Culpa del gobierno - Marian Muñoz



Iba a ser un verano encerrada, igualito a los dos anteriores, no cejaba en mi empeño de aprobar la oposición a fiscal, convencida que éste iba a ser mi último verano.  La familia se había escabullido al pueblo en cuanto aparecieron los persistentes primeros rayos de sol, huían como cobardes ante mi difícil temperamento previo al examen. 

Mi espacio preferido de estudio era el cuarto de costura, una mesa pegada a la ventana permitía relajarme mientras observaba el silencioso patio manzana.  Patio en el que apenas hay movimiento, salvo tender o quitar la colada. 

Me sabía el temario al 90% intentando memorizar el resto para no dar opción a un nuevo suspenso, en casa me dieron un ultimátum, aprobaba o trabajaba en la vinatería familiar.  Mis hermanos mayores ya lo hacían y los pequeños en cuanto acabaran el instituto, el negocio iba viento en popa y todos tenían ideas para mejorarlo, todos menos yo, el alcohol no me iba, por alguna razón desconocida le tenía alergia y preferí hacer derecho con master incluido preparándome para ser fiscal.

Madrina siempre me animó, trabaja en un despacho de abogados intentando siempre asociarme con ella, pero prefería la fiscalía, si se hacía bien podía resultar gratificante.  Estaba encerrada con aquellos calores, cuando oigo por la radio que el gobierno va a cambiar el sistema de entrar en la carrera por otro más liviano con cursos después del aprobado.  Me enfadé, me cabreé, porque ese plan sonaba a chanchullo, a tener que buscarme un padrino para entrar y luego permanecer ¡cómo no! también sonaba a haber tirado tres años de mi vida empollando leyes, reglamentos, decretos y un sinfín de organigramas para nada.

Decidí pagar mi frustración acudiendo al mueble bar, cogí la botella de ginebra, le di un trago escupiéndolo al momento ¡qué asco! Me había olvidado que odio el alcohol, lo de emborracharme no era plausible, pero tanta furia tenía dentro que cogiendo el huevo pisapapeles de mármol, recuerdo de Aranjuez, lo tiré por la ventana sin pensar en ello.  Nada más hacerlo me di cuenta del acto, pero al no oír ningún sonido de rotura o quejido, aliviada acudí a la cocina, me serví un cacao bien fresquito, ya más calmada decidí continuar con el estudio pues apenas quedaba un mes para el examen y si lo aprobaba entraría por el plan antiguo, importándome un comino lo que dijera la radio.

Por la ventana abierta comenzó a entrar un olor a chamusquina, como si una plancha quemara la ropa.  Me asomé intentando comprobar de dónde provenía, alarmada vi en el balcón del tercero izquierda las cortinas y la ropa de un tendal pequeño en llamas.  Grité y grité intentando que los vecinos me oyeran, pero al no recibir respuesta llamé rápidamente al 091, quienes avisaban a los bomberos.  Cerré todas mis ventanas y tras coger el móvil y las llaves de casa avisé a todos los que pude. Llegando a la calle ya estaban montando los dispositivos de seguridad y las mangueras.  Volví a contar que la terraza del tercero izquierda estaba en llamas.  Decidieron actuar entrando por la parte baja del patio, no nos permitían subir a casa hasta que el fuego se apagara por completo.

Entre los municipales que acudieron estaba Luis, compañero del instituto, preocupada le informé que los vecinos de esa vivienda eran nuevos, un matrimonio y su hija.  Al poco vimos salir en camilla y con oxígeno a un hombre, era el padre, al parecer estaba solo y le llevaban al hospital por inhalación de humo.  El fuego sólo ocasionó daños en esa vivienda, el resto parecían haberse salvado.  Aliviados un poco y preocupados por el vecino, regresamos a nuestras casas después del susto.

Dos días más tarde llamaron de la comisaría para ir a declarar.  Poco más sabía.  Intentando averiguar sobre el vecino herido y su familia, parece que seguía ingresado inconsciente debido al humo, nadie se había interesado por él.  Extrañada les hablé de las mujeres, dudando de mi porque en el buzón sólo figuraban los datos de un hombre.  ¡Imposible! En esa terraza he visto a tres personas diferentes tender la ropa o sentados tomando una bebida.  Un hombre, una mujer mayor y otra más joven que se le parecía mucho.

