Relato inspirado en la fotografía
Hasta
una semana antes de cumplir mis dieciocho primaveras esperaba con
ansia todos los años la llegada de la vendimia. Se celebraba a
finales del verano, cuando los rayos del sol comenzaban a serenarse.
Pronto me tocó ayudar a recoger los racimos familiares. El abuelo,
la abuela, papá, mamá, mis dos hermanos y yo nos levantábamos muy
temprano para llegar al viñedo justo al amanecer. También venían
con nosotros el tío Andrés, solterón empedernido, y la tía Sila,
con su marido Germán y sus dos hijos. El tío Andrés tenía una
hermosa voz de tenor que volaba como los pájaros sobre las cepas. De
él aprendimos los pequeños las bonitas canciones de la vendimia,
así como muchas otras. Llegamos a formar un buen coro que avanzaba
alegre por la viña mientras la íbamos despojando de sus frutos
sabrosos y morados. Los días transcurrían divertidos pese al penoso
trabajo. Debíamos cortar con cuidado los racimos uno a uno y después
depositarlos en los capazos con el mismo mimo con el que se
depositaría a un bebé. A mí me gustaba estar allí, rodeada de los
míos y del olor de las uvas doradas por el sol del verano. Nadie se
quejaba. Reinaba un ambiente animado y festivo en el viñedo
propiedad del abuelo, heredado de sus antepasados. El viñedo no era
muy grande, pero era nuestro viñedo y de él saldría nuestro vino.
En el pueblo, quien más, quien menos, poseía alguna pequeña
porción de tierra en la que cultivaba con esmero sus uvas. Formaban
parte de nuestra vida. A media mañana hacíamos un descanso para
refrescarnos y reponer fuerzas. Las tortillas, empanadas y sandías
que comí entonces dejaron en mí recuerdos de sabores insuperables.
Los mayores bebían largos tragos de vino de la cosecha anterior. A
los niños nos dejaban echar un pequeño chorro en nuestros vasos de
agua fresca. Por la tarde, tras una pequeña siesta, volvíamos al
trabajo hasta casi el anochecer. La cena ya no importaba, más
preocupados por tender en la cama nuestros cuerpos doloridos que por
atender las llamadas de nuestros insaciables estómagos. Salvo el tío
Andrés, claro. Él siempre tenía hambre. Hambre y sed. Comía y
bebía vino como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. La
abuela a veces lo recriminaba, pero él no le hacía caso. La dejaba
refunfuñar y luego se acercaba a ella, la cogía por la cintura y la
obligaba a bailar. Todos acabábamos danzando y riendo. Sobre todo
ella. Por algo decían que el tío Andrés era su preferido. Quizás
por eso todo se torció a su muerte. O quizás por otras muchas
cosas. No lo sé. Lo único que sé es que nuestra vida nunca volvió
a ser como antes. Recuerdo al tío Andrés con el primer racimo entre
sus manos. Siempre lo recogía él. Era una especie de tradición,
aunque nunca pregunté el motivo y ahora me arrepiento de no saberlo.
Cuando ya estábamos todos preparados para comenzar el trabajo, el
tío Andrés se adelantaba, caminaba entre las cepas y con su ojo
experto cortaba uno de los racimos más hermosos. Después nos lo
ofrecía a la familia como una ofrenda. Recuerdo sus brazos fuertes y
acogedores, con la camisa arremangada hasta los codos. Sus manos
grandes y cariñosas. Sus dedos gruesos que no le impedían tocar la
guitarra con una delicadeza que siempre me asombró. Sus uñas
recortadas o quizás mordidas. Las manos del tío Andrés nos
ofrecían el racimo y nosotros cogíamos una uva cada uno. Primero el
abuelo, después la abuela, papá, mamá, el tío Gerardo, la tía
Sila, el tío Andrés, mis primos, mis hermanos y yo. Siempre por
orden de edad. Yo, al ser la más pequeña me moría de impaciencia
por tener en mi boca la preciada uva, temiendo quedarme con la peor.
