La Sirena, ávida de
aventuras, nadó durante tres días en el mar embravecido hasta varar
en una playa, donde, agotada por el esfuerzo, no tardó en quedarse
dormida. Despertó con sensación de ahogo y, asustada, quiso volver
al mar. Pero su cuerpo fatigado no respondía. Aterrada, con las
pocas fuerzas que le quedaban, comenzó a cantar una melodía como
solo saben cantar las sirenas para atraer a los hombres. No tardó en
escucharla Antonio, un marinero cuya casa estaba situada a la orilla
del mar. Al llegar a su lado esbozó una sonrisa y la miró con ojos
ambiciosos. La cogió en brazos y la llevó a su casa donde lo
esperaban su mujer y sus tres hijos. La colocaron sobre la mesa de la
cocina y le acariciaron la cara y la cabeza para que su muerte fuera
más dulce. Cuando la sirena dejó de respirar, por los ojos de la
familia resbalaron lágrimas de pena y de alivio. La enterraron y
cubrieron su tumba con flores. Después, prendieron una hoguera y
poniendo sobre ella grandes hojas de plátano, asaron la cola que,
aunque no resultó demasiado sabrosa, al menos consiguió apaciguar
su hambre de meses.
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