El primer racimo de la vendimia - Cristina Muñiz Martín


Relato inspirado en la fotografía

 

Hasta una semana antes de cumplir mis dieciocho primaveras esperaba con ansia todos los años la llegada de la vendimia. Se celebraba a finales del verano, cuando los rayos del sol comenzaban a serenarse. Pronto me tocó ayudar a recoger los racimos familiares. El abuelo, la abuela, papá, mamá, mis dos hermanos y yo nos levantábamos muy temprano para llegar al viñedo justo al amanecer. También venían con nosotros el tío Andrés, solterón empedernido, y la tía Sila, con su marido Germán y sus dos hijos. El tío Andrés tenía una hermosa voz de tenor que volaba como los pájaros sobre las cepas. De él aprendimos los pequeños las bonitas canciones de la vendimia, así como muchas otras. Llegamos a formar un buen coro que avanzaba alegre por la viña mientras la íbamos despojando de sus frutos sabrosos y morados. Los días transcurrían divertidos pese al penoso trabajo. Debíamos cortar con cuidado los racimos uno a uno y después depositarlos en los capazos con el mismo mimo con el que se depositaría a un bebé. A mí me gustaba estar allí, rodeada de los míos y del olor de las uvas doradas por el sol del verano. Nadie se quejaba. Reinaba un ambiente animado y festivo en el viñedo propiedad del abuelo, heredado de sus antepasados. El viñedo no era muy grande, pero era nuestro viñedo y de él saldría nuestro vino. En el pueblo, quien más, quien menos, poseía alguna pequeña porción de tierra en la que cultivaba con esmero sus uvas. Formaban parte de nuestra vida. A media mañana hacíamos un descanso para refrescarnos y reponer fuerzas. Las tortillas, empanadas y sandías que comí entonces dejaron en mí recuerdos de sabores insuperables. Los mayores bebían largos tragos de vino de la cosecha anterior. A los niños nos dejaban echar un pequeño chorro en nuestros vasos de agua fresca. Por la tarde, tras una pequeña siesta, volvíamos al trabajo hasta casi el anochecer. La cena ya no importaba, más preocupados por tender en la cama nuestros cuerpos doloridos que por atender las llamadas de nuestros insaciables estómagos. Salvo el tío Andrés, claro. Él siempre tenía hambre. Hambre y sed. Comía y bebía vino como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. La abuela a veces lo recriminaba, pero él no le hacía caso. La dejaba refunfuñar y luego se acercaba a ella, la cogía por la cintura y la obligaba a bailar. Todos acabábamos danzando y riendo. Sobre todo ella. Por algo decían que el tío Andrés era su preferido. Quizás por eso todo se torció a su muerte. O quizás por otras muchas cosas. No lo sé. Lo único que sé es que nuestra vida nunca volvió a ser como antes. Recuerdo al tío Andrés con el primer racimo entre sus manos. Siempre lo recogía él. Era una especie de tradición, aunque nunca pregunté el motivo y ahora me arrepiento de no saberlo. Cuando ya estábamos todos preparados para comenzar el trabajo, el tío Andrés se adelantaba, caminaba entre las cepas y con su ojo experto cortaba uno de los racimos más hermosos. Después nos lo ofrecía a la familia como una ofrenda. Recuerdo sus brazos fuertes y acogedores, con la camisa arremangada hasta los codos. Sus manos grandes y cariñosas. Sus dedos gruesos que no le impedían tocar la guitarra con una delicadeza que siempre me asombró. Sus uñas recortadas o quizás mordidas. Las manos del tío Andrés nos ofrecían el racimo y nosotros cogíamos una uva cada uno. Primero el abuelo, después la abuela, papá, mamá, el tío Gerardo, la tía Sila, el tío Andrés, mis primos, mis hermanos y yo. Siempre por orden de edad. Yo, al ser la más pequeña me moría de impaciencia por tener en mi boca la preciada uva, temiendo quedarme con la peor. Pero ocurría lo contrario. Sin que nadie se hubiera puesto nunca de acuerdo, al menos que yo sepa, la mejor uva era para mí. Luego, cuando ya todos habíamos