Desde niña, Lucía había sentido que entre ella y su madre había un muro invisible. No era odio, tampoco indiferencia, sino un abismo de palabras no dichas. Vivían en la misma casa, compartían la misma mesa, pero sus miradas se cruzaban como trenes en direcciones opuestas.
Su madre, Carmen, era devota de la Virgen de Covadonga, “la Santina”, mujer de misa temprana y silencios prolongados. Lucía, en cambio, prefería el bullicio de las sidrerías de Oviedo y las escapadas a la costa con sus amigos. Sus discusiones solían acabar con portazos o con Carmen retirándose a la cocina, donde el vapor de la olla ocultaba sus lágrimas.
Aquel invierno, Carmen enfermó. No fue una dolencia grave, pero sí lo bastante para obligarla a quedarse en casa. Lucía, a regañadientes, comenzó a encargarse de las compras y de subir cada domingo al santuario para encender una vela “por tradición”, como decía su madre.
Un día, al subir los escalones que llevan a la cueva de la Santina, Lucía encontró una llave antigua sobre un banco de piedra. La tomó sin saber por qué, y al entrar sintió un impulso extraño: subir sola hasta la pequeña campana que cuelga junto a la cascada.
Allí, con el murmullo del agua y el eco del bronce, recordó algo que había enterrado: de niña, su madre la llevaba de la mano hasta ese mismo lugar, y juntas tocaban la campana mientras Carmen le susurraba que cada repique era una promesa que la Santina escuchaba.
Al volver a casa, Lucía dejó la llave sobre la mesa de la cocina.
—La encontré junto a la cueva. ¿Es tuya?
Carmen la tomó, y en sus ojos se encendió una luz antigua.
—Era de tu abuela. Yo… te la iba a dar el día que te sintieras preparada.
Esa noche cenaron juntas sin prisas. Las palabras fluyeron, primero tímidas, luego cálidas. Y cuando Lucía se fue a dormir, sintió que el muro invisible había comenzado a desmoronarse.
A veces, pensó, el amor no llega como un torrente. Llega como una llave: pequeña, silenciosa, pero capaz de abrir la puerta más cerrada.

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