Fobia montañera - Marian Muñoz


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El eco del estruendo fue mayor que el golpe en sí, todos giraron para ver lo ocurrido, mientras yo, soplándome y agitando la mano en el aire, comencé a reír y a llorar a la vez. Juan, mi marido, me cogió por la cintura a la par que Pedrito, mi hijo, tomándome de la otra mano, me sacaron de aquel lugar.
Los presentes quedaron asustados, lo noté, pero mientras me dejaba llevar por mi familia hasta la habitación del hotel rural donde nos hospedábamos, sentía euforia a la vez que rabia, una mezcla de sentimientos contradictorios que era incapaz de sofocar. Juan me acostó en la cama y me dio una de las tantas pastillas relajantes que había comprado para superar estos días. Mientras mi cuerpo perdía la tensión acumulada y mi espíritu iniciaba un lento abandono de mi consciencia, le oí decir: “No tenía que haber insistido para que viniera, tenía que haberle hecho caso, la tensión ha podido con ella y ha estallado como una olla a presión, soy culpable de lo que ha pasado y lo siento enormemente, si la detienen iré a la cárcel por ella”.
Despertando de un profundo sueño, me encontraba mejor. Miré el reloj, era la hora de la cena, me arreglé y bajé al comedor, tenía algo de hambre. Todos charlaban sentados a la mesa, en sus miradas vi asombro y temor, incluso miedo. Reuní fuerzas como pude y sonreí, les saludé educadamente y me senté junto a Juan y mis hijos, tras darme cariñosos besos, nos dispusimos a cenar.
Al inicio de la comida las conversaciones parecían forzadas, pero poco a poco el ambiente se distendió y me dio ánimos para que una vez servido el postre, golpeando con mi cuchillo el vaso de cristal, llamé la atención de los presentes, funcionó bien, y poniéndome en pie les hablé:
Siento lo ocurrido y me apena la vergüenza que habéis pasado, no estoy loca, ni me ha dado un ataque de ningún tipo, os lo quiero explicar y espero que, a pesar de ser un poco largo, me escuchéis con atención - dije dirigiéndome a mis suegros.
Conocer a Juan es lo mejor que me ha pasado en la vida, y el nacimiento de mis hijos culminó nuestras expectativas de felicidad, nos queremos mucho y por eso, ambos, respetamos nuestras manías y nuestras fobias. Ya sabéis que Juan tiene miedo a volar y jamás se ha subido a un avión, pues bien, mi fobia son las montañas, los picos, cualquier lugar en el que haya bosques cercanos a montes, cimas o que se le parezca. Ya habréis notado que siempre vamos de vacaciones a la costa, en tren, autocar o coche. Somos felices a nuestra manera y ninguno de los dos estamos aún preparados para superar nuestra manía. Cuando me dijo que vosotros, mis queridos suegros, ibais a celebrar vuestras bodas de oro en el pueblo donde os conocisteis, cerca de la estación invernal, en plena montaña, alojándonos toda la familia en este hotel rural, me volví loca. Le pedí a Juan que hiciera lo posible para disculparme, que inventara cualquier excusa y se viniera él con los niños, quedándome en casa tranquilamente. Pero al no fallar ninguno de sus hermanos, ni sus sobrinos, y poder reunirse con tíos y primos, no tuvo coraje para hacerlo e insistió en que también viajara con ellos, me prometió no dejarme sola en ningún momento y estar pendiente de mí todo el rato. Ciertamente lo ha hecho, pero también he de contaros que vine cargada con un botiquín entero lleno de pastillas tranquilizantes que el farmacéutico me recomendó. Aún así por las noches he de tomar el doble para poder dormir y descansar.
Desde el momento en que conocí a Juan dejé de pensar en mi pasado, decidida a construir un futuro con él. Por ello no me cuestioné en ningún momento cual era el origen de mi fobia a las montañas, simplemente la padecía. Tenía inquietudes que me preocupaban más, como atender a las necesidades de mis hijos y de mi marido, tener una relación cariñosa y cercana con todos vosotros, su familia, y sobrevivir a la rutina diaria que siempre trae algún sobresalto que otro. Pero esta tarde me he tropezado con el origen de mi problema, allí en aquella tienda de material deportivo que fuimos a visitar, encontré la respuesta y aunque mi actitud fue violenta y extraña, no temáis por mí, nadie me va a denunciar, la Guardia Civil no me llevará presa, estoy muy segura, y ahora os voy a contar el porqué.
De niña tenía una amiga íntima muy querida, éramos vecinas de puerta y con la misma edad, se llamaba Berta, nos conocíamos de toda la vida y desde parvulitos compartíamos profesores y asignaturas, al coincidir siempre en la misma clase. Juntas íbamos a clase y juntas volvíamos, al igual que juntas hacíamos los deberes. Nos hacíamos confidencias y nos consolábamos de la incomprensión de nuestros padres y amigos. Lo que se dice uña y carne, hasta que a los quince años, estando en el instituto, se enamoró de un chico que trabajaba en el taller de su padre, era ocho años mayor y ella una cría, pero ambos se querían, a mí me usaban de excusa y de celestina, como en las películas que veíamos. Esperaba que en algún momento se le pasase y volviera a centrarse. Hasta que a él le ofrecieron un trabajo mejor, lejos de la ciudad. Quería que ella le acompañara y así su dicha sería completa. Berta lo deseaba, de repente los estudios dejaron de interesarle, prefería ser ama de casa cuidando de él que completar su educación. No me parecía bien, éramos muy jóvenes, aquel amor empezaba a sobrepasar un límite que no compartía e intenté disuadirla. En cuanto se lo contó a sus padres pusieron el grito en el cielo y de ninguna manera consintieron que se fuera. Durante unos días parecía ausente, pero aunque tristona, volvió a la normalidad y nunca más volvimos a hablar de él.
El instituto organizó durante la semana blanca, la estancia en un albergue para aprender a esquiar. Toda la clase nos apuntamos, pero debido a un invierno benigno aquel año, no había nieve por ningún lado. A pesar de ello siguió en pie la propuesta, y en vez de esquiar hacíamos excursiones por la montaña. Al principio en los desniveles más suaves, para luego alcanzar cotas más altas. En una de las excursiones, Berta y yo al ir charlando animadamente de nuestras cosas nos quedamos rezagadas del grupo, cuando íbamos casi a perderlos de vista, la animé a hacer una carrera hasta alcanzar a los demás, no fuéramos a perdernos y tener algún contratiempo. Empecé a correr aguantando con esfuerzo debido al peso de la mochila que llevaba a cuestas y del desnivel por el que estábamos subiendo. Llegué con la lengua afuera donde el resto de alumnos, no preocupándome de comprobar si Berta me había seguido o no. Llegado el momento del descanso y comer el bocadillo, la busqué, la llamé, y no apareció por ningún lado. Se lo dije a los profesores que nos acompañaban, desandando dos de ellos el camino, en busca de Berta. Tras la pausa y viendo que no aparecían, el profesor a cargo dio por finalizada la excursión y mientras bajábamos hasta el refugio estuvimos llamando a Berta, mirando en los alrededores por si se había perdido o tropezado y caído.
La Guardia Civil de montaña, ayudada por perros rastreadores, voluntarios e incluso un helicóptero, estuvieron buscando a mi amiga, pero no apareció. Estando ya en casa, se prolongó la búsqueda durante días, no la encontraron ni viva ni muerta. Sus padres dejaron de hablar a los míos y en el instituto tanto compañeros como el resto de alumnos empezaron a mirarme como la culpable de su desaparición. No hacía falta que me lo dijesen porque también lo sentía así, era la única culpable de que mi amiga no estuviera con nosotros, deseaba haber sido yo la perdida, era algo con lo que tendría que cargar toda mi vida.
Aquel curso no lo aprobé y al tener que repetir, rogué a mis padres me cambiaran de centro educativo, no quería ver mi desdicha reflejada en sus caras, así muy lentamente rehice mi vida sin Berta. Procuraba evitar acercarme a cualquier monte, a cualquier montaña, salir al extrarradio y ver el paisaje montañés me incomodaba enormemente, y de ese modo fui desarrollando fobia a la montaña, llegando incluso a olvidar el porqué.
Esta tarde, mientras curioseábamos en la tienda de deportes del pueblo, la vi, a Berta, era ella quien iba a atenderme al interesarme por un jersey. No pude evitar estamparle la bofetada más grande que he dado en mi vida, tirándola al suelo por el impulso. He sido desgraciada durante muchos años culpándome por su muerte, no creo que me denuncie, saldría a la luz el misterio de su desaparición, además, el hombre que corrió hacia ella tras caerse, era su amor de quince años. Los he reconocido a ambos.
Siento mucho haber fastidiado la placidez de vuestra celebración, pero creo que por fin me he librado de la fobia que tenía a las excursiones de montaña.





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