Pero ocurría lo contrario. Sin que nadie se hubiera puesto nunca de
acuerdo, al menos que yo sepa, la mejor uva era para mí. Luego,
cuando ya todos habíamos probado el preciado fruto iniciábamos la
tarea. Los niños comenzábamos a recolectar cuando nuestras manos
adquirían la suficiente habilidad como para coger unos pocos racimos
sin destrozarlos. Qué importante me sentí cuando con una pequeña
tijera corté mi primer racimo. Por fin me había hecho mayor. Con
qué orgullo lo enseñé a mi familia. Entonces ese era mi mundo; la
familia, el campo y la viña. Un mundo de amor, trabajo y concordia.
Un mundo que me ofrecía cuanto necesitaba. Cuando toda la uva, la
nuestra y la de nuestros vecinos, se había recogido, venía lo
mejor; la fiesta de la vendimia. La uva, depositada en unos grandes
toneles de madera, esperaba por nuestros pies impacientes. Nos
descalzábamos, los hombres se arremangaban los pantalones y las
mujeres las faldas, nos subíamos a los toneles y comenzábamos a
pisar con un movimiento acompasado de ambos pies, en una especie de
ágil y a la vez ligero vaivén, girando de vez en cuando sobre
nosotros mismos. Aún suenan en mis oídos los gritos de júbilo y
las risas. En mi paladar conservo atesorado el sabor del primer
mosto; aromático, festivo, amarillo y dulzón. En mi cabeza custodio
los recuerdos del banquete, regado con buen vino, del baile y de la
fiesta hasta altas horas de la noche cuando todo el pueblo era mi
pueblo y mis vecinos mis hermanos. Nos acostábamos exhaustos y
felices. Y así sucedió durante muchos años, en los que el tío
Andrés siempre volvía a casa para la vendimia. Sus brazos fuertes y
acogedores llegaban cargados de regalos. De él, recibí los vestidos
más bonitos y mis primeras medias de seda que estiró sobre mis
tobillos y pantorrillas con la misma delicadeza con la que rasgaba
las cuerdas de su guitarra. Nos adorábamos mutuamente y ninguno de
los mozos del pueblo que me galanteaba estaba a su altura. Ninguno
era capaz de igualar la dulzura de su palabras ni la suavidad de sus
caricias. Todo rompió cuando llegó la noticia de su muerte. Se
había había ahorcado en la comisaría, tras ser detenido por una
serie de violaciones a niñas y chicas muy jóvenes. La abuela se
derrumbó al sentir la noticia. Un infarto fulminante la llevó con
su hijo. Los enterramos el mismo día. El abuelo dejó de hablar,
sumergiéndose en un mundo lejano y desconocido en el que nadie más
tenía cabida. Dos meses después de la tragedia él también se fue.
Papá, heredero de la carga familiar, siguió trabajando sin descanso
en el campo y en la viña acompañado de mi madre, mis hermanos y yo.
Sin embargo, mis hermanos no tardaron en hablar de marcharse del
pueblo. No querían perder su juventud en aquellas tierras
contaminadas de malas miradas, suspicacias, saludos no correspondidos
y murmuraciones. La tía Sila y su familia dejaron de venir al
pueblo. Nos quedamos solos papá, mamá y yo. La recogida de la uva
se convirtió de un año para otro en días de tristeza y desamparo.
Ya no estaba el tío Andrés para ofrecernos el primer racimo y,
aunque papá cogió el testigo, las uvas no tenían el mismo sabor.
Las canciones habían huido despavoridas alzando el vuelo sobre las
cepas. La alegría se esfumó como un viento de verano, así como
los galanteos de mis admiradores que se trocaron en miradas mezcla de
sospecha y malicia y en palabras desiertas de vergüenza. Muchos años
después, tantos que yo ya me había convertido en una mujer madura y
solterona como el tío Andrés, mamá nos abandonó y papá,
consumido y debilitado, no tardó en reunirse con ella. Ahora estoy
sola en la casa y mis hermanos han vendido las tierras. Yo me he
quedado con la viña. Nunca me desprenderé de ella, porque en ella
moran mi alma y el alma de los míos. En ella quiero que arrojen mis
cenizas el día que me muera para que fertilicen la tierra que sirve
de sustento a las cepas de las que nacerán, una y otra vez, los
primeros racimos de la vendimia.
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