el principio de mi declive como ser humano. Ignacio había
aparecido muerto en su casa, asesinado, vilmente degollado y al
parecer yo era la principal sospechosa, la única que tenía un
motivo para acabar con su vida: el abandono, el despecho. De nada
sirvieron mis negativas y a pesar de que no se encontraron pruebas
concluyentes me condenaron por un asesinato que no había cometido y
fui a dar con mis huesos en la cárcel.
Y lo que son las cosas, en aquel lugar impersonal y triste,
descubrí la razón que me había conducido a él. Alguien que
conocía bien a Ignacio lo destapó ante mí y me confirmó lo vil
que puede llegar a ser el ser humano. El muchacho andaba metido en
líos de drogas y de juego y tuvo mala suerte, tan mala que uno de
sus “amigos” al que comenzó a molestar su presencia en las
timbas de póker y que le debía mucho dinero, no vio mejor solución
que terminar con él cargándome a mi el muerto. Sabía de mi
relación con él, de mi embarazo y de su desinterés, y preparó
todo concienzudamente para que todos los indicios llevaran hasta mí
y me señalaran como la culpable de un crimen del que únicamente era
víctima inocente.
Quince años pasé en prisión, quince años en los que mi
vida fue girando poco a poco hasta hacerme caer en una espiral que me
absorbió por completo. Cuando nació mi pequeño lo di en adopción,
a sabiendas de que se merecía una existencia mejor que la que
presumiblemente tendría a mi lado y mi corazón se volvió duro como
las piedras. Me convencí de que el mundo es de los malos y yo
también me volví mala.
Silvia me decía que tenía que tener paciencia, que algún
día mi verdad saldría a la luz y que, entretanto, debía intentar
seguir la senda correcta. Palabras nada más. Ella no sabía que yo
ya había elegido mi camino y que nadie me podría hacer cambiar de
opinión jamás, por mucho que me intentaran convencer de que ese
camino era el equivocado.
Aquellos quince años los pasé planeando mi venganza,
soñando con el momento en que se me permitiera salir de allí.
Entonces habría llegado la hora de darle su merecido al verdadero
culpable de la muerte de Ignacio y de la mía propia. Y cuando por
fin me vi en la calle, sin casa, sin familia, rodeada de la nada más
absoluta, acudí a su encuentro y le maté. Le maté por venganza y
por convicción y sobre todo, le maté para poder volver aquí con
motivo, ahora sí, a mi casa, y si algún día vuelvo a salir,
seguro que volveré a encontrar un motivo para volver a entrar.
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