Por fin llegó el día del examen, me salió bastante bien, era cuestión de esperar la lista de aprobados para el siguiente.  Recogiendo unos temas y preparando otros, miro por la ventana observando los todavía restos calcinados del incendio.  En la prensa no había salido nada así que aprovechando la amistad con Luis decidí llamarle para ver si conseguía averiguar algo.  Tampoco tenía noticias, pero ante mi insistencia decidió informarse.

Reconozco que su llamada me dejó planchada en todos los sentidos, antes de contarme nada me preguntó acerca de las personas que residían en el domicilio.  Muy ufana respondí que un señor mayor con vestimentas un poco trasnochadas de chaleco, batín y pañuelo al cuello.  La supuesta esposa/madre con media melena oscura y rizada en bucle hacia arriba solía vestir con prendas de estampados de animales, un poco llamativos para su edad.  Luego la supuesta hija se parecía mucho a ella y lucía en su cabeza melena larga en tonos rosa o violeta, además de vestir prendas doradas o plateadas muy cortas y leotardos oscuros.  Su risa cortó mi narración además de indignarme, al parecer quien moraba allí era un travesti, trabajaba en dos salas de fiesta, en una como mujer mayor y en otra como joven alocada. 

Me quedé sin palabras, me excusé diciendo que desde casa no se veía muy bien la terraza, pero él continuaba riéndose por mi error, cuando por fin paró me informó de una investigación en curso por homofobia, al parecer el incendio fue provocado.  Sorprendida pregunté cómo era posible, al parecer en la terraza encontraron restos de una mesa de plástico, había indicios de una vela anti mosquitos encima de ella, al caer ésta encima de la ropa tendida por el golpe de un huevo de mármol, prendió también las cortinas y estando durmiendo en aquella habitación inhaló el humo, pasando tres semanas hospitalizado además de quedarse sin casa. 

No quise saber nada más, me sentí fatal por aquello, había sido un accidente por culpa de mi inconsciencia, era horrible, si confesaba sería mi ruina, si no decía nada me sentiría mal toda la vida, decidí que aprobara o no, iría a trabajar a la vinatería familiar.  Me castigaba yo solita e intentaría ayudar al vecino en todo lo que pudiera.  ¡Vaya marrón por culpa del gobierno!









La azotea prometida - Esperanza Tirado



Mientras la ciudad ardía bajo el sol de un verano que parecía más caluroso que nunca, julio se iba despidiendo entre memes.
Clara seguía atrapada en su cubículo gris. El aire acondicionado zumbaba como un insecto cansado, y las carpetas apiladas llenas de datos por compilar en el programa informático parecían multiplicarse por arte de magia.

—Hoy tampoco saldremos al café, ¿verdad? —murmuró la silla giratoria, con un crujido resignado.
Las lumbares estaban para un par de sesiones de fisio. Pero había lista de espera.

—No, Sandy. Hoy tampoco, lo siento. Tengo mucho trabajo pendiente —respondió Clara, sin inmutarse. Llevaban semanas conversando. Y ya había bautizado a todos sus compañeros, que tenían más alma que algunos de los humanos que aún deambulaban por los pasillos.

—Pues vaya —refunfuñó Coco, el perchero. —Yo que tenía una charla pendiente con la máquina de la tercera planta…

Las carpetas, entre arrugadas y celosonas, comenzaron a susurrar maldades entre ellas. Lidia, la azul, la más antigua, se quejaba de que nadie la abría desde 2019. Tina, la roja, siempre dramática, decía que si no la revisaban pronto, se desintegraría por dignidad. Vera, la verde aún mantenía la esperanza intacta. Ella era la favorita. O eso se creía. Daisy, la amarilla, más jovenzuela y picarona se mofaba de ella a sus espaldas.

—Sí, si…—respondió Lidia— Tú lo que quieres es ensayar un dúo con la canción de Miguel Bosé de fondo y tomarte un café gratis, que ya nos conocemos desde hace unos añitos. Esa Morenamía no es para ti, muchachote.

Coco le echó una mirada despectiva y se quedó en su sitio, tieso, aguantando el tirón.

Clara sonrió. Desde que el calor empezó la lógica se había derretido por las esquinas, y la oficina se había vuelto más llevadera.

Lolo, el archivador le contaba chismes del departamento de personal, y Asun, la impresora, aunque gruñona, le recitaba poemas de Gloria Fuertes cuando se atascaba.

