¿Un
Sancheski? ¿Y eso qué es?, me preguntaba mi retoño mirándome con
extrañeza. Mientras, la caja registradora de la tienda de juguetes
hacía chiribitas tras calcular los cientos de euros del capricho del
monopatín
eléctrico. Yo quise explicarme, pero solo me venían a la mente
descampados polvorientos, rodillas llenas de costras y ráfagas
anaranjadas a toda velocidad. Mi sonrisa de niño ochentero era
inexplicable en el siglo XXI.
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