En
la media hora de descanso salimos a sentarnos a la terraza del bar de
enfrente. Como éramos habituales, el dueño, nada más vernos
sirvió rápidamente nuestros cafés de costumbre, acompañados de
una tapa de rica paella, gentileza de todos los viernes.
Mi
compañera inició un tonteo con el chico de la mesa de al lado,
quien masticando chicle, comenzó a ponerse nervioso. Ella le
guiñaba un ojo, le lanzaba besos, en fin, no había duda, estaba
preparándose para el fin de semana.
Justo
al mirar mi reloj para comprobar el descanso que aún nos quedaba, mi
amiga empezó a balancearse suavemente en su asiento, quedándose en
equilibrio de dos patas, agarrándose a la mesa para no caerse.
Inesperadamente se oyó una explosión continuada de un estruendo
producido al caerse al suelo por el susto. El muchacho se puso tan
nervioso que la pompa del chicle le estalló, quedándose pegado a su
cara.
Todo
el mundo los miraba, pasé vergüenza ajena, más no paré de reírme
hasta el lunes.
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