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El
eco del estruendo fue mayor que el golpe en sí, todos giraron para
ver lo ocurrido, mientras yo, soplándome y agitando la mano en el
aire, comencé a reír y a llorar a la vez. Juan, mi marido, me
cogió por la cintura a la par que Pedrito, mi hijo, tomándome de la
otra mano, me sacaron de aquel lugar.
Los
presentes quedaron asustados, lo noté, pero mientras me dejaba
llevar por mi familia hasta la habitación del hotel rural donde nos
hospedábamos, sentía euforia a la vez que rabia, una mezcla de
sentimientos contradictorios que era incapaz de sofocar. Juan me
acostó en la cama y me dio una de las tantas pastillas relajantes
que había comprado para superar estos días. Mientras mi cuerpo
perdía la tensión acumulada y mi espíritu iniciaba un lento
abandono de mi consciencia, le oí decir: “No tenía que haber
insistido para que viniera, tenía que haberle hecho caso, la tensión
ha podido con ella y ha estallado como una olla a presión, soy
culpable de lo que ha pasado y lo siento enormemente, si la detienen
iré a la cárcel por ella”.
Despertando
de un profundo sueño, me encontraba mejor. Miré el reloj, era la
hora de la cena, me arreglé y bajé al comedor, tenía algo de
hambre. Todos charlaban sentados a la mesa, en sus miradas vi
asombro y temor, incluso miedo. Reuní fuerzas como pude y sonreí,
les saludé educadamente y me senté junto a Juan y mis hijos, tras
darme cariñosos besos, nos dispusimos a cenar.
Al
inicio de la comida las conversaciones parecían forzadas, pero poco
a poco el ambiente se distendió y me dio ánimos para que una vez
servido el postre, golpeando con mi cuchillo el vaso de cristal,
llamé la atención de los presentes, funcionó bien, y poniéndome
en pie les hablé:
Siento
lo ocurrido y me apena la vergüenza que habéis pasado, no estoy
loca, ni me ha dado un ataque de ningún tipo, os lo quiero explicar
y espero que, a pesar de ser un poco largo, me escuchéis con
atención - dije dirigiéndome a mis suegros.
Conocer
a Juan es lo mejor que me ha pasado en la vida, y el nacimiento de
mis hijos culminó nuestras expectativas de felicidad, nos queremos
mucho y por eso, ambos, respetamos nuestras manías y nuestras
fobias. Ya sabéis que Juan tiene miedo a volar y jamás se ha
subido a un avión, pues bien, mi fobia son las montañas, los picos,
cualquier lugar en el que haya bosques cercanos a montes, cimas o que
se le parezca. Ya habréis notado que siempre vamos de vacaciones a
la costa, en tren, autocar o coche. Somos felices a nuestra manera y
ninguno de los dos estamos aún preparados para superar nuestra
manía. Cuando me dijo que vosotros, mis queridos suegros, ibais a
celebrar vuestras bodas de oro en el pueblo donde os conocisteis,
cerca de la estación invernal, en plena montaña, alojándonos toda
la familia en este hotel rural, me volví loca. Le pedí a Juan que
hiciera lo posible para disculparme, que inventara cualquier excusa y
se viniera él con los niños, quedándome en casa tranquilamente.
Pero al no fallar ninguno de sus hermanos, ni sus sobrinos, y poder
reunirse con tíos y primos, no tuvo coraje para hacerlo e insistió
en que también viajara con ellos, me prometió no dejarme sola en
ningún momento y estar pendiente de mí todo el rato. Ciertamente
lo ha hecho, pero también he de contaros que vine cargada con un
botiquín entero lleno de pastillas tranquilizantes que el
farmacéutico me recomendó. Aún así por las noches he de tomar el
doble para poder dormir y descansar.
Desde
el momento en que conocí a Juan dejé de pensar en mi pasado,
decidida a construir un futuro con él. Por ello no me cuestioné en
ningún momento cual era el origen de mi fobia a las montañas,
simplemente la padecía. Tenía inquietudes que me preocupaban más,
como atender a las necesidades de mis hijos y de mi marido, tener una
relación cariñosa y cercana con todos vosotros, su familia, y
sobrevivir a la rutina diaria que siempre trae algún sobresalto que
otro. Pero esta tarde me he tropezado con el origen de mi problema,
allí en aquella tienda de material deportivo que fuimos a visitar,
encontré la respuesta y aunque mi actitud fue violenta y extraña,
no temáis por mí, nadie me va a denunciar, la Guardia Civil no me
llevará presa, estoy muy segura, y ahora os voy a contar el porqué.
De
niña tenía una amiga íntima muy querida, éramos vecinas de puerta
y con la misma edad, se llamaba Berta, nos conocíamos de toda la
vida y desde parvulitos compartíamos profesores y asignaturas, al
coincidir siempre en la misma clase. Juntas íbamos a clase y juntas
volvíamos, al igual que juntas hacíamos los deberes. Nos hacíamos
confidencias y nos consolábamos de la incomprensión de nuestros
padres y amigos. Lo que se dice uña y carne, hasta que a los quince
años, estando en el instituto, se enamoró de un chico que trabajaba
en el taller de su padre, era ocho años mayor y ella una cría, pero
ambos se querían, a mí me usaban de excusa y de celestina, como en
las películas que veíamos. Esperaba que en algún momento se le
pasase y volviera a centrarse. Hasta que a él le ofrecieron un
trabajo mejor, lejos de la ciudad. Quería que ella le acompañara y
así su dicha sería completa. Berta lo deseaba, de repente los
estudios dejaron de interesarle, prefería ser ama de casa cuidando
de él que completar su educación. No me parecía bien, éramos muy
jóvenes, aquel amor empezaba a sobrepasar un límite que no
compartía e intenté disuadirla. En cuanto se lo contó a sus
padres pusieron el grito en el cielo y de ninguna manera consintieron
que se fuera. Durante unos días parecía ausente, pero aunque
tristona, volvió a la normalidad y nunca más volvimos a hablar de
él.
El
instituto organizó durante la semana blanca, la estancia en un
albergue para aprender a esquiar. Toda la clase nos apuntamos, pero
debido a un invierno benigno aquel año, no había nieve por ningún
lado. A pesar de ello siguió en pie la propuesta, y en vez de
esquiar hacíamos excursiones por la montaña. Al principio en los
desniveles más suaves, para luego alcanzar cotas más altas. En una
de las excursiones, Berta y yo al ir charlando animadamente de
nuestras cosas nos quedamos rezagadas del grupo, cuando íbamos casi
a perderlos de vista, la animé a hacer una carrera hasta alcanzar a
los demás, no fuéramos a perdernos y tener algún contratiempo.
Empecé a correr aguantando con esfuerzo debido al peso de la mochila
que llevaba a cuestas y del desnivel por el que estábamos subiendo.
Llegué con la lengua afuera donde el resto de alumnos, no
preocupándome de comprobar si Berta me había seguido o no. Llegado
el momento del descanso y comer el bocadillo, la busqué, la llamé,
y no apareció por ningún lado. Se lo dije a los profesores que nos
acompañaban, desandando dos de ellos el camino, en busca de Berta.
Tras la pausa y viendo que no aparecían, el profesor a cargo dio por
finalizada la excursión y mientras bajábamos hasta el refugio
estuvimos llamando a Berta, mirando en los alrededores por si se
había perdido o tropezado y caído.
La
Guardia Civil de montaña, ayudada por perros rastreadores,
voluntarios e incluso un helicóptero, estuvieron buscando a mi
amiga, pero no apareció. Estando ya en casa, se prolongó la
búsqueda durante días, no la encontraron ni viva ni muerta. Sus
padres dejaron de hablar a los míos y en el instituto tanto
compañeros como el resto de alumnos empezaron a mirarme como la
culpable de su desaparición. No hacía falta que me lo dijesen
porque también lo sentía así, era la única culpable de que mi
amiga no estuviera con nosotros, deseaba haber sido yo la perdida,
era algo con lo que tendría que cargar toda mi vida.
Aquel
curso no lo aprobé y al tener que repetir, rogué a mis padres me
cambiaran de centro educativo, no quería ver mi desdicha reflejada
en sus caras, así muy lentamente rehice mi vida sin Berta.
Procuraba evitar acercarme a cualquier monte, a cualquier montaña,
salir al extrarradio y ver el paisaje montañés me incomodaba
enormemente, y de ese modo fui desarrollando fobia a la montaña,
llegando incluso a olvidar el porqué.
Esta
tarde, mientras curioseábamos en la tienda de deportes del pueblo,
la vi, a Berta, era ella quien iba a atenderme al interesarme por un
jersey. No pude evitar estamparle la bofetada más grande que he
dado en mi vida, tirándola al suelo por el impulso. He sido
desgraciada durante muchos años culpándome por su muerte, no creo
que me denuncie, saldría a la luz el misterio de su desaparición,
además, el hombre que corrió hacia ella tras caerse, era su amor de
quince años. Los he reconocido a ambos.
Siento
mucho haber fastidiado la placidez de vuestra celebración, pero creo
que por fin me he librado de la fobia que tenía a las excursiones de
montaña.
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