probado el preciado fruto iniciábamos la tarea. Los niños comenzábamos a recolectar cuando nuestras manos adquirían la suficiente habilidad como para coger unos pocos racimos sin destrozarlos. Qué importante me sentí cuando con una pequeña tijera corté mi primer racimo. Por fin me había hecho mayor. Con qué orgullo lo enseñé a mi familia. Entonces ese era mi mundo; la familia, el campo y la viña. Un mundo de amor, trabajo y concordia. Un mundo que me ofrecía cuanto necesitaba. Cuando toda la uva, la nuestra y la de nuestros vecinos, se había recogido, venía lo mejor; la fiesta de la vendimia. La uva, depositada en unos grandes toneles de madera, esperaba por nuestros pies impacientes. Nos descalzábamos, los hombres se arremangaban los pantalones y las mujeres las faldas, nos subíamos a los toneles y comenzábamos a pisar con un movimiento acompasado de ambos pies, en una especie de ágil y a la vez ligero vaivén, girando de vez en cuando sobre nosotros mismos. Aún suenan en mis oídos los gritos de júbilo y las risas. En mi paladar conservo atesorado el sabor del primer mosto; aromático, festivo, amarillo y dulzón. En mi cabeza custodio los recuerdos del banquete, regado con buen vino, del baile y de la fiesta hasta altas horas de la noche cuando todo el pueblo era mi pueblo y mis vecinos mis hermanos. Nos acostábamos exhaustos y felices. Y así sucedió durante muchos años, en los que el tío Andrés siempre volvía a casa para la vendimia. Sus brazos fuertes y acogedores llegaban cargados de regalos. De él, recibí los vestidos más bonitos y mis primeras medias de seda que estiró sobre mis tobillos y pantorrillas con la misma delicadeza con la que rasgaba las cuerdas de su guitarra. Nos adorábamos mutuamente y ninguno de los mozos del pueblo que me galanteaba estaba a su altura. Ninguno era capaz de igualar la dulzura de su palabras ni la suavidad de sus caricias. Todo rompió cuando llegó la noticia de su muerte. Se había había ahorcado en la comisaría, tras ser detenido por una serie de violaciones a niñas y chicas muy jóvenes. La abuela se derrumbó al sentir la noticia. Un infarto fulminante la llevó con su hijo. Los enterramos el mismo día. El abuelo dejó de hablar, sumergiéndose en un mundo lejano y desconocido en el que nadie más tenía cabida. Dos meses después de la tragedia él también se fue. Papá, heredero de la carga familiar, siguió trabajando sin descanso en el campo y en la viña acompañado de mi madre, mis hermanos y yo. Sin embargo, mis hermanos no tardaron en hablar de marcharse del pueblo. No querían perder su juventud en aquellas tierras contaminadas de malas miradas, suspicacias, saludos no correspondidos y murmuraciones. La tía Sila y su familia dejaron de venir al pueblo. Nos quedamos solos papá, mamá y yo. La recogida de la uva se convirtió de un año para otro en días de tristeza y desamparo. Ya no estaba el tío Andrés para ofrecernos el primer racimo y, aunque papá cogió el testigo, las uvas no tenían el mismo sabor. Las canciones habían huido despavoridas alzando el vuelo sobre las cepas. La alegría se esfumó como un viento de verano, así como los galanteos de mis admiradores que se trocaron en miradas mezcla de sospecha y malicia y en palabras desiertas de vergüenza. Muchos años después, tantos que yo ya me había convertido en una mujer madura y solterona como el tío Andrés, mamá nos abandonó y papá, consumido y debilitado, no tardó en reunirse con ella. Ahora estoy sola en la casa y mis hermanos han vendido las tierras. Yo me he quedado con la viña. Nunca me desprenderé de ella, porque en ella moran mi alma y el alma de los míos. En ella quiero que arrojen mis cenizas el día que me muera para que fertilicen la tierra que sirve de sustento a las cepas de las que nacerán, una y otra vez, los primeros racimos de la vendimia.








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