Cuando era
pequeña no me gustaba nada pasar los veranos en el pueblo de papá.
Era tremendamente aburrido. No había nada de nada, solo viejos
sentados a la fresca en las puertas de las casas dándole a la
lengua, por no haber ni siquiera había playa, ni mar, y encima olía
a vaca. Por eso en cuanto pude deje de ir, aunque para eso tuvieron
que pasar muchos años,pues hasta que cumplí los diecisiete mis
padres no me relegaron de semejante obligación.
Han pasado ya
unos cuantos años más y este verano he vuelto al pueblo. Los
abuelos ya no están. Permanece la casa cerrada que huele a
desolación y un poco a una nostalgia que jamás pensé sentir, la
panera que apenas se
mantiene en pie y unos cuantos aperos de labranza guardados en el
cobertizo, las azadas, algunas hoces y un viejo y oxidado arado.
Aquella tarde mis aburridos veranos infantiles regresaron a mi
memoria y sorprendentemente me mostraron su cara amable, la que yo no
entendía, la que no supe ver. Me senté sobre la hierba y aspiré el
aroma de la tierra y de las gotas de rocío. Entonces me dio igual
que no hubiera playa, ni mar, ni que el ligero y ocasional olor del
ganado impregnara el aire. No sé qué me ha hecho cambiar, pero este
verano me quedaré en el pueblo y disfrutaré de las cosas buenas de
la vida, sobre todo de esas conversaciones todas las noches, sentada
a la fresca con los vecinos, en la puerta de las casas.
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