Me
llamo Dorotea, y a veces me llaman Dory. O eso creo. No recuerdo las
cosas más de cinco segundos seguidos. Me dejan notas aquí y allá
pero se me olvida que sé leer y no las entiendo.
A
veces me busco pero no me encuentro. Me miro en espejos pero me veo
como difuminada. Es una sensación rara. Como si flotara en una nube
que me lleva hacia ninguna parte. No sé si alguien me entiende
cuando lo explico. Simplemente me miran como si fuera transparente y
sonríen a algún punto por encima de mi cabeza.
Me
gusta el mar, nadar y bucear y descubrir todo lo que esconde el
fondo. También me encanta pasear cerca de la playa. Pero cuando no
hay mucha gente.
De
pequeña mis padres me llevaban a unas playas muy ruidosas, y antes
del final del verano estaba deseando volver a casa, porque ya no
soportaba los gritos de los vecinos
de
sombrilla. Que si echaban arena, alguien lloraba, o repartían
tortilla, sandía o helados; o hacían campeonatos de castillos o me
caía encima alguna pelota de plástico... Era insoportable.
Me
gusta la playa, pero en silencio, solo con el rumor de las olas de
fondo.
Siempre
deseaba irme a alguna isla desierta en algún país exótico donde
suponía que todos eran amables y sonrientes y no habría tanta gente
gritona. En los documentales de la Dos siempre salían imágenes de
playas de blanca arena y aguas cristalinas bajo las que se veían
criaturas de todo tipo: animales, vegetales y minerales de vivos
colores. El
arrecife de coral ejercía un influjo hipnótico sobre mí.
Me
relajaba más que ir a una playa de verdad. Y me quedé con la
espinita de viajar allí algún día.
Como
se me olvidan las cosas esa espinita se debió desprender de alguna
parte de mi cerebro. Otras se me clavaron en su lugar. Quizás por
dentro mi cabeza se haya quedado como un queso de gruyère.
Ahora
en lugar de pasear por la playa, ya sea en frente de una pantalla de
televisión o en vivo y en directo, me ha dado por aficionarme a la
música. Tampoco retengo las piezas que escucho más de cinco
segundos seguidos, pero me relaja. Me encantaría saber algo de
música y poder tocar algún instrumento. Piano, flauta, guitarra,
violín... Me daría lo mismo. Pero no
conocía a ningún violinista
ni músico profesional que tocara ningún instrumento. Donde vivo ni
siquiera hay escuela de música. O tal vez sí. Como no me acuerdo de
las cosas...
¡Oh!
Está sonando música. Qué maravilla...
Me
dejo llevar y vuelo lejos hasta Japón subida en una ola que me eleva
hasta el monte Fujiyama.
Cuando
la música para me bajo de la ola y subo a un arco iris formado por
las lentas notas musicales de un piano. Vuelo entre sedas de colores
hacia Viena, a los cafés donde se reúnen artistas e intelectuales.
Me siento entre ellos, soñando ser la musa de alguno y aparecer
inmortalizada en alguna de sus obras maestras...
¿Qué
pasa? Ya no hay música.
¿De
qué hablaba? No lo recuerdo. Tengo memoria de pez ¿saben?
Huelo
a salitre...
¡Ah,
el mar...!
Qué
delicia sentir las olas acariciando tus pies. Es algo tan relajante
que a veces se me olvida el resto del mundo y me paso las horas en la
orilla. Incluso se me olvida volver a casa y me quedo dormida en la
arena, que está calentita después de todo el día bajo el sol. Me
hago una cama en ella y me duermo hasta que las gaviotas me
despiertan por la mañana. Entonces me desperezo, abro los ojos, me
quito la ropa, corro hacia el mar y me sumerjo entre las olas. El
frío del agua de la mañana me activa y me ayuda a recordar. Al
menos durante unos pocos segundos.
Quizá
debería olvidarme de mi vida pasada y vivir entre las olas, subiendo
a la superficie y bajando hasta el fondo, nadando libre de un lado a
otro, sin parar.
Allí
donde no hace falta memoria ni recuerdos.
Allí
soy feliz.
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