Vivir - Dori Terán

                                        


La mañana amaneció limpia y clara. Un cielo azul pintaba la ciudad de luz y ganas de disfrutar el tiempo. Ana se levantó cansada, el sueño nocturno no había reparado el cansancio que en los últimos tiempos la acompañaba como una sombra fiel y sin pedir permiso de habitabilidad. El café aromoso y humeante burbujeó en la taza mientras se lo servía escanciandolo como si de sidra se tratase. Una ducha tibia devolvió la carrera de la sangre a su cuerpo. El letargo impaciente y confuso de la noche le había dejado sin fuerza para sentirse. El olor del gel y el champú le resultó muy agradable. Coco, coco era la fragancia que siempre escogía, le recordaba la dulce frescura que de niña había respirado tantas veces en la casita del bosque. La esperaba Manuel para tomar el aperitivo de los domingos y días de fiesta. Era una rutina ineludible que le estaba provocando un hastío de consecuencias impensables. ¿Aborrecía el aperitivo programado y fijo o era a Manuel a quien aborrecía? Temía la respuesta , su propia respuesta , por eso la obviaba. Entretenimientos y diversiones se programaban en su vida como cadenas establecidas por las normas de la sociedad en la que vivía. Harta de fiestas vacías de fundamento, llenas de apariencia y banalidad. Harta de comilonas pantagruélicas y glotonas. Harta de recorrer tiendas de firma para las ropas y vestidos, las joyas y toda clase de objetos …¡Harta!  También Manuel pertenecía al programa. En unos meses celebrarían una pomposa boda como dictan los cánones establecidos para el nivel de su clase. Y comenzarían la andadura por este camino de “hacer y tener”, ¡como dios manda ¡, le había dicho Manuel. No existía otro trabajo. Su economía se llamaba “ricos de cuna” .El esfuerzo físico no era necesario y todo su misión y proyecto de vida consistía en como matar el tiempo de la forma más divertida.
Aquella preciosa mañana Ana decidió faltar a la cita, romper los esquemas, dejar de buscarse a si misma y crearse. Si, crearse. Y como el movimiento se demuestra andando y se crea con la acción, sin más preámbulos ni más pensamientos subió a su coche y se dirigió al bosque. Apenas una hora después, llegó a la casita que tanto añoraba. En medio de una naturaleza serena pero salvaje se levantaba sencilla y firme. Dos jóvenes montañas la respaldaban con su cuerpo sólido y de recortados picos. Un pequeño bosque de hayas esbeltas y frondosas coronaban el camino a ambos lados formando un arco que saludaba al caminante con la energía potente y sanadora del lugar. Nada más abrir la puerta, los ojos de Ana pestañearon para hacerse a la penumbra tenue que se colaba por las ventanas cerradas. Abrió los cuarterones y la luz diáfana iluminó la estancia. Una cocina de leña con su chimenea destacaba en el centro y junto a la pequeña mesa reposaba un cuaderno amarillento. Lo cogió con cariño, sacudió soplando el polvo que se había depositado en él. Alguna partícula se coló en la nariz de Ana que con ritmo estornudó tres veces seguidas. Abrió el cuaderno y sonrió alegre, divertida y agradecida. Allí estaban aquellas maravillosas poesías que en sus tiempos de aprendiz de escritora esbozó con sensibilidad dejando brotar en las rimas creadas toda la fuerza y belleza de la voluntad pura, auténtica sin florituras, sin máscaras e hipocresías. Y así arropada con la manta de la abuela junto al fuego que prendió, sumergió su alma en la esencia de la existencia: reconocerse en el sentirse. No sabe cuántas horas pasaron en tal deleite. Su estómago rugió un par de veces, pedía comida. En la alacena encontró un paquetito de arroz. Sonrió al recordar como en los meses de Noviembre iba con su abuela peregrinando por el bosquecillo encantado y recogían sabrosas y generosas setas. No tuvo que alejarse mucho, era el mes y allí estaban los exquisitos frutos. Mientras degustaba la paella que preparó, comprendió en que consiste sentirse viva. Y abriendo una botella de vino tinto afrutado y espeso, brindó con la vida. Ahora empezaría a hacer cambios.






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