En los descansillos de las escaleras, algunos escalones juguetones habían dejado mensajes de ánimo, cancioncillas y algún título de novela que olía a verano para los que aún no habían disfrutado de sus ansiadas vacaciones.
"Afuera, bajo el asfalto, está la playa&"
"Resistid. Ya queda menos."
"Las bicicletas son para el verano"
‘Vaya, vaya, aquí si hay playa…’
"En agosto nos vemos"
‘Cuando vayas a la playa no te olvides la toalla, uoh, sha la la, ye, ye ye ye…’
"El sueño de una noche de verano"
‘El chiringuito, el chiringuito…’
"Aquel último verano"
‘Será maravilloso viajar hasta Mallorca…’
"No hay verano sin ti"

Y mientras, el verano seguía ardiente, tanto de noticias de relleno como de temperaturas que batían récords de audiencia.
Dentro de la oficina, Clara vivía en su pequeño reino encantado, atenta a llamadas de teléfono, hastiada de ciudadanos intensos, prejubiladas histéricas y jubilados aún de buen ver, de visita, contando sus batallitas laborales.

— ¿Y si fingimos una reunión en la azotea? —sugirió Cuca, la grapadora, harta de su encierro en el cajón.

Clara se levantó de manera disimulada, como quien va al baño, cogió libreta y boli y dijo:

—Vale. Que alguien vaya subiendo y abra la puerta. Y que nos espere con unos cafés granizados y cotilleos varios.

Las carpetas aplaudieron a todo color. Coco se unió a la fiesta con todos sus brazos, olvidando la ofensa previa.

—Y ya mañana compro una sombrilla en los chinos, que no me quiero quemar más de la cuenta.–añadió Clara cerrando la sesión a Thor, su ordenador de sobremesa; que también estaba bastante calentito con tanto dato de último minuto.









    

La llave de la torre - Pilar Murillo






Desde niña, Lucía había sentido que entre ella y su madre había un muro invisible. No era odio, tampoco indiferencia, sino un abismo de palabras no dichas. Vivían en la misma casa, compartían la misma mesa, pero sus miradas se cruzaban como trenes en direcciones opuestas.

Su madre, Carmen, era devota de la Virgen de Covadonga, “la Santina”, mujer de misa temprana y silencios prolongados. Lucía, en cambio, prefería el bullicio de las sidrerías de Oviedo y las escapadas a la costa con sus amigos. Sus discusiones solían acabar con portazos o con Carmen retirándose a la cocina, donde el vapor de la olla ocultaba sus lágrimas.

Aquel invierno, Carmen enfermó. No fue una dolencia grave, pero sí lo bastante para obligarla a quedarse en casa. Lucía, a regañadientes, comenzó a encargarse de las compras y de subir cada domingo al santuario para encender una vela “por tradición”, como decía su madre.

Un día, al subir los escalones que llevan a la cueva de la Santina, Lucía encontró una llave antigua sobre un banco de piedra. La tomó sin saber por qué, y al entrar sintió un impulso extraño: subir sola hasta la pequeña campana que cuelga junto a la cascada.

Allí, con el murmullo del agua y el eco del bronce, recordó algo que había enterrado: de niña, su madre la llevaba de la mano hasta ese mismo lugar, y juntas tocaban la campana mientras Carmen le susurraba que cada repique era una promesa que la Santina escuchaba.

Al volver a casa, Lucía dejó la llave sobre la mesa de la cocina.
 —La encontré junto a la cueva. ¿Es tuya?
 Carmen la tomó, y en sus ojos se encendió una luz antigua.
 —Era de tu abuela. Yo… te la iba a dar el día que te sintieras preparada.

Esa noche cenaron juntas sin prisas. Las palabras fluyeron, primero tímidas, luego cálidas. Y cuando Lucía se fue a dormir, sintió que el muro invisible había comenzado a desmoronarse.

A veces, pensó, el amor no llega como un torrente. Llega como una llave: pequeña, silenciosa, pero capaz de abrir la puerta más cerrada.









Peque de vacaciones - Marian Muñoz


                                             



Amigas y vecinas correteando por la calles durante la mañana, sin madrugar, pero sin perder las escasas horas hasta el almuerzo.  La post comida era otra cosa, por la potente canícula no nos dejaban salir hasta ver el sol tras los árboles del parque, tiempo que aprovechaba para leer libros de la pequeña biblioteca del abuelo mientras los mayores sesteaban en sus habitaciones.  La piscina quedaba lejos, aprovechábamos el descanso del papi para llevarnos con su coche, la playa o el viaje a tierras extrañas como los que hago ahora era impensable, daba igual, la felicidad que nos daban los juegos y amigos son un sentimiento nunca más conseguido, el precio a pagar por crecer.


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Señales- Esperanza Tirado






No parece dormir allí. Las calles respiran cansadas después de días enteros de pies yendo y viniendo. Pero nadie duerme. Y las luces siguen encendidas de día y de noche. Desde el cielo, muy a lo lejos, se ven titilando, como pidiendo ayuda. O mandando una señal. Desde ese lejano otro lado hace tiempo que la han visto. Aún no entienden su significado. Por eso esperan. 


Basado en la canción Manhattan de Enrique Morente y Lagartija Nick






Todo a la vez - Esperanza Tirado






¿Fui un héroe, un hombre, un artista, una máscara?

No me queda mucho tiempo. Lo sé. Lo siento en los huesos, en la forma en que el aire se espesa en mi garganta.

He vivido tantas vidas que ya no distingo cuál fue la verdadera. Siento que mi cuerpo se vuelve torpe, ya no responde. He contado lo que debía, lo que sentía.  Solo pido que me escuchen, solo una vez más.

Cuando cierre los ojos, no será un final, sino mi triunfo. Siento una extraña paz.

Como si todo lo que fui estuviera, por fin, en su sitio.


Canción: Lázarus, de David Bowie





El poder de la música - Marian Muñoz




Purita iba feliz por la calle, su nieto pequeño le había dejado unos cascos con los que escuchaba música grabada en un pequeño reproductor guardado en el bolso, iba feliz oyendo sus canciones favoritas de adolescencia y juventud, iba casi flotando, no sentía su cuerpo setentón, al contrario, su espíritu era el de una muchacha de veinte. Con su bienestar llegó al supermercado de siempre donde hubo de quitarse los cascos para escuchar a Juan el del fiambre y a Tomás el pescadero, si bien sus oídos estaban libres, la música seguía sonando en su cuello y sobre todo en su cabeza.

Apenas compró cuatro cosas y fue directa a caja. Era bastante temprano, habiendo solo clientas madrugadoras de toda la vida. Le tocó Sonia aquel día, la conocía de mucho tiempo, siempre con una palabra amable y una sonrisa, como de costumbre pasó los productos por el escáner y mientras Purita sacaba el dinero del monedero le colocó la compra en su bolsa. Finalmente salió el tique y se despidieron.

Mientras cogía la bolsa echó un vistazo rápido a los papeles que acababan de salir de la máquina, pegando un grito de sorpresa e indignación. Todos la miraron, como si estuviera poseída se quejaba de los tiques descuento que el súper le ofrecía: pastillas para limpiar dentaduras postizas y tinte para colorear las canas.

Con una energía impropia de su edad, empezó a protestar de la injerencia de algunas compañías en vidas ajenas, a santo de qué le ofrecían pastillas para dientes postizos si conservaba perfectamente los suyos, por no hablar de las canas, ni siquiera su difunto Carmelo osó nunca decirle cómo debía cortar su cabello o que color usar, ¡eso era ya el colmo! Ante aquel desmadre momentáneo se unió otra usuaria comentando que al comprar una colonia para su sobrino, días más tarde salieron descuentos para cuchillas de afeitar y condones. Otra más que por haber cogido una colonia de bebé que le gustaba mucho le propusieron descuento en pañales y potitos cuando no podía tener hijos.

La cajera sobrepasada por aquella protesta llamó inmediatamente a la supervisora, quien tras comprobar que más vecinas entraban de la calle fisgando lo que pasaba y uniéndose a la protesta, optó por llamar a la policía a pesar de que la mayoría pasaban de los sesenta. Cuando llegaron los municipales intentando calmar ánimos, no tuvieron más remedio que dar la razón a las alborotadoras y conminar a la supervisora que pidiera al equipo informático cambiar el sistema de descuentos.

Después de aquel desahogo Purita volvió feliz y contenta a casa con la compra y con la sensación de haber librado una pequeña batalla como cuando era joven y corría en las manifestaciones contra el gobierno. ¡Que nadie dude del poder